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León XIV y la posibilidad de la paz: una denuncia necesaria y arrinconada

Allí donde alguien se atreve a interrumpir la lógica de la violencia y a elegir el bien común, la paz del Resucitado vuelve a atravesar puertas cerradas

León XIV en la Jornada Mundial de la Paz

(Vatican News).- El mensaje del Papa León XIV para la Jornada Mundial de la Paz 2026 parte de una denuncia necesaria: vivimos en un tiempo marcado por conflictos persistentes, una escalada armamentista global y la normalización de un lenguaje bélico que impone el miedo como eje de la vida social. Sin embargo, la paz cristiana brota precisamente allí donde la vida ha sido herida por la violencia o el fracaso, siempre que alguien se resista a renunciar a la construcción del bien común.

Desde esta mirada, el Papa asume con lucidez una clave fundamental: la paz de Cristo resucitado es desarmada y desarmante. Es desarmada porque no se apoya en la coacción ni en la amenaza, sino en la entrega radical; y es desarmante porque desactiva las lógicas que absolutizan el poder, el miedo y la desesperanza. Lejos de ser una propuesta ingenua, se trata de un realismo evangélico capaz de denunciar con firmeza el pecado estructural y las condiciones socioeconómicas y políticas que lo sostienen.

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Para el cristiano, por tanto, la paz no es un concepto lejano ni un ideal abstracto. Antes que una meta, es una presencia. Las palabras del Resucitado —«La paz esté con ustedes»— no expresan un simple deseo, sino la inauguración de una realidad nueva que se nos encomienda construir. Por ello, no podemos renunciar a nuestra voz profética ante el escándalo de la realidad, ni refugiarnos en falsas burbujas que nos aíslen. Estamos llamados a transformar el mundo desde una lógica profundamente humanizadora.

Ante este escenario, emerge con fuerza la pregunta teológica y pastoral de fondo: ¿qué comprensión de lo humano sostiene nuestras decisiones? San Agustín exhortaba a los creyentes a entablar una amistad profunda con la paz, custodiándola en lo más íntimo del corazón para poder irradiarla hacia el exterior. No se trata de una disposición intimista o pasiva, sino de una forma de habitar el mundo y la política. Cuando la paz no se experimenta como un don que se recibe, se custodia y se transmite, termina siendo reemplazada por la lógica de la agresión, degradando tanto la vida personal como la convivencia sociopolítica.

Hoy la seguridad ya no se fundamenta en la justicia, el derecho o la confianza, sino en el equilibrio del miedo

El mensaje del Papa León XIV señala con claridad un desplazamiento peligroso: hoy la seguridad ya no se fundamenta en la justicia, el derecho o la confianza, sino en el equilibrio del miedo. La disuasión —especialmente la nuclear— se ha convertido en el símbolo de una racionalidad profundamente irracional que mantiene a la humanidad bajo una amenaza permanente. No es casual que, a la par del incremento del gasto militar, se promuevan políticas comunicacionales que naturalizan la guerra y presentan el rearme como la única respuesta posible. El Papa advierte, además, sobre el riesgo de convertir la fe en un arma: bendecir nacionalismos o justificar la violencia en nombre de la religión no solo traiciona el Evangelio, sino que profana el nombre de Dios.

En este contexto, la paz desarmada de Cristo emerge como una provocación que es desarmante. De este modo, Jesús se revela como el paradigma de lo humano, no porque ignore el conflicto, sino porque se niega a reproducir sus lógicas de muerte. Al no responder a la violencia con una violencia mayor, su camino desconcertó a unos discípulos que esperaban un mesianismo de fuerza. En su tiempo, mientras las mayorías eran excluidas y explotadas por sistemas de poder que legitimaban la opresión en nombre de Dios, Jesús inauguró una forma distinta de autoridad y les estaba revelando un rostro de lo divino radicalmente distinto: el de un Dios cuyo poder se manifiesta al sentarse a la mesa con excluidos y víctimas. Su fe le impedía justificar lo injustificable o disimular la injusticia. Se hizo itinerante con los pobres y compasivo con los que sufren, convencido de que una paz duradera se construye desde el contacto cotidiano con los más vulnerables de la historia.

En muchos países, hoy parece regresar la pax romana que se imponía mediante el control, la dominación y un sistema jurídico que protegía a los suyos y castigaba con dureza a quienes se oponían. Era una paz aparente que exigía sumisión para poder sobrevivir, generando dinámicas de complicidad, indolencia e indiferencia frente al sufrimiento de la mayoría. En contraste, Jesús proclamó que no habrá paz sin justicia y declaró bienaventurados no a los vencedores, sino a «los que trabajan por la paz» y a «los perseguidos por causa de la justicia». Su mensaje era claro: solo quienes se hacen constructores de la paz social pueden abrir caminos de humanización y encontrar a Dios, porque ven con claridad qué produce vida o muerte, qué humaniza o deshumaniza, por donde pasa Dios hoy o no.

El Evangelio de Lucas también presenta esta paz desarmada, que glorifica a Dios precisamente porque humaniza la vida: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres». No existe auténtica alabanza a Dios sin un compromiso efectivo por una paz justa y duradera en el mundo. No estamos ante un irenismo ingenuo, sino ante una paz con consecuencias: una que obliga a tomar posición frente al mal en la historia y rompe con el silencio cómplice. Así, se revela el rostro de un Dios que está siempre junto a la víctima y nunca del lado del victimario. 

Desde una perspectiva pastoral, todo esto nos llama a recuperar la dimensión comunitaria de la paz. El Papa habla de «casas de paz»: espacios donde se desactiva la hostilidad mediante el diálogo, se practica la justicia y se generan condiciones para el perdón. A la vez, esta labor local debe ir acompañada de una acción global. Por ello, también insiste en revitalizar la diplomacia y el derecho internacional, hoy debilitados por la lógica del poder unilateral. La paz desarmante no es la antipolítica, sino una forma superior de habitar la política. Requiere liderazgos capaces de mirar más allá del corto plazo, que resistan la presión de los intereses económicos de la guerra y apuesten por el diálogo y la mediación. En última instancia, nuestra tarea es comunicar que no todo está perdido y que la injusticia no tiene la última palabra. Es un llamado a actuar bajo el criterio de la responsabilidad compartida, porque la ausencia de paz nos afecta a todos, creyentes y no creyentes, Iglesia y sociedad civil, como una única comunidad humana.

En este horizonte, la paz desarmada y desarmante se convierte en criterio para discernir nuestro modo de vivir, hablar y relacionarnos. Cuando dejamos de asombrarnos ante la injusticia, cuando normalizamos el descarte o cuando la indolencia se vuelve ley de supervivencia, corremos el riesgo de convertirnos en cómplices anónimos. Por ello, esta paz nos invita a elegir un modo humanizador de habitar el mundo y la política. Uno que no absolutiza lo propio y se cierra en una burbuja, reconociendo que, mientras persista el pecado estructural, nadie es intocable. Sin embargo, allí donde alguien se atreve a interrumpir la lógica de la violencia y a elegir el bien común, la paz del Resucitado vuelve a atravesar puertas cerradas. Es esa paz la que construye puentes y abre sendas nuevas, creando condiciones de posibilidad para que todos y todas tengamos posibilidades de una vida bienaventurada en el aquí y en el ahora de nuestra historia.

Camino

*Teólogo laico venezolano. Perito del Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño, Asesor de la Confederación Latinoamericana de Religiosos/as, y Perito de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los obispos. Profesor de Eclesiología y Teología Latinoamericana en Universidades de América Latina y América del Norte.

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