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Cuerpo, norma y desigualdad: una herencia moral aún sin desentrañar

La Patrística, pese a su riqueza teológica, heredó en gran parte la visión del mundo mediterráneo, donde la mujer era considerada más débil, más pasional, más proclive a la tentación

parroquia

Las informaciones divulgadas recientemente sobre el caso de varios sacerdotes de Cataluña investigados por sus “opiniones doctrinales y su aplicación a la vida cristiana” han suscitado un debate que desborda con mucho la estricta actualidad. Según lo referido por algunos medios, cinco consagrados habrían sido llamados a declarar por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y un total de diecisiete sacerdotes estarían sometidos a procesos canónicos relacionados con un grupo que actuó entre 1977 y 2017. Conviene subrayar, no obstante, que los motivos precisos de estas actuaciones no han sido explicados públicamente, y cualquier reconstrucción de los hechos debe hacerse con extrema prudencia.

Entre las informaciones parciales que han trascendido, algunos testimonios mencionan que en la comunidad investigada se sostenía la idea de que “el sexo no es pecado”, aunque sin claridad sobre el contexto, los matices doctrinales, los límites o el sentido exacto de tal afirmación. No se sabe si se trataba de una reflexión teológica, de una orientación pastoral, de una práctica comunitaria o simplemente de una expresión incompleta tomada fuera de contexto. La ambigüedad de los datos obliga, por tanto, a una lectura contenida y a evitar conclusiones categóricas. Lo que sí revela el caso es la persistencia de una vieja tensión estructural en la Iglesia: la que se da entre su doctrina sexual tradicional y las diversas formas en que los creyentes han intentado vivir la corporeidad y el deseo. A lo largo de los siglos, esa tensión ha generado normas rígidas, desigualdades profundas y juicios morales desproporcionados.

La historia del cristianismo reconoce que la articulación moral del cuerpo estuvo marcada desde muy temprano por tradiciones ascéticas que desconfiaban del deseo, inspiradas tanto en corrientes estoicas como en la antropología dualista heredada del mundo grecorromano. De ahí surgió una visión donde el cuerpo era, frecuentemente, un ámbito de peligro espiritual, un terreno que exigía vigilancia constante y una disciplina severa. Los concilios locales, como el de Elvira (siglo IV), y los posteriores concilios hispano-romanos establecieron normas explícitas sobre la conducta sexual de clérigos y la regulación del adulterio, imponiendo penitencias prolongadas y exclusiones rituales que reflejaban una preocupación central: la vigilancia del cuerpo y de la moralidad sexual.

Con el paso de los siglos, esta desconfianza se institucionalizó en la moral de los manualistas, cuya influencia entre los siglos XVI y XX fue enorme. Los manuales de confesores describían con detalle minucioso todo acto sexual que debía confesarse, incluso con un grado de especificidad que hoy resulta difícil de justificar académicamente. Se compilaban listas de pecados, criterios milimétricos sobre “materias graves” y clasificaciones que reducían la sexualidad a una suerte de cartografía del riesgo moral. El clima cultural que generaron estos manuales dejó huellas muy profundas. En algunos seminarios y comunidades religiosas, por ejemplo, proliferaron prácticas destinadas a evitar cualquier contacto con el propio cuerpo. Ciertas crónicas antiguas relatan la escena casi inverosímil de jóvenes religiosos que, para meterse la camisa por dentro, utilizaban un palo para no tocar con sus propios dedos la zona de los genitales. Anécdotas como esta ilustran hasta qué punto el cuerpo era tratado como objeto de sospecha, y cuán interiorizado estaba el temor a cometer pecado por el simple roce físico involuntario.

La moral sexual cristiana también se desarrolló en un contexto cultural donde las relaciones de género eran profundamente asimétricas. La Patrística, pese a su riqueza teológica, heredó en gran parte la visión del mundo mediterráneo, donde la mujer era considerada más débil, más pasional, más proclive a la tentación. Padres de la Iglesia de enorme influencia formularon juicios que hoy resultarían inconcebibles: la mujer como puerta del diablo, como factor de distracción espiritual o como ser ontológicamente más cercano al desorden. Estas ideas, además de alimentar prejuicios perdurables, tuvieron efectos concretos sobre la disciplina moral. En la regulación del adulterio, por ejemplo, la asimetría era clara: las mujeres sufrían penas más severas, mientras que a los hombres se les concedían excepciones culturales —y hasta religiosas— derivadas de su estatus social. La desigualdad no era solo moral, sino jurídica y pastoral. El énfasis en la contención sexual se aplicó con especial dureza a las mujeres, consideradas guardianas de la pureza familiar y social. A ellas se les exigió un ideal de continencia, silencio y obediencia, mientras que los varones, aunque formalmente sujetos a las mismas normas, recibían históricamente un trato más indulgente.

Los sínodos diocesanos y provinciales, junto con concilios mayores como Trento (1545–1563), consolidaron estas prácticas en un marco jurídico y normativo más sistemático, regulando la confesión, la penitencia y la conducta de los clérigos. En la disciplina tridentina se insistía en la vigilancia de los seminarios, la formación moral de los futuros sacerdotes y la regulación de los actos sexuales considerados ilícitos, reforzando un patrón que vinculaba pecado, culpa y vigilancia institucionalizada. Más tarde, los manualistas del siglo XVII al XIX codificaron estas normas con un nivel de detalle casi obsesivo, aplicable a todas las formas de contacto corporal, pensamientos eróticos y actos conyugales, convirtiendo la moral sexual en una disciplina rígida y detallada, a menudo desvinculada de la experiencia afectiva y relacional de las personas.

Se compilaban listas de pecados, criterios milimétricos sobre “materias graves” y clasificaciones que reducían la sexualidad a una suerte de cartografía del riesgo moral.

Reconocer estos sesgos históricos no es debilitar la fe, sino señalar la necesidad de una reevaluación crítica de la normativa moral y pastoral, orientada a la dignidad humana y la igualdad.

El episodio catalán vuelve a traer a la superficie este sustrato histórico. No porque los sacerdotes investigados compartan necesariamente esa herencia —no hay datos suficientes para afirmarlo—, sino porque la propia reacción institucional revela que la sexualidad continúa siendo un terreno teológico altamente sensible, donde cualquier desviación percibida genera sospechas inmediatas. En ausencia de información completa, no se puede reconstruir lo sucedido ni atribuir motivaciones doctrinales concretas. Pero lo que sí se puede afirmar es que el caso reabre, una vez más, la pregunta fundamental: ¿hasta qué punto la tradición moral de la Iglesia ha estado condicionada por prejuicios sobre el cuerpo, por temores arraigados al deseo, y por desigualdades estructurales entre hombres y mujeres?

En definitiva, el caso de estos sacerdotes catalanes, aun con la falta de claridad sobre los hechos concretos, nos recuerda que la historia moral de la Iglesia está profundamente marcada por sus estructuras de autoridad y sus mecanismos normativos, desde los concilios locales y ecuménicos hasta los sínodos diocesanos y provinciales, que sistematizaron reglas sobre sexualidad, penitencia y jerarquía de género. La sexualidad y la dignidad de las personas, y especialmente de las mujeres, fueron reguladas a través de instrumentos canónicos y manuales de confesores, con un énfasis desproporcionado en la vigilancia del cuerpo y la moralidad sexual. Reconocer estos sesgos históricos no es debilitar la fe, sino señalar la necesidad de una reevaluación crítica de la normativa moral y pastoral, orientada a la dignidad humana y la igualdad. Solo abordando estas tensiones desde la perspectiva histórica y normativa de la Iglesia se podrá transformar un legado de culpa, represión y desigualdad en un marco más coherente de libertad, equidad y respeto por la vida afectiva y corporal de todos los creyentes.

El desafío actual consiste en reconciliar la tradición normativa de la Iglesia con los principios de justicia, igualdad y reconocimiento de la dignidad humana, evitando que los instrumentos de autoridad, concebidos originalmente para la disciplina, se conviertan en un mecanismo perpetuo de exclusión o temor. Solo mediante un examen histórico crítico, acompañado de una actualización ética responsable, será posible que la institución transforme un legado de represión y desigualdad en un horizonte de libertad, respeto y verdadera comprensión del cuerpo y la sexualidad dentro de la vida cristiana.

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