"Es de justicia reconocer que más laicos que curas abusan de niños" El Papa y las víctimas

No a los abusos en la Iglesia
No a los abusos en la Iglesia

"¿Pretendemos que Francisco resuelva los abusos con un simple decreto?"

Los abusos de pederastia, que el papa Francisco ha destapado, dejando al descubierto los abusos que no pocos clérigos han cometido, quizá durante siglos, contra víctimas inocentes, están dando que hablar – y con razón – a mucha gente. Además, este asunto, tan violento y vergonzoso, se ha complicado porque uno de los más perjudicados (hasta este momento) ha sido precisamente el que ha querido remediarlo, el mismo papa Francisco, del que se están diciendo cosas muy desagradables y, según creo, profundamente injustas.

Por eso (y aunque tengo que hacerme mucha violencia para hablar de este tema) pienso que, si me callara, me haría cómplice del sufrimiento injusto que este asunto tan canalla está acarreando.

Ante todo, vamos a tener en cuenta datos muy elementales. Los abusos de pederastia son, ante todo, “delitos”, cuya gravedad y consecuencias tiene que enjuiciar y castigar la autoridad civil. Pero, además de delitos, esos abusos son también “pecados”, experimentados y vividos como tales, si es que son cometidos por personas que tienen creencias religiosas.

Si el que comete el delito de pederastia es un clérigo, según la praxis de la Iglesia antigua, debe ser reducido al estado laical. Una práctica que reconoce el vigente Código de Derecho Canónico (c. 290-293). Lo que, dicho en lenguaje vulgar, significa que un clérigo pederasta debe ser puesto “de patas en la calle”. Y que se busque la vida como pueda. Así se hizo, en la antigüedad, durante siglos.

Dicho esto, es de suma importancia tener presente que los abusos sexuales de menores no son solo y principalmente asunto de obispos y curas. Si es cierto (y por desgracia lo es) que abundan los clérigos, que cometen estos delitos, es de justicia saber y reconocer que son muchos más los laicos que proporcionalmente incurren en esta atrocidad.

Los datos fidedignos, que poseemos sobre este vergonzoso asunto, así lo confirman. Recuerdo que, hace más de cuarenta años, un sacerdote joven me dijo que la impresión más fuerte y dolorosa, que había tenido que soportar, en el poco tiempo que llevaba de cura, era la cantidad de hombres que le comunicaban confidencialmente que abusaban de niñas y niños, jovencitas y jóvenes. Los dramas familiares y los odios de hijos a padres, a hermanos mayores y parientes, vecinos o amigos, son experiencias demasiado duras y que las víctimas querrían borrar de su vida, pero que ahí están, en la intimidad silenciada que casi nadie revela. Porque las víctimas de esta auténtica “canallada” rompen la intimidad de los menores para el resto de sus días.

Por supuesto, es cierto que la Santa Sede ha hecho esfuerzos titánicos para mantener oculto este drama vergonzoso y humillante. No quería el Estado Vaticano dañar la ejemplaridad de la Iglesia. Sin darse cuenta de que, con tal comportamiento, la Iglesia arruinaba más esa pretendida ejemplaridad que tan celosamente quería mantener intacta. Es la “hipocresía”, que tantas veces reprende el Evangelio. Y no olvidemos que la raíz original de la “hypókrisis” viene del lenguaje teatral (H. Giesen). Los clérigos de hoy que hacen esas cosas - como los fariseos del tiempo de Jesús - haciendo de comediantes. Para risa de algunos. Y ruina de todos los demás.

Así han estado las cosas. Hasta que llegó al Vaticano el papa Francisco. Y él ha sido el que ha “tirado de la manta”. Para que todo quede patente. Lo que ocurre es que el problema es bastante más complicado de lo que muchos se imaginan.

Es verdad que el papa Bergoglio, en todo el barullo que se ha ocasionado al destapar tanta basura maloliente, se ha expresado con poca fortuna en algún que otro momento. Expresiones que, conociendo al papa Francisco, sin duda alguna, él mismo puede matizar mejor. Pero, ¡por favor!, que lo que está en juego es mucho más hondo y más grave que cuanto se puede precisar debidamente en alguna que otra expresión. No. Estamos ante un problema de unas dimensiones que muchos no imaginan.

Ante todo, caigamos en la cuenta de que estamos ante un problema que no se reduce a los curas. Ni se resuelve suprimiendo la ley del celibato. Los padres que abusan de sus hijas e hijos pequeños, ¿no están casados? El asunto es mucho más grave. Entre otras cosas, porque afecta a gran parte de la sociedad. ¿Y pretendemos que el Papa lo resuelva con un decreto? ¿Somos tan superficiales como para no darnos cuenta del disparate que representa el solo hecho de pensar en semejante solución?

El Evangelio – como en tantos otros asuntos – nos da que pensar. Ya es chocante que cuando Herodes, en una noche de juerga, mandó degollar a Juan Bautista, el relato termina escuetamente diciendo que los discípulos enterraron a Juan y a Jesús le contaron lo que había sucedido (Mt 14, 11-12 par). ¿Denunció Jesús el crimen de Herodes? Ni palabra de tal cosa. ¿Se calló Jesús por miedo? En otra ocasión, al mismo Jesús le contaron que Pilatos había mandado degollar a unos galileos precisamente cuando ofrecían un ritual sagrado en el templo. ¿Protestó Jesús por la canallada del procurador romano? La solución del Evangelio fue desconcertante: “Si no cambiáis de vida, todos vais a terminar igual” (Lc 13, 3). Jesús vio claramente que el problema no estaba (ni está) en las decisiones que tomaban (y toman) los que mandan.

Sin duda alguna, “la experiencia religiosa de todos nosotros ya no es de fiar, porque nos remite a la falsa religión” (Thomas Ruster). ¿Qué queremos? ¿Qué el Papa dicte un decreto o ponga un mandatario tan genial que ponga en orden nuestra sexualidad y, sobre todo, nos eduque en el respeto y el verdadero cariño a los más pequeños? Y si no, ¿qué pretendemos? ¿Qué se acaben los curas? ¿Qué los casen o les dejen casarse? Y con eso, ¿qué arreglamos, si no vemos en cada niño, en cada ser humano, la viva presencia de Jesús mismo? “Lo que hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis”.

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