Los papiros egipcios y el carácter de la lengua del Nuevo Testamento. Egipto y el cristianismo primitivo (II)


Hoy escribe Antonio Piñero:

La segunda gran aportación de Egipto al cristianismo primitivo es habernos proporcionado, gracias a la sequedad de su clima, una cantidad notable de papiros con un texto de diversos libros del Nuevo Testamento, por lo general anterior al de los grandes manuscritos del siglo IV d.C.

Como es sabido, el Nuevo Testamento, tal como hoy lo tenemos en el canon de Escrituras Sagradas del cristianismo, ha sido compuesto totalmente en griego. Es cierto que gran parte de la tradición primitiva sobre Jesús pudo transmitirse en arameo, pero es sumamente probable que fuera traducida inmediatamente al griego. Y esto por dos razones: en primer lugar porque muchos judíos de la Diáspora, radicados en Jerusalén e interesados curiosamente en ese nuevo grupo judío que afirmaba que el mesías ya había venido, hablaba casi exclusivamente griego, y en segundo, porque -según los Hechos de los Apóstoles- el afán misionero se extendió muy deprisa por la comunidad cristiana naciente y ello implicaba predicar en griego.

La tradición, por medio de Papías, obispo de Hierápolis hacia el 150, (en un fragmento de su obra Explicaciones de los dichos del Señor, de la que el historiador cristiano Eusebio de Cesarea nos ha conservado ciertos fragmentos), nos dice que Mateo, cuyo evangelio encabeza nuestras ediciones del Nuevo Testamento, compuso su evangelio en arameo y que cada uno lo traducía a la lengua común, la helénica, como podía.

Sin embargo, o bien esta primitiva versión se perdió en absoluto, o bien la obra que hoy conocemos como primer evangelio llamamos de Mateo no es una traducción de este presunto original arameo. ¿Por qué? Por la contundente razón de que el escrito que hoy lleva el nombre de Mateo es palpable que ha sido compuesto originalmente en griego y no en arameo. Las pruebas filológicas de ello son:

· No es obra de un testigo presencial: utiliza entre otras fuentes el evangelio de Marcos, anterior a él y redactado en griego; emplea también la llamada fuente "Q", también compuesta o traducida al griego muy tempranamente.

· Utiliza, aunque no siempre, una Biblia -lo que hoy llamamos Antiguo Testamento- en griego.

· Hace juegos de palabras sólo posibles en griego.

Igualmente, el resto de los escritos del Nuevo Testamento -salvo quizás, y esto es muy discutido, ciertas partes del Apocalipsis que parecen tener un original hebreo o arameo que el autor final remodeló en griego- ha sido escrito también en griego. Pero cualquiera que conociendo medianamente bien esta lengua efectúe una comparación entre este tipo de griego neotestamentario -lleno de giros de sabor semitizante cuando no de frases que parecen traducidas mecánicamente del hebreo del Antiguo Testamento- y el de los escritores de la Grecia clásica percibe enormes diferencias. A veces parecen casi dos lenguas distintas: una hablada por un nativo; otra, hablada por un extranjero.

Ya desde antiguo, ciertamente en escritos del siglo XVII, los comentaristas del Nuevo Testamento, al tratar esta cuestión y buscar razones del porqué, se habían dividido en dos bandos. Uno, llamado el de los "puristas", sostenía que las peculiaridades semitizantes de este tipo de griego eran muy escasas y que podía bien mantenerse la tesis de que su calidad era más o menos la misma que la de la lengua del resto de los escritores de la Hélade.

Y otro bando, el de los "semitizantes", mantenía que el tipo de lengua común en la versión griega del Antiguo Testamento y también el de muchos pasajes evangélicos, era algo especial. O bien una traducción muy literal del hebreo o arameo, o bien una especie de "dialecto judeo-griego" hablado por judíos cuya lengua materna era el arameo, que conocían bien el Antiguo Testamento hebreo y que se expresaban mal en la lengua común del Imperio romano oriental.

A finales del s. XIX se llegó a publicar en Gotha, Alemania, un léxico/diccionario del Nuevo Testamento, en cuyo prólogo H. Cremer, su autor, llegaba nada menos a sostener que la lengua del corpus cristiano, “vehículo de tan maravillosas revelaciones de lo Alto”, era un lenguaje especialmente formada por el Espíritu Santo para este fin. Con otras palabras, el griego del Nuevo Testamento era una creación lingüística de la divinidad. Con ello -se pensaba- quedaba consagrado el carácter especial y sagrado de este tipo de lengua que rompía los moldes de la historia. Con otras palabras: al carácter numinoso de la revelación correspondía una lengua divina igualmente sacra.

Y puede decirse que hasta la publicación masiva de los papiros literarios egipcios en lengua griega a mediados del s. XIX esta cuestión estaba en un punto muerto. Pero, de repente, esta perspectiva cambió. Fue un profesor de Nuevo Testamento de Marburgo, Alemania, llamado Adolf Deissmann el que se encaminó por la línea correcta de una certera caracterización del “griego bíblico” al estudiar la lengua de los papiros que se estaban encontrando por cientos ya desde el siglo XVIII, y sobre todo en su época, el XIX, y compararla con la lengua de los autores del Nuevo Testamento.

En su biblioteca se habían ido acumulando ya las primeras colecciones de estos papiros que las secas arenas de Egipto iban prodigando, y era ya posible estudiarlos cómodamente ya que se publicaban con cierta rapidez. Fue grande la sorpresa de Deissmann al observar que bastantes vocablos considerados hasta el momento como "voces solum biblicae" (“palabras propias sólo de la Biblia”) se hallaban en los papiros corrientemente. Incluso aparecían vocablos como "epíscopos" ("obispo"), o "agapé" ("caridad/amor"), en textos religiosos con un sentido muy parecido al que luego tendría en escritos cristianos, algo impensable, pues se opinaba que este sentido era peculiar de la lengua neotestamentaria.

Se lanzó entonces el profesor de Marburgo a una minuciosa comparación entre los dos corpora lingüísticos, el Nuevo Testamento y los papiros, y de esta investigación nació un libro famoso, Licht vom Osten, (“Luz desde el Oriente”) publicado en 1895.

Deissmann se centraba sólo en cuestiones de vocabulario, pero la semejanza entre el léxico de los papiros y el del Nuevo Testamento era tan sorprendente que de un golpe quedaba reducido a la mínima expresión el famoso elenco de "voces solum biblicae" que sustentaba la para muchos agradable teoría del griego neotestamentario como lengua griega con un talante extraño, creada expresamente por el Espíritu Santo.

Desde los trabajos de Deissman quedaba probado en una meridiana claridad que la lengua de los cristianos no era otra que la “koiné” o lengua común griega que se hablaba entre los estratos intermedios de la población, de una cultura intermedia también, es decir, no absolutamente iletrados, ni elevadamente cultos. Pero precisamente por esta condición, esta capa de población de cultura media, no había dejado prácticamente ninguna producción literaria que hubiera llegado hasta nosotros.

Precisamente los papiros egipcios, con su gran cantidad de cartas personales, contratos privados y otros documentos redactados por gentes de ese tipo de cultura mediana, que habían frecuentado la escuela imperial, pero no más, formaban el eslabón que nos faltaba para situar correctamente la lengua del Nuevo Testamento dentro de la historia de la lengua griega: los primeros misioneros cristianos se habían expresado, incluso al transmitir en griego las palabras de Jesús, en la lengua común del Imperio romano oriental, no en una lengua especial creada por el Espíritu Santo.

Por consiguiente: a partir de los estudios de los papiros egipcios y su comparación con el Nuevo Testamento sobre todo quedaba probado que no existía la “lengua especial del Espíritu Santo”, moldeada como vehículo de la revelación. Se trataba de la lengua absolutamente común, la koiné, hablada por todos y escrita por todos los que habían sido escolarizados, pero no tenían una formación literaria especial.

En algunos casos, como por ejemplo ciertos pasajes de la obra de Lucas en los Hechos de los Apóstoles, se trataba de prosa técnica o científica (historiagráfica, en este caso) igualmente comparable al de otros escritores técnicos de la época. La intuición sensacional de Adolf Deissmann al comparar el Nuevo Testamento con los papiros egipcios desdramatiza, pues, el vehículo lingüístico de la Revelación. De ningún modo se había ocupado Dios en crear una lengua especial, sino que dejó a sus siervos que utilizaran el lenguaje imperante en el momento.

Los trabajos de A. Deismmann, completados con otras dos obras Bibelstudien y Neue Bibelstudien (“Estudios Bíblicos” y “Nuevos estudios bíblicos”), de finales del siglo XIX y comienzos del XX, fueron rápidamente seguidos por otros dos no menos importantes. A. Thumb, profesor de lengua griega en Estrasburgo, y muy conocido por sus estudios de dialectología helénica, se encargó de la misma labor que Deissmann en el campo de la sintaxis, y J. H. Moulton, en su primer volumen, introductorio, publicado hacia 1910, de la mejor Gramática que tenemos de la lengua del Nuevo Testamento, ofrecía un vasto elenco de las semejanzas entre la lengua de los papiros y la del NT en todos los terrenos, especialmente el de la morfología.

Moulton reducía los semitismos de la lengua neotestamentaria al mínimo. La obra conjunta de Deissmann, Thumb y Moulton es ya prácticamente definitiva. Hoy puede haber estudiosos que insistan más o menos en el carácter semitizante de algunas parcelas de esta “koiné” o lengua griega común, sobre todo en los llamados "dichos del Señor" de los Evangelios, pero nadie discute ya el hallazgo fundamental: no hay lengua del Espíritu Santo. El estudio de los papiros egipcios ha demolido esta presunción.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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