Si no os hacéis como niños A los niños mártires de Ceylan. Vosotros sois los más grandes

Una reflexión horrorizada. Por vosotros, niños

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Estos cuatro niños habían recibido la primera comunión el día de pascua en su iglesia de Ceylán. No tenían más culpa que ser niños y cristianos,en un contexto de horror donde un no-dios de muerte odia a todo lo que no sea su ley de imposición anti-humana.

Fueron asesinadas por unos hombres que confunden a Dios con el Odio...  Y nos hacen difícil no odiarles, devolverles a su propio infierno de muerte. Pero no queremos odiar, yo, al menos, no quisiera, si el Dios de Jesús me ayuda a confesar que Jesús, su hijo, asesinado por el odio de unos hombres falsamente creyentes, ha muerto perdonando a todos.

Estos niños han resucitado a la vida con Jesús, han sido recibidos en su pascua, sin haber podido madurar en este mundo al trabajo y al amor, al conocimiento y a la entrega madura de la vida. Pero su muerte no ha ha sido en vano. Les pido a ellos, que son ya signo y presencia del Cristo pascual, que me/nos acompañen y ayuden a mantener la fe con inocencia y compromiso, con perdón y responsabilidad.

Con su imagen pongo la de otra niña que me sigue sobrecogiendo, casi no la puedo mirar, en FB donde la he subido,pues la ocultan porque puede ser hiriente... Una niña inocente, belleza de cielo, Dios encarnado en un cuerpo, en un alma, en una vida de  niña llamada a la vida...  Por estos cinco niños, y por todos los otros que han muerto en la flor de la vida, va mi reflexión que sigue.

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No me he atrevido a escribir más   algo nuevo. He empezado, pero no he podido seguir, no es día para escribir, ante la barbarie de unas muertes en nombre de un dios falso, de unos niños en manos del Dios de la Vida.  Para los que tengan tiempo y quieran seguir leyendo, he querido citar y comentar un texto sobre los niños del evangelio de Mateo, tomado de mi Comentario a ese evangelio.

 Texto. Mt 18,11-5

‒ 18, 1 En aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: ¿Quién es, pues (=según esto), el mayor en el Reino de los Cielos?

‒ 2 El llamó a un niño, le puso en medio de ellos 3 y dijo: En verdad os digo, si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.

‒ 4 Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. 5 Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe.

              Se trata de un texto claramente organizado y definido, a partir de una pregunta de los discípulos (18, 1), con una anécdota de Jesús, que toma un niño y lo coloca en medio de todos (18, 2), y  con dos explicaciones complementarias: hacerse niños y recibir a los niños  (18, 3-5). Éste es un motivo que empalma lógicamente con el anterior (los hijo de los reyes que no pagan los tributos), pero con una ampliación básica: Todos los niños aparecen ahora como “hijos de reyes”, es decir, como los más importantes en el Reino (17, 25).

Los discípulos han querido saber quién es el más grande, y se lo preguntan a Jesús, pero él invierte el motivo, y dice que lo fundamental es hacerse niño, como en una familia, donde el que recibe más atención es el niño que nace y está necesitado, porque (continuando el tema anterior de 17, 24-27) todos los niños son hijos de reyes.

 − Pregunta de los discípulos (18, 1). En el texto fuente (cf. Mc 9, 33-34), la escena comenzaba con una pregunta de Jesús a los discípulos (¿de qué discutíais…?), a la que sigue  el silencio avergonzado de los discípulos y una aclaración de Jesús. Mateo en cambio empieza con la pregunta  de los discípulos, que quieren conocer el orden y estructura de la Iglesia (entendida como experiencia y signo del Reino de los Cielos), y que así quieren saber quién es el “más importante” (meidson) en ella.  Es significativo el hecho de que ésta sea la primera pregunta, es decir, la cuestión originaria que plantean los discípulos en la Iglesia, entendida como espacio de convivencia jerarquizada entre los seres humanos, lugar para subir y crecer en línea de honores[1].

Signo de Jesús: Llamó a un niño y le puso en medio de ellos (18, 2). Jesús responde con un gesto que invierte  radicalmente el tema, saliendo del ámbito en que se la han preguntado los discípulos. Ellos se interesan por “quién es el mas grande en el Reino”, es decir, en su propio grupo (entre sí mismos), como supone el texto de Marcos. Pues bien, Jesús rompe ese nivel, saliendo así del ámbito en que los discípulos, lo habían planteado, y para ello llama a un niño que está fuera del grupo (que no pertenece a lo que podríamos llamar el núcleo duro del discipulado) y poniéndolo en medio de ellos les empieza diciendo: “En verdad os digo, si no cambiáis y os hacéis como niños…·”.

Los discípulos se creen importantes porque piensan que ellos pueden ordenar la estrategia del reino de Dios, que ha de ser  en línea de poder No dudan de la necesidad de que haya una jerarquía, sólo les importa saber quién ocupa en ella el primer puesto, en clara lucha por el poder.  Pues bien, Jesús les dice que lo esencial no es el poder administrativo o económico, patriarcal ni social (no importan pues los grandes), sino el niño, los niños que está necesitado de la ayuda de los otros, como en una familia, en la línea del pasaje anterior donde se habla de los “hijos del rey” (o, mejor dicho, del Reino), añadiendo ahora que todos los niños necesitados son “hijos del Reino”, es decir, los más importantes.

Modelo de autoridad de los discípulos: desde los más grandes. Ciertamente, para que funcione un grupo humano en línea de poder hacen falta dirigentes, y es preciso que actúen rectamente. Pero allí donde esos dirigentes se elevan, los más pequeños (empezando por los  niños) quedan en un plano inferior, pues no tienen capacidad humana (poder) para imponerse sobre los demás, sino que están a merced de ellos. Según eso, los discípulos conciben la vida como lucha de poder, como  un orden dictado desde arriba, desde ellos aparezcan como los más fuertes, al servicio de sus intereses (de sí mismos), de manera que incluso los niños acaben siendo medios que se utilizan para el servicio y la ayuda de los poderosos.

−  Modelo de autoridad de Jesús: desde los  niños. Pues bien, Jesús quiere invertir ese modelo, convirtiendo la sociedad (y en sentido más fuerte la familia) en una institución al servicio de los más débiles: Para que ellos puedan no sólo sobrevivir, sino existir de un modo más alto. Por eso, Jesús  toma a un niño (paidion) y  le pone en medio de los grandes (estêsen auto en mesô autôn), es decir, de aquellos que buscan sobresalir, viviendo así a costa de los demás. Buscan los discípulos el centro, entendido como lugar de mando (no de encuentro mutuo) en línea de poder, pero Jesús les indica que ese centro está ocupado ya por el más niño a quien él coloca en pie (stêsen), en señal de autoridad.

            Ciertamente, el gesto de Jesús (coloca al niño en medio de todos) puede tener un rasgo de cariño personal, pero indica aún algo más: Jesús presenta al niño como verdadera autoridad sobre todo el grupo. De manera significativa, Mateo ha prescindido del gesto de “cariño personal”  del pasaje fuente (Mc 9, 36), en el que Jesús abraza al niño (cosa que en este pasaje de Mateo no hace), para centrarse en el tema en el tema de la organización comunitaria, es decir, de la Iglesia (Reino) entendida como alternativa social. Jesús insiste así en el surgimiento y despliegue de una forma de vida entendida espacio donde se supera la lucha de todos.

Jesús no quiere una buena jerarquía (y mucho menos una mala), con la victoria de los “fuertes”, sino un lugar de crecimiento y despliegue de vida desde los más pequeños, que son por antonomasia los niños, como indican los dos gestos complementarios que siguen:

− Convertirse y hacerse pequeño, transformación personal (18, 3-4).Frente al “ser a costa de los demás”, él establece como principio básico de su enseñanza y familia de Reino el “ser para los demás”, de manera que su estructura y despliegue se funde y eleve desde los más débiles. Ésta es una consecuencia de la visión de Dios como Padre al servicio de los hijos (¡no son los hijos para los padres, sino los padres para los hijos!). Ciertamente, en un sentido, son los padres los que tienen que enseñar a los hijos, para que ellos vivan y crezcan, y se ajusten a los principios de la experiencia social (del orden imperante). Pero en otro sentido son los hijos los que pueden enseñar y enseñan a los padres a vivir, como indicaremos

− El que recibe a un niño como estos a mi me recibe (18, 5).  Cerrada en sí misma, la actitud anterior (hacerse niño) podría tomarse de manera puramente “regresiva”, como indicación de una vuelta al estado de infancia sin más, de una vida desde la pequeñez negativa, en retroceso al pasado, es decir, en fijación infantil. Pues bien, de manera paradójica, Jesús ha vinculado la experiencia anterior con la tarea de “recibir”, es decir, de acoger y ayudar a los niños. No se trata, pues, de dos cosas o personas distintas: Unos que se hacen niños y otros que acogen a los niños, sino que los portadores de ambos gestos son los mismos. Sólo aquellos que “se hacen” (les entienden, se identifican con ellos) pueden recibirles, acogerles.

El texto empieza diciendo “si no os convertís…” (18, 3), suponiendo que son los mayores los que más tienen que cambiar. Esa palabra (conversión) no se dice aquí simplemente “metanoein”, cambiar de mente (como en el centro del mensaje de Juan Bautista, de Jesús y de sus discípulos: Mt 3, 2; 4, 17; 10, 7), sino “straphein”, invertir el camino. Hasta ahora los hombres han ido avanzando normalmente en una línea de poder, y así han querido conquistar, conseguir algo por su esfuerzo, por su propia dedicación y grandeza. Pues bien, en contra de eso, Jesús les dice que los hombres y mujeres no “llegan a ser” por su propio esfuerzo (conquistando el mundo por sí mismos), sino aquello que son lo que son, por don de Dios, desde su mismo nacimiento. Por eso, no son los pequeños los que se tienen que hacer como niños, sino los mayores los que tienen que hacerse “como los niños”, evidentemente, sin serlo en un plano físico.

            En este contexto, el niño (paidion) aparece como aquel que está llamado a “recibir”, porque depende totalmente de otros, de forma que no puede vivir por sí mismo, sino a partir de aquello que le dan los otros, de manera que si le dejan solo muere. Por eso, su mayor grandeza no está en imponerse y dominar, sino en acoger y aprender, recibiendo la vida que le ofrece otros,  pues sólo más tarde podrá tener la posibilidad de ofrecerles activamente algo, colaborando con ellos de un modo consciente y programado.

            Por eso, Jesús pide a sus discípulos que se hagan niños (pequeños como niños), para así recibir y crecer, descubriendo que la vida es un camino de gratuidad, y que sólo recibiendo puede darse (y dando en verdad se recibe). Frente a la necesidad de crecer haciendo grandes obras (conquistar el reino por ascesis, conocimiento o violencia) se expresa aquí  la más honda experiencia  de receptividad, es decir, de acogida. El buen judío rabínico es el que sabe cumplir, el que conoce las leyes y organiza su vida según ellos. Pues bien, Jesús quiere que sus seguidores y amigos sigan siendo “niños” en ese nivel de receptividad y acogida, para que así puedan acoger y asumir la novedad del Reino.

            Sin duda, este Jesús de Mateo está hablando a una  iglesia donde muchos tienen la tendencia de asumir y ejercer un tipo de poder vinculado con el saber, la edad y la autoridad, es decir, con el cumplimiento de una ley que se impone a los demás desde arriba. Eso significa que ellos quieren una Iglesia fuerte, de hombre importantes, capaces de mandar y organizar “bien” a los demas. En contra de eso, Jesús interpreta la vida desde el Reino como experiencia de apertura y acogida, en gesto de pequeños.  Por eso, lo que importa no es hacerse grandes para mandar, sino pequeños para recibir el Reino.

             Ésta es la experiencia radical de fe que Jesús había destacado en la escena anterior de la curación del niño “lunático”, al acabar diciendo que “estos demonios se expulsan con fe…  (cf. 17, 20). Ésta es la experiencia  radical de “filiación”, que ha puesto de relieve la “parábola” del impuesto (17, 24-27), pues los hijos de la casa del Rey no tienen que conseguir nada con la fuerza (pagando), pues lo tienen todo desde la propia cuna, es decir, por ser hijos de Dios. 

La virtud o valor primario del niño (entendido como hijo) es la fe, es decir, la capacidad de acogida: el niño está en manos de los demás para recibir aquello que es (que ha de ser), llegando a ser de un modo personal aquello que los otros le impulsan a ser. De la misma manera, el hombre maduro ha de ser aquel que sabe recibir, como el niño. Aquí no estamos ante experiencia de oración separada de la vida (en actitud interior ante Dios), sino de vida total.

Unos hombres se encuentran en manos de los otros, y de un modo especial son dependientes los más pequeños, es decir, los niños. Este depender de los demás es un gesto radical de fe, una actitud que nos pone en manos de la misma Vida, que es Dios, presencia de amor que late y crece desde los más pequeños. En esta línea ha de entenderse la palabra clave (recibir) en el doble sentido de la palabra:

Se trata, por un lado, de recibir el Reino, no de conquistarlo por la fuerza, de convertirse y hacerse como niño, en un gesto de “deconstrucción” básica, si es que vale esta palabra.  De-construir implica desandar lo andado, desaprender lo aprendido, invertir de esa forma un camino antes mal recorrido. Lo que importa es, pues, el aprender de otra manera, como los niños que lo hacen por condición personal y por necesidad, y de esa forma viven. Ellos son así capaces de recibir algo que antes no tenían, creciendo desde fuera de sí mismos. Hombres y mujeres se definen de esa forma como “oyentes”, es decir, como seres receptivos, que acogen y así crecen, como un campo que debe recibir la semilla para dar fruto (cf. Mt 13).

Se trata, al mismo tiempo, de recibir activamente a los niños, no simplemente de ser niños ante el Reino. Se trata, pues, de hacerse niños para ayudar (=acoger, hacer crecer) a otros niños y necesitados. Los más pequeños se vuelven de esa forma los más grandes, pues acogen a los pequeños y se vuelven servidores de ellos (es decir, de otros “niños”), pero no desde algún tipo de altivez y grandeza dominadora, sino haciéndose ellos mismos niños, para acompañarles y educarles, compartiendo así la vida, en forma de comunión gratuita entre personas. En este contexto carece de sentido hablar de grandes en sí mimos, pues los más grandes son aquellos que, haciéndose pequeños, pueden acoger a otros pequeños, volviéndose así portadores del Reino de Dios, según Jesús[2].

Los primeros cristianos estaban (y seguimos estando) en un mundo donde los niños sufren las consecuencias de la lucha por el poder, de manera que ellos pueden ser tratados como los eslabones finales de una cadena de opresiones, quedando al final sin casa (sin familia, ni comunidad). Contra esa situación habla Jesús, haciendo así que vinculemos los dos signos: Hacernos niños, acogiendo el Reino como don, y recibir a los niños, ofreciéndoles casa, espacio de vida y crecimiento. Sólo quien sepa renunciar a su grandeza egoísta puede recibir al niño,  actuando de esa forma como Reino (=mediador del Reino) para el mismo niño. Hacerse niños es todo lo contrario de querer hacerse grandes en la forma actual, imponiéndose sobre los demás; es lo contrario a dominar, aprovecharse  de los otros, triunfar a su costa. Mateo emplea esa palabra (recibir: dekhesthai) en varios contexto importantes de su evangelio:

Jesús prometía a sus discípulos que serían recibidos, cuando les enviaba sin nada, como pobres, diciéndoles que no tuvieran miedo, pues serían acogidos en las casas, y que, en caso contrario, siguieran caminando y fueran a otros lugares,  para recomenzar la tarea del evangelio (10, 14).

Recibir a los pobres y pequeños es recibir al mismo Cristo, es decir, su Reino; por eso dice Jesús a sus misioneros: “quien os reciba me recibe a mí….” (10, 14). Los enviados de Jesús van por tanto como pobres, sin nada para sí, dando lo que tienen, como portadores de un Reino que se instaura en gratuidad y la entrega de la vida.

            Los enviados de Jesús han de ser por tanto un signo mesiánico, expresión de autoridad haciéndose pequeños, apareciendo en esa línea como señal de Dios sobre la tierra. Desde ese fondo avanza, como veremos, Mt 25, 31-46, donde Jesús recoge y condensa todo su mensaje anterior, aunque en vez del verbo dekhesthai, que significa acoger en general, emplea  el más preciso y eclesial de synagagein (25, 35.38.43), que significa acoger a los necesitados o expulsadlos en la asamblea de la vida, en la comunidad o “sinagoga”, como seguiré indicando[3].  

[1] Los discípulos preguntan por “el más grande”, suponiendo así que en ella hay superiores e inferiores,  de manera que, según ellos, la Iglesia debería entenderse como una estructura jerarquizada, donde cada uno ocupa un lugar en el conjunto entendido en forma piramidal. Los discípulos que preguntan así no se preocupan de los niños, sino de su propio poder sobre el grupo.

[2] Estos que se hacen como niños, y así acogen a otros niños, hacen posible el surgimiento de un mundo distinto donde la grandeza no se mide en forma de supremacía de unos sobre otros, sino de servicio radical, sin imposición ni servidumbre, sin dominación ni humillación, sino desde la transformación y comunicación personal de la vida.

[3]  Mt 18, 1-5 ha de unirse a Mt 19, 12-15, interpretados ambos como textos eclesiales, pues los niños aparecen en ambos casos como centro de una comunidad donde todos deben encontrarse acogidos. Así pasamos del ámbito privado de un pequeño hogar  (unos padres y sus propios hijos) al espacio comunal de la iglesia donde los niños (unas veces con padres, otras sin ellos) forman el centro de referencia y cuidado del grupo entero.  La iglesia se define de esa forma como ámbito materno, casa en que los niños encuentran acogida, siendo honrados, respetados y queridos, apareciendo así como grupo especializado en recibir/acoger (dekhomai) a los niños. Frente a la institucionalización del poder (¿quién es mayor?) establece Jesús la tarea esencial de acoger a los pequeños.

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