En un estudio realizado con estudiantes de EEUU sobre salud emocional, las tres principales palabras con las que han expresado sus sentimientos han sido cansado, estresado y aburrido. Como contraste, leo estas palabras de Vito Marcuso en su libro Questa Vita: “Hay momentos en la vida en los que aparecen la gratuidad y la belleza dándonos la posibilidad de participar, por medio de nuestro consentimiento, en la pasión por la vida: sentirse en casa en medio de la naturaleza, experimentar el calor humano de la amistad, vivir el arrebato de la armonía de una música, alegrarse internamente al ver nacer en un corazón joven la pasión por la cultura y la justicia, percibir la dulce armonía que invade la totalidad de la persona en presencia del verdadero amor…”
No creo que exista mejor terapia de choque frente a esos sentimientos de cansancio, estrés y aburrimiento, que esta actitud de vivir saboreando esos momentos que son la sal de la vida. El mundo es aún demasiado hermoso ante nuestros ojos siempre que no prefiramos ponernos las gafas de realidad virtual y seamos capaces de maravillarnos y sorprendernos ante el olor de un magnolio, las voces de unos niños que juegan con una cometa, la serenidad de un prado por la tarde. Necesitamos vacaciones precisamente para eso. Y también para dejar de hablar durante un tiempo de pactos políticos, de la llegada del 5G, de la promoción del último iPhone.
No hace falta viajar muy lejos ni visitar lugares exóticos: “el Reino de Dios está dentro de vosotros”, decía Jesús. Vamos a darnos la oportunidad de conectar con él.
La parábola del hombre del granero está cargada de humor negro: Jesús cuenta la historia de un hombre que tuvo una gran cosecha (o se apañó un retiro millonario) y se puso a echar cálculos: “¿Qué puedo hacer? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros mayores para meter mi trigo y mis posesiones (o conseguiré un ERE) y después me diré: Amigo, tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta (y búscate un paraíso fiscal…). Pero Dios le dijo: ¡Necio!, esta noche te reclamarán la vida (estás al borde del infarto…). Lo que has guardado ¿para quién será? (se lo va a llevar Hacienda…)” (Lc 12,16-21). Es curioso que el reproche merecido no sea de índole moral sino intelectual: más que como un sinvergüenza, aparece sencillamente como un imbécil.
Aquellos graneros son el símbolo de ese modo de vivir que tan bien conocemos: hay que defender “el grano” de lo que poseemos de cualquier tipo que sea y, para eso, hay que levantar muros protectores que lo pongan a salvo. Si no estamos con cien ojos, nos comportaremos como clones del personaje de la parábola y su modelo granero: “Ya sé lo que hacer” , repetimos como él, “blindaré los accesos a “mi grano”, que ya está bien de tanta solidaridad; protegeré mi sensibilidad y cambiaré de canal en cuanto empiecen esos documentales espantosos de hambrunas o de mares llenos de plásticos; buscaré los informativos que refuercen mis convicciones: “a los que piden en las calles los ponía yo a asfaltar carreteras”; “dicen que hay muchos parados, sí, pero luego no encuentras un fontanero…”; “yo no soy racista, pero que no venga ni un moro más…” Y además ya lo dice en la primera lectura de hoy el Qohelet ese, que era listísimo: “Hay quien se desloma a trabajar y luego el que se aprovecha es el que no ha dado ni golpe”…
Lo que ocurre es que, aunque estemos en Agosto y lejos de la Navidad, la memoria nos trae inevitablemente y como contraste esa otra manera de vivir que podemos llamar modelo pesebre: sin puertas, sin alarmas, sin defensas, abierto a cualquiera que quiera acercarse y llevarse el “puñadito de grano” que descansa sobre él. Es la otra manera de vivir inaugurada por Jesús que intenta seducirnos con su estilo alternativo. Hay que reconocer que él llevaba ventaja: nacer en un establo en vez de en una casa como Dios manda, lo marcó para siempre y con poco remedio. Y es que como te descuides en la elección de relaciones y se te arrimen peones agropecuarios no cualificados, ya no te vas a quitar nunca de encima a esa gente: te rodearán, te empujarán y te incordiarán a todas horas: “Tengo a mi hijo endemoniado con el paro”. “No tienen vino ni papeles tampoco”. “No soy digno de que entres en mi casa, que tengo alquiladas todas las habitaciones para pagar la hipoteca”. “Señor, que vea cómo llegar a fin de mes”; “Aumenta mi fe que todos mis amigos son de izquierdas y no entienden que yo sea creyente”; “Señor, socórreme, que aún no me he repuesto de los escándalos de pederastia…” Y detrás de todo eso, un deseo desvalido y acuciante: si rozaras mi vida, si me hablaras, si te sintiera cerca, si me dijeras por qué vale la pena vivir…
Y él ahí, entonces y ahora, tan expuesto como un pan que se parte. Acogiendo todos los gritos y todas las lágrimas de un gentío abatido y derrotado: “Ánimo, no tengas miedo, yo no te condeno, vente conmigo, tus pecados te son perdonados, levántate, sal fuera, vete en paz. Mi vida es para vosotros: tomad, comed…”
No sabemos ser como él, pero si su existencia nos sigue deslumbrando, podemos escuchar hoy la recomendación de Pablo: Buscad los bienes de allá arriba… O, por seguir en la onda del humor negro de la parábola, apuntarnos al “magisterio de los cuervos” (¿se acuerdan de aquellos de la película terrorífica “Los pájaros”?): “Mirad a los cuervos- decía Jesús-: no siembran ni siegan, ni tienen despensas ni graneros, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros!” (Lc 12,24).
Así que podemos pegar un posit en el espejo del cuarto baño para poder recordar al levantarnos: “Valgo mucho más que un cuervo”. Piense lo que piense Hitchcock.