Ante la crisis actual dellenguaje sobre Diios Para hablar sobre Dios

cincocosejos:

De Dios siempre diremos más mentira que verdad

El lenguaje sobre Dios siempre debe ser dialéctico (buscando una "armonía de contrarios")

Y nunca será un lenguaje meramente objetivo

Olvidar la autonomía de la creación puede llevarnos a lenguajes muy falsos

La palabra "culto" sobra en el lenguaje cristiano sobre Dios

Que el lenguaje sobre Dios se nos ha quedado oxidado y hoy sentimos la necesidad de otro lenguaje, parece un dato evidente. Para esa búsqueda hay algunos consejos que me parece útil tener en cuenta. Aquí van por si ayudan.

1. Recogiendo la enseñanza del cuarto concilio de Letrán (ya en el s. XIII), de Dios nunca diremos nada que no tenga más mentira que verdad: más desemejanza que semejanza con la realidad divina.

Nunca habrá pues un lenguaje definitivo sobre Dios: en cada momento histórico sólo podemos pretender salvar aquella mentira más pequeña que puede contener un poquito más de verdad, por ser más apta para nuestra concreta situación histórica. Y siempre hablaremos más de nuestra relación con Dios que de cómo es Dios. En esto, el modo de hablar de la Biblia me parece sorprendentemente acertado: Dios “no da su Nombre”, solo avisa de que nos ama y quiere liberarnos de aquello de lo que nadie nos puede liberar.

2. Para expresar esa relación me ha ayudado mucho la frase de que Dios es “un Misterio sobrecogedor y acogedor”. Subrayando que se trata de afirmar a la vez dos cosas contrapuestas que nos permiten asomarnos a su carácter de Misterio..

Por lo general, cuando nos sentimos de veras sobrecogidos ante Dios se tambalea nuestra confianza; y cuando confiamos plenamente en Él tendemos a hacernos un Dios “a la carta” y perder el sobrecogimiento y el anonadamiento ante su Misterio. De aquí se sigue que el lenguaje sobre Dios ha de ser siempre un lenguaje dialéctico.

Esto ha estado muy presente en la tradición cristiana. Ya en el s. II Ireneo de Lyon escribió que de Dios hay cosas que no podemos decirlas por su grandeza, pero podemos decirlas por su amor; y viceversa. Más tarde Agustín acuñará esa especie de eslogan (“intimior intimo meo et superior summo meo”): más profundamente yo que mi yo más íntimo y más distante de mí que lo más inalcanzable. Hasta culminar en el otro dicho clásico de Nicolás de Cussa (en el s. XV) que describe a Dios como la “coincidentia oppositorum”: una especie de presencia de contrarios, donde no se trata solo de la presencia de ambos polos sino de cierta armonía entre ellos.

3. El lenguaje sobre Dios, por mucha verdad que contenga, nunca será un lenguaje objetivo, o meramente objetivo. Siempre tendrá un rasgo ineludible de subjetivo.

Puede explicarse eso con un ejemplo de la relación humana. Supongamos una pareja de enamorados, verdaderamente enamorados (y no solo sexualmente atrapados y ciegos). Cuando uno hable del otro, por mucha verdad que pueda decir sobre él (o sobre ella), siempre transmitirá también algo de sí mismo, por la confianza o el entusiasmo y las ganas de vivir que transparenta. Algo que no podrán decir las otras gentes que hablen de él (o de ella), por mucho que le conozcan.

Esa experiencia la tuve personalmente leyendo y escuchando a K. Rahner: cuando hablaba de temas como la historia del sacramento de le penitencia o la cristología en una visión evolutiva del mundo…, Rahner transmitía informaciones y enseñanzas. Cuando hablaba de Dios, muchas veces transmitía algo más, que a mí me dejaba en silencio. Y creo que era precisamente por eso por lo que Rahner solía decir (otra vez la paradoja) que el buen creyente procura no hablar mucho de Dios: quizá para evitar esa especie de charlatanería teologal de muchos que se creen por eso más católicos.

Y de aquí viene la paradoja suprema en el tema de Dios. Wittgenstein acuñó aquel tan sabio y repetido consejo: “de lo que no se puede hablar, mejor es callar”. Y esa norma tan lúcida resulta que vale para todo menos para Dios: porque ese lenguaje imposible transmite algo que está más allá de lo que intenta decir: en el modo como lo dice. Por eso, no sé ya si fue el mismo Wittgenstein o algún comentarista posterior, el que matizó diciendo: de lo que no se puede hablar, a veces hay que intentar hablar (cosa que algo podemos también atisbar en el tema del amor).

3.Hoy, creo que hay dos experiencias que han contribuido a la crisis del lenguaje sobre Dios: una de ellas es el descubrimiento de la autonomía de la creación.

Esa autonomía es muy fácil de afirmar para el no creyente; mientras que la creencia en un Dios Creador, tenderá siempre a afirmar un Dios demiurgo o artesano. Todos tendemos a decir: Dios me ha hecho así o me ha enviado esto o aquello. Y no es verdad: Dios solo ha permitido que su creación autónoma (y libre en el caso humano) te hiciera llegar eso o aquello.

Por eso creo que el problema del mal no se elimina con decir que todo lo limitado no puede ser perfecto. Prescindiendo ahora de que no es lo mismo limitado que defectuoso, la dificultad se traslada entonces a explicar cómo un Dios-Amor, que sabe que lo limitado ocasionará mal, se permite crear una creación limitada y autónoma, sin intervenir en ella más que a través de nuestros corazones.

Esa es la dosis de escándalo que, a mi modo de ver, no puede ser eliminada del mal. De lo contrario, el ser más identificado con el Ser de Dios no habría podido decir: “Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Dios, que es el Antimal, tolera por tanto el mal pero quiere luchar contra el mal a través de nosotros. Siempre que hablo de esto recuerdo el comentario de J. P. Sartre al cura con el que coincidió en el campo de concentración: lo que más me gusta del Dios cristiano es que ha permitido una creación con libertad y que funcione mal, a una creación fascista y sin libertad donde todo funciona perfectamente.

4. Finalmente, en la medida en que hablemos de Dios desde Jesús y no desde una religiosidad general (que es lo que más hemos hecho hasta ahora), podremos entender que la palabra “culto” (tan usada) sobra prácticamente en el lenguaje cristiano sobre Dios.

A Dios no podemos darle más culto que el del amor fraterno entre nosotros. El resto de nuestra relación con Dios no es para darle sino para pedirle; que nos llene de Él, que cumplamos Su voluntad, que nos dé su Espíritu… Porque Dios es tan respetuoso de nuestra libertad que para darnos todo lo que quiere darnos, espera a que se lo pidamos. Esto ya lo había intuido el lenguaje del Primer Testamento (recordemos: “misericordia quiero y no sacrificio”; o “el ayuno que yo quiero es que partas tu pan con el hambriento”)[1]. Pero la lucha por el monoteísmo y la necesidad de evitar los “lugares altos” de culto a otros dioses, fue haciendo concentrar la presencia de Dios en lugares únicos, y para ello facilitó in desarrollo del culto.

Y aquí es donde un catolicismo conservador encontró otra escapatoria: el culto que sí podemos darle a Dios es precisamente la misa, que tiene un valor infinito. Y todos venga a cantar: “te ofrecemos, Señor, este santo sacrificio”, para luego quedarnos con esa mentalidad de que: ya le hemos dado a Dios lo suyo; ahora “vamos a lo nuestro”. De este modo, el lenguaje de santo sacrificio se convertía en una especie de “Corbán” (Mc 7,11), que nos permite quedarnos con lo que debemos a los demás.

Entre los teólogos se ha discutido mucho si la Eucaristía era un “sacrificio”.  Ratzinger, que cuando quería sabía matizar, dio una respuesta positiva pero tan matizada y analógica que evitaba esa mentalidad cúltica [2]. La eucaristía es ante todo una comida fraterna y esperanzada: actualiza sacramentalmente la última Cena de Jesús y los gestos que puso en aquella comida. Los primeros cristianos celebraban la eucaristía en medio de una cena; y cuando Pablo habla de ella no se preocupa de si están de rodillas o si comulgan en la mano, sino de que se rompe la fraternidad porque “unos pasan hambre y otros están hartos” (1 Cor 11, 21).

Por supuesto, la masificación contribuyó a que se perdiera el carácter de comida fraterna que solo puede percibirse en un grupo reducido. Y facilitó así el paso de memorial de la Cena del Señor a mero acto de culto, o de “lo fraterno” a “lo religioso”. Por eso conviene repetir una vez más que religiosidad y fraternidad son cristianamente inseparables: una religiosidad sin fraternidad es manca y coja; una fraternidad sin religiosidad carece de pleno fundamento. Y en la escena del juicio final se habla de que tuve hambre y Me disteis de comer, o estaba enfermo y Me visitasteis…, pero no se dice que estaba en el templo y vinisteis a darme culto, o a ofrecer un santo sacrificio.

¿Nos gusta a nosotros un Dios así? “That is the question” que diría Hamlet.

[1] El primer texto es de Oseas (6, 6) y el segundo de Isaías (58, 5ss). Pero fijémonos que entre sacrificio y penitencia se recoge todo lo que cabe en la palabra culto.

[2] Ver Concilium 24 (1976) p. 25: para Ratzinger culto cristiano no consiste en darle algo a Dios una y otra vez, sino en aceptar la obra salvífica de Cristo realizada de una vez para siempre. Y en otro lugar: el fin de la liturgia no es procurarnos un marco bello para el recogimiento, sino introducirnos en el “nosotros” de hijos de Dios (El nuevo pueblo de Dios, Herder 1972, 41-43).

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