Los ídolos decaídos

Frente al viejo entusiasmo de nuestra transición democrática, hoy comparecemos intransitivos e intransigentes, apabullados por la corrupción y los nacionalismos, amenazados por la desilusión y el terrorismo. En realidad nuestro desencanto es antológico, ya que el hombre asiste en todo el mundo al derrumbe de ideologías e ideólogos, de filosofías y filósofos, de líderes e ídolos decaídos con sus insignias y consignas insignificantes. Ha habido una superproducción de mitos y mitólogos, de pseudoideales y monsergas fatuas.

Comenzamos a despertar de la ensoñación romántica o dogmática, y vamos comprendiendo que el mundo del hombre es impura mitología, un parque temático de atracciones, distracciones y detracciones, un universo culturaloide de fuegos artificiales que atraviesan la religión y la política, la ciencia y la conciencia, el amor y el odio. La cultura que distingue al hombre se recrea en un juego de artificios, en una melopea que no proyecta la verdad sino el sentido humano, demasiado humano.

Quizás estamos perdiendo el viejo horizonte irreal de la verdad pura o absoluta, pero asistimos a cierta emergencia de sentido más humano o humanoide, no tan trascendental pero más sensible o inmanente. La caída de dioses e ídolos es la decadencia de verdades supuestas o impuestas, pero también la emergencia de una “trascendencia inmanente”, de un sentido más común o comunitario, de un ser encarnado y no tan descarnado, de una coexistencia compartida y no tan compartimentada. Quizás decaen dioses e ídolos y emerge insurgente cierta humanidad reprimida.

La humanidad necesita desreprimirse en una cultura democrática global, que trate de articular el mundo y remediar sus males endémicos. Tradicionalmente se plantea el bien común como una solución ideal, pero quizás deberíamos plantearnos el “mal común” para una resolución más real. En lugar del viejo horizonte de la verdad idealista, necesitamos hoy la insurgencia de un sentido consentido interhumanamente. Lo cual exige una cultura diferente y disidente, capaz de cultivar la naturaleza inmanente y abrirse al culto sagrado del sentido como “trascendencia inmanente”. La cultura es la humanización de la naturaleza y su apertura simbólica, por ello el hombre está intentando en las redes una cultura del simbolismo que potencie nuestra realidad literal o cerrada, entitativa o cósica, siquiera virtualmente.

La auténtica cultura dice emancipación de la naturaleza y sus necesidades naturales, reconvertidas en deseos humanos de libertad o liberación. Una liberación solo conseguible a través de la deliberación democrática, que permita disfrutar del bien común y compartir el mal común. Pues no hay bien sin la asunción crítica del mal a través de su compadecimiento o compasión, ya que el mal común no es consuelo de tontos sino que nos implica a todos. De ahí la actual prédica compasiva y misericordiosa del Papa Francisco frente al mal común, el cual por cierto no solo es antropológico o humano sino también extrahumano o cósmico.

El término “mal común” traduce el mal originario, el pecado original, el delito de ser o nacer, como se denomina de Anaximandro a Calderón, ya que la procreación de un ser se considera tradicionalmente como un pecado, por cuanto apropiación por el hombre del poder pro-creador del Dios. Así que nuestro mal común es ser o existir, ser hombre o creatura procreada, ser en el mundo, como dice Heidegger. El mal común no tiene por tanto un carácter meramente teológico o religioso, político o social, psicológico o sexual, sino radical: es el hecho de nuestra contingencia y finitud, de nuestra procreación como creaturas o criaturas mortales, seres encarnados en un mundo descarnado.

Por eso el hombre en este mundo busca refugios y agarraderos, exorcizar el mal común en la actuación real o política y simbólica o religiosa, en el ejercicio del amor y del humor, en la cultura como cultivo humano y culto del alma, en la asunción del mal común compartido humanamente. Una visión furtiva a un templo como el Pilar de Zaragoza enseña más sobre nuestra menesterosidad humana y desvalimiento existencial que las peroratas de tantos ideólogos, sean materialistas o marxistas, positivistas o racionalistas. Pues el hombre necesita del hombre para ser hombre, por eso se reúne en torno a un símbolo de humanidad como el Pilar matriarcal, mientras decaen a su alrededor los ídolos de modas efímeras.
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