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Navidad es Dios entre iguales y ruptura de las asimetrías "debidas"

La vulnerabilidad compartida de Dios

La Navidad es más que el simbolismo piadoso burgués. Es esencialmente un escándalo teológico: el Dios trascendente traspasa su distancia de la humanidad. No se encarna para reforzar la asimetría entre lo divino y lo humano, sino para desactivarla desde dentro. "Una religión que necesita siervos no ha comprendido al Dios de Jesús".

En la Navidad Dios no se revela en la superioridad, sino en la vulnerabilidad compartida. “No se aferró a su igualdad con Dios, sino que se vació de sí mismo”. La kénosis no es una excepción momentánea; es la forma de ser de Dios. “Dios no es más divino cuanto más distante, sino cuanto más capaz de sufrir con el mundo” (Moltmann).

Jesús habla de amistad y subvierte la lógica de subordinación religiosa. No niega la trascendencia divina; la revela desde la igualdad ofrecida, no desde la dominación. La Navidad es la Gracia de una igualdad nueva que el “mundo” no conoce, fermento provocador de todas las desigualdades indignantes que permean las construcciones humanas.

La Navidad no es un paréntesis emocional. Es una revolución silenciosa que desarma todas las asimetrías: entre Dios y el ser humano, entre autoridad y servicio, entre lo sagrado y lo cotidiano. En el pesebre no hay tronos ni castas ni privilegios. Solo vulnerabilidad compartida.

Navidad en los pesebres de hoy | P&P

Introducción: Dios renuncia a la distancia y nos regala una igualdad que no conocíamos.

La Navidad no es un episodio piadoso ni un recurso simbólico para suavizar el invierno espiritual de las sociedades. Es, en su núcleo más radical, un escándalo teológico: el Dios trascendente decide abolir la distancia que lo separaba de la humanidad. No se encarna para reforzar la asimetría entre lo divino y lo humano, sino para desactivarla desde dentro.

En el misterio del pesebre, Jesús no confirma jerarquías; las pone en crisis y proclama la igualdad de Dios con los pobres al elegir nacer, vivir y morir entre ellos. La Navidad es el acto más “antisistema” de la historia porque un Dios de tanta Misericordia se zambulló junto a los descartados de todos los sistemas humanos e hizo de ellos un Pueblo de Bienaventurados que “ni el ojo vio ni el oído oyó” (1 Cor 2,9).

En Jesús, Dios no se coloca “por encima”, sino “al lado”. No se reserva un estatuto sagrado inaccesible, sino que asume la fragilidad de la carne, el tiempo, la dependencia y la vulnerabilidad. Como recuerda el papa Francisco, “Dios no vino a salvarnos desde arriba, sino caminando con nosotros” (Fratelli Tutti, 277). La Navidad, entonces, no es solo la cercanía de Dios, sino la redefinición radical de toda relación de poder, economía y sacralidad.


I. La Encarnación es subversión de las asimetrías divinas y humanas

Durante siglos, buena parte de la religión —también la cristiana— se estructuró sobre una lógica de asimetría sacral: Dios arriba, el ser humano abajo; lo sagrado separado de lo profano; mediadores elevados sobre un pueblo sumiso y dependiente. Esta estructura no es solo teológica: es política, simbólica y cultural. Y ha sido reproducida, protegida y sacralizada por una casta clerical que se presentó como depositaria de una superioridad usurpada transitivamente a la superioridad divina.

La Navidad rompe este esquema. El himno cristológico de Filipenses lo expresa con claridad: Cristo “no consideró como presa aferrarse a su igualdad con Dios, sino que se vació de sí mismo” (Flp 2,6-7). La kénosis no es una excepción momentánea; es la forma de ser de Dios. “Dios no es más divino cuanto más distante, sino cuanto más capaz de sufrir con el mundo” (Jürgen Moltmann, El Dios crucificado, 1972). Jesús es compañía de los angustiados de este mundo con quienes comparte palabra y pan, como en Emaús.

En este sentido, la Encarnación no viene para legitimar otra religión de intermediarios privilegiados, sino una nueva realidad de servidores y amigos. Cuestiona el fundamento del poder calcado de las superioridades de este mundo. Si Dios ha querido hablar directamente en la carne humana, ¿qué justificación tienen las aparatosas estructuras eclesiásticas que levantan muros sacralizantes? Leonardo Boff lo explica mejor: “Cuando la Iglesia se organiza como poder sagrado separado, traiciona al Dios que nació fuera del sistema” (Iglesia: carisma y poder, 1981).


II. “No los llamo siervos, sino amigos”: la amistad como revolución estructural

La afirmación de Jesús en el evangelio de Juan —“ya no los llamo siervos… los llamo amigos” (Jn 15,15)— es una de las declaraciones más revolucionarias del cristianismo. Jesús no redefine solo la relación con Dios; redefine la condición social del ser humano. El siervo obedece desde el cálculo, la distancia y el temor; ambiciona sentarse “a la derecha y a la izquierda” como los hijos del Zebedeo; en cambio, el amigo comparte la intimidad y la responsabilidad del mismo cáliz.

Aristóteles afirmaba que la amistad solo es posible entre iguales (Ética a Nicómaco, VIII). Si Jesús habla de amistad, está proponiendo una relación que rompe la lógica de subordinación sacral. No se trata de negar la trascendencia divina, sino descubrirla en su relacionarse desde la igualdad ofrecida, no desde la dominación. La Navidad es la Gracia de una igualdad nueva que el “mundo” no conoce, fermento provocador contra todas las desigualdades indignantes que permean las construcciones humanas, también las religiosas. Lo cantó la humana que llevó al Niño Dios en su carne: "derrota a los poderosos de sus tronos y enaltece a los humildes" (Lc 1,52).

Esta lógica ha sido sistemáticamente resistida por modelos religiosos basados en la obediencia, la infantilización espiritual y el control moral. Dorothee Sölle denunciaba que “una religión que necesita siervos no ha comprendido al Dios de Jesús” (Más allá de la mera obediencia, 1970). La Navidad confirma que Dios no busca súbditos, sino compañeros de camino.

Desde aquí se vuelve inevitable una crítica a disciplinas eclesiásticas que se presentan como signos deshumanizanates de superioridad sacral —como la discriminación de las mujeres o el celibato obligatorio— y que, lejos de transparentar el Evangelio, han producido daños humanos, afectivos y espirituales ampliamente documentados. No todo lo tradicional es evangélico; no todo lo sacralizado es santo. La Encarnación es criterio de discernimiento: lo que deshumaniza no viene de Dios. Jesús no pide que seamos “ángeles” sino acompañar nuestra humanidad.


III. Autoridad como servicio: Navidad contra el clericalismo

Si Dios se hace “igual”, toda autoridad que se legitime por la distancia pierde su fundamento. El clericalismo —que el papa Francisco llama“una perversión de la Iglesia”— no es solo un problema funcional; es una herejía práctica. Supone vivir como si Dios no se hubiera hecho hermano pobre para compartir el camino.

 “La verdadera autoridad es servicio” (Fratelli Tutti , 104) y ninguna forma de poder puede justificarse cristianamente si humilla, excluye o silencia. La Navidad desautoriza toda jerarquía que se conciba como superioridad ontológica o moral. Jesús nace sin privilegios, vive sin títulos y muere despojado de toda protección sagrada.

“Dios se revela no en quienes se creen cercanos a Él, sino en las víctimas que claman por vida” (Jon Sobrino, La fe en Jesucristo, 1999). Esto tiene consecuencias eclesiales ineludibles: una Iglesia fiel a la Navidad debe ser horizontal en su trato, misericordiosa en su lenguaje y sinodal en su estructura.

La sinodalidad no es una moda; es la traducción institucional de la Encarnación. Caminar juntos supone renunciar a toda pretensión de superioridad espiritual. Supone escuchar a quienes han sido históricamente subordinados: mujeres, laicos, personas heridas por abusos, sacerdotes casados, creyentes críticos, incluso quienes se han alejado con razón. Como escribió Dietrich Bonhoeffer desde la resistencia al nazismo: “Solo un Dios que sufre puede ayudarnos” (Cartas y papeles desde la prisión, 1951).


Conclusión: el pesebre como horizonte de humanidad

La Navidad no es un paréntesis emocional ni una estética devocional. Es una revolución silenciosa que desarma todas las asimetrías: entre Dios y el ser humano, entre autoridad y servicio, entre lo sagrado y lo cotidiano. En el pesebre no hay tronos, ni castas, ni privilegios. Solo vulnerabilidad compartida.

Por eso la Navidad incomoda a toda religión que necesite distancias para sobrevivir y a toda estructura que se legitime por la superioridad. El Dios hecho niño no pide sumisión, sino amistad; no exige temor, sino confianza; no impone jerarquías, sino fraternidad porque “Dios ha elegido madurar en el corazón humano”. (Rainer Maria Rilke)

Si la Iglesia quiere ser fiel a la Navidad, debe abandonar definitivamente toda sacralización del poder y toda espiritualidad de la desigualdad. Debe volver al humus de la humildad misericordiosa, donde la autoridad sirve y humaniza. Solo así el cristianismo dejará de ser una religión de siervos y volverá a ser —como quiso Jesús— una comunidad de amigos y amigas que caminan juntos hacia una humanidad reconciliada que cura, libera y comparte el pan.

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