Una buena homilía de Navidad
En un contexto saturado de mensajes rápidos y superficiales, cobra especial valor una predicación que no se limite a repetir tópicos ni a tranquilizar conciencias de forma automática, sino que sea capaz de enseñar, de interpelar y de ofrecer claves para leer la vida desde el Evangelio.
La Navidad es, también, tiempo de buenas homilías. O al menos debería serlo. En medio del ruido constante, de las prisas, de las comidas, de los encuentros familiares y de los compromisos sociales que se multiplican en estos días, se agradece encontrar palabras que ayuden a detenerse y a pensar. Palabras que permitan comprender qué estamos celebrando realmente y que no pasen de largo sobre el sentido profundo de estas fechas.
En un contexto saturado de mensajes rápidos y superficiales, cobra especial valor una predicación que no se limite a repetir tópicos ni a tranquilizar conciencias de forma automática, sino que sea capaz de enseñar, de interpelar y de ofrecer claves para leer la vida desde el Evangelio. Buenas homilías que conecten la fe con la realidad cotidiana, con lo que viven las personas en su día a día, y que ayuden a situar la celebración de la Navidad en su verdadero centro, más allá del consumo y de la costumbre.
Porque uno de los grandes riesgos de estas fechas es celebrar la Navidad como si Dios no estuviera presente. Se celebra, sí; se comparte mesa, se intercambian regalos y se mantienen tradiciones. Pero muchas veces el protagonista queda relegado a un segundo plano. Y entonces la Navidad corre el peligro de convertirse en una fiesta vacía, llena de gestos, pero desprovista de significado.
Dicho de forma sencilla: nadie celebra un cumpleaños sin la persona que cumple años. Nadie entendería una fiesta en la que el homenajeado no estuviera sentado a la mesa. Sin embargo, algo parecido ocurre cuando la Navidad se reduce a un acontecimiento social desligado de su origen. Sin Dios, la Navidad pierde su razón de ser.
La raíz de todo esto es profundamente humana. El hombre es incapaz de levantarse por sí mismo a causa de su propio pecado, de sus límites y de sus contradicciones. No puede salvarse solo. Y es precisamente ahí donde irrumpe la Navidad como una auténtica fiesta de salvación: Dios eleva al hombre a la categoría de hijo de Dios. No lo hace desde fuera, ni desde arriba, sino entrando en nuestra historia.
La Navidad no anuncia una alegría superficial ni impuesta. Dios nos ofrece una alegría cristiana, muy distinta de la alegría mundana que el consumismo pretende imponer. Es la alegría de saber que Dios es verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros, que no se queda al margen de nuestra vida, sino que viene a salvarnos desde dentro, compartiendo nuestra condición, nuestras fragilidades y nuestras heridas.
Dios se encarna para redimirnos desde dentro de la historia, desde dentro de la carne, desde dentro de la vida concreta. Dios quiere entrar en nuestra vida, no como un espectador, sino como alguien que acompaña, sostiene y transforma. Por eso resuenan con fuerza las palabras del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). Dios no irrumpe violentamente; espera una respuesta.
Y esa respuesta, nos recuerda el Evangelio, es fe y conversión. Fe para confiar, incluso cuando no se entiende todo. Conversión para dejarle espacio, para permitirle entrar y cambiar aquello que necesita ser sanado. Sin esta respuesta personal, la Navidad corre el riesgo de quedarse en una celebración externa, sin calado interior.
Esta verdad teológica se vuelve carne y rostro concreto en los relatos del Evangelio. El Evangelio según san Lucas nos presenta a María que, estando ya embarazada, se pone en camino para visitar a su prima Isabel, que también espera un hijo. María no se repliega sobre sí misma ni se esconde; sale al encuentro, acompaña y sirve. Permanece con Isabel unos tres meses. Su fe no es pasiva ni intimista, sino una fe que se pone en movimiento y se traduce en gestos concretos.
Cuando María regresa a su casa, el relato evangélico no oculta el conflicto. José se encuentra ante una situación humana durísima. María está encinta y el hijo no es suyo. La ley le permitía denunciarla, con consecuencias trágicas. Sin embargo, decide no hacerlo, actuar con justicia y misericordia. Confía incluso cuando no entiende. Aquí el Evangelio ofrece una enseñanza esencial: la fe no siempre consiste en comprenderlo todo, sino en fiarse.
Dios confirma esa confianza cuando el ángel se aparece a José y le encomienda una misión clara: acoger a María y cuidar de Jesús. José acepta sin condiciones. Asume una vida que no había planeado, marcada por la inseguridad y la responsabilidad. Y pronto esa inseguridad se convierte en una amenaza real: Herodes quiere matar al niño.
La respuesta es clara y contundente: la huida a Egipto. La Sagrada Familia abandona su tierra y se convierte en una familia desplazada, migrante y vulnerable. La Navidad comienza con una familia refugiada. Dios nace sin seguridades, sin poder y sin protección, compartiendo la suerte de quienes se ven obligados a huir para salvar la vida.
Por eso se agradecen tanto las homilías que no tranquilizan conciencias, sino que ayudan a pensar y a situarse. Homilías preparadas, pensadas, rezadas. Homilías que unen Evangelio y vida.
Este rasgo del Evangelio interpela directamente a nuestro presente. Hoy seguimos viendo personas inmigrantes desalojadas, familias que pierden incluso el refugio precario que tenían, como ha ocurrido recientemente en Badalona y en otros lugares. Seguimos asistiendo a guerras que expulsan a millones de personas de sus hogares, y a cristianos perseguidos por su fe, obligados a vivir con miedo o a abandonar sus comunidades. Todo esto no es ajeno a la Navidad; forma parte de su verdad más profunda.
Celebrar la Navidad ignorando estas realidades es vaciarla de contenido. Dios no nace al margen del sufrimiento humano; nace dentro de él. Y una buena homilía de Navidad no esquiva esta tensión, sino que la asume y la ilumina desde el Evangelio, ayudando a mirar la realidad con más verdad, más compasión y más responsabilidad.
Por eso se agradecen tanto las homilías que no tranquilizan conciencias, sino que ayudan a pensar y a situarse. Homilías preparadas, pensadas, rezadas. Homilías que unen Evangelio y vida.
En este contexto, merece un reconocimiento especial el padre Alejandro Soler. En su manera de vivir el sacerdocio destaca su deseo de conocer la realidad del barrio, de escuchar y de estar presente. No pretende ser solo el cura de los que van a misa habitualmente, sino el cura de todos. Es un hombre trabajador, cercano, atento a las necesidades reales de sus diocesanos. Y esa cercanía se nota en su predicación: cuando uno conoce la realidad, no habla en el vacío.
En él resuenan las palabras de Jesús: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas» (Jn 10,11). Dar la vida no siempre implica grandes gestos; muchas veces significa estar, escuchar y acompañar.
Por eso, cuando uno se encuentra con una buena homilía de Navidad, no solo recibe una explicación del Evangelio. Recibe una invitación a dejar que Dios entre en su vida. Y eso, hoy, es uno de los mayores motivos de gozo y esperanza.