El Adopcionismo. La controversia en los textos



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Carta de Alcuino a Elipando (1)

Recogemos en estas reflexiones la carta que Alcuino escribió al arzobispo de Toledo sobre los términos del debate adopcionista. Con ello pretendemos ilustrar uno de los aspectos de la controversia, el enfrentamiento de dos perspectivas, las particularidades que ofrecía la visión del problema desde allende los Pirineos y la diferencia de carácter de dos personalidades tan definidas. Alcuino escribió la carta en el momento más crítico del debate, probablemente en el 798. Elipando le respondió rápidamente con un talante airado, casi insolente. Daba por supuesto que era él quien tenía la razón y que los demás eran unos pobres descarriados. Alcuino esgrimía el argumento de autoridad desde una perspectiva opuesta. Lo expresa con rotunda claridad en el párrafo 11 de su carta: "La autoridad de los doctores de todo el mundo debe ser mayor que la de unos pocos en España" (Migne, PL 101, col. 242).

Sin embargo, Alcuino se dirige al prelado de Toledo no sólo con respeto sino con veneración. Envía su carta "al venerable y amado", "al Padre de quien se considera hijo en la paz eclesiástica" y "levita". Le llama "varón venerable", "santísimo prelado", "óptimo Padre". Hace alarde de humildad y pequeñez ante la grandeza de quien figura entre los "varones de nombre famoso y reconocida piedad". Se encomienda a las "sacrosantas oraciones y muchas preces de vuestra beatitud". Es así como discurre el parágrafo primero de la carta, con abundantes expresiones de afecto y consideración. Elipando es una muralla que no debe ceder a los ataques de sus enemigos. Es la ciudad puesta sobre el monte que no puede ocultarse a los ojos del mundo. Alcuino es un levita, un hijo, un suplicante que sabe de la autoridad del arzobispo de Toledo y de su peso en la balanza de la controversia.

Una vez captada la benevolencia de su interlocutor, aborda Alcuino el núcleo fundamental de su escrito. Suplica a Elipando que no admita palabras nuevas que contaminan la tradición de la doctrina cristiana. En particular, muestra su repugnancia incoercible hacia el término "adopción" en Cristo. Y presenta los cuatro pilares sobre los que se sustenta la verdadera doctrina: la autoridad evangélica, la dignidad apostólica, la santidad de los Padres y la unidad católica. Dicho con otras palabras, los cuatro argumentos que sirven para crear y justificar la ortodoxia: la Sagrada Escritura, los Apóstoles, los Santos Padres y la doctrina de la Iglesia universal.

Alcuino empieza a refutar la idea de la adopción partiendo de la afirmación de Félix: "Cristo es adoptivo por su asunción". Pues aunque la adopción es una especie de asunción, no toda asunción es adopción, lo que demuestra el de York aferrándose al verbo "asumir" en ejemplos de valor probativo más que dudoso. Cristo "asumió" (assumpsit) a Pedro como apóstol, lo que no hacía del "asumido" un hijo adoptivo. También el diablo de las tentaciones llevó (assumpsit) a Cristo hasta la ciudad santa, según Mt 4, 5, lo que demuestra con evidencia que "asunción" no es lo mismo que "adopción" (PL 101, cols. 236-237).

Sigue Alcuino con un argumento ad absurdum al preguntarse cuál de las personas de la Trinidad es la que adopta. Se responde diciendo que es el Hijo, porque él fue quien "asumió" al hombre y lo unió consigo para formar la única persona del Hijo de Dios. Pero si fueran así las cosas, habría en Dios una cuaternidad, porque el Hijo propio o natural y el adoptivo no pueden ser uno solo. Ahora bien, Cristo es un solo Hijo de Dios en dos naturalezas, cada una de las cuales conserva sus propiedades. Es decir, la persona de Cristo realiza unas actividades en cuanto hombre, otras en cuanto Dios. La Trinidad, en cambio, es una sola naturaleza y tres personas "iguales en la sustancia, la gloria, la esencia y la eternidad". Consiguientemente, en la Santísima Trinidad el Padre es alius (otro), como alius es el Hijo y alius el Espíritu Santo; pero no son aliud (otra cosa). Cristo, por el contrario, es aliud por la humanidad y aliud por la divinidad; pero no es alius y alius, sino una sola persona, verdadero Dios y verdadero hombre. Ya dijimos en otro contexto que estas expresiones y conceptos (alius y aliud) aparecen ya en el Concilio XVI de Toledo (a. 693). Cf. Denzinger, 296.

La argumentación de Alcuino podría ser, a nuestro parecer, perfectamente asumible por Elipando y otros adopcionistas, mientras no se ponga sobre la mesa de los debates la palabra fatídica "adopción". Los textos bíblicos recurridos son válidos, utilizables y utilizados por ambos bandos contendientes.

Algo parecido sucede con la materia tratada en el parágrafo siguiente. Alcuino parte nuevamente de unas palabras de Félix en las que se afirma que el hombre "Cristo nacido de la Virgen, no es Dios verdadero, sino nuncupativo", es decir, sólo de nombre. La presunta afirmación del obispo de Urgel era evidentemente herética. Pero una frase sacada de su contexto y posiblemente ajena al texto original y a su intención, no parece responder fielmente a la doctrina de los adopcionistas si no es con notables matizaciones. Está claro que para Alcuino y sus colegas se trata de una negación paladina de la divinidad de Cristo en cuanto hombre. Por consiguiente, procede a demostrar con textos bíblicos la divinidad de Cristo. Mezcla pasajes del NT y de los Salmos con la intención de probar lo que los adopcionistas no negaban: que Cristo era Dios. Y da por supuesto que Félix y los demás adopcionistas niegan ahora la divinidad de Cristo pero que lo habrán de reconocer como tal cuando venga a juzgar "desde su trono de majestad".

El párrafo 4 de la carta va también introducido por una cita de Félix, inspirada en Heb 4, 15: Cristo "es en todo igual a nosotros, salvo el hecho de que nació sin pecado" (PL, col. 238). Alcuino rebate la idea de Félix ponderando y subrayando los aspectos en los que es más fácilmente detectable la diferencia que nos distingue. Por ejemplo, la muerte de Cristo tiene valor de redentora, lo que la nuestra no tiene. Y recordando que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, mientras que nosotros no somos más que unos pobres pecadores, recapitula su punto de vista expresando cómo Cristo es "en muchas cosas semejante a nosotros, pero en muchas es diferente", lo que pretende ilustrar con el Salmo 44, 5.

Otra referencia a Félix es causa y ocasión de un nuevo argumento de Alcuino. Cristo recibió el bautismo de Juan sencillamente porque lo necesitó. Alcuino rechaza con razón esa afirmación porque Cristo -dice- es el único que nació de forma y en situación "como para no necesitar de un segundo nacimiento" (PL 101, col. 238). El bautismo de Juan no comportaba regeneración; era un gesto testimonial al que Cristo quiso someterse por humildad y por "concesión a la compasión". Algo parecido es lo que sucedió con su muerte. Cristo murió no porque tuviera algún delito que expiar. Recibió, por lo tanto, el bautismo y la muerte no por necesidad sino "por una voluntad misericordiosa". Alcuino termina el párrafo insistiendo en que muchas de las enseñanzas contenidas en las obras de Félix están en desacuerdo con la doctrina de los Padres y son ajenas a la ortodoxia.

A continuación, Alcuino recurre a la fibra sentimental. Confiesa que sólo le mueve la caridad y reitera su deseo de encomendarse a las oraciones de Elipando y a las de sus fieles. Reconoce que Félix lleva una vida digna de alabanza, pero añade que no es tan recomendable su doctrina. "No te fíes de las apariencias de su bondad", le dice. Y continúa con recomendaciones y consejos que no debieron de caer nada bien en el ánimo altivo del toledano. Por ejemplo, le recomienda poner la esperanza en Dios y suplicarle que le ayude a mantener firme la fe aceptada por todas las iglesias de Cristo. Le habla de conversión, de fe correcta, de no dejarse engañar por los que pueden desviarle del camino de la verdad. Recibirá de Dios una gran recompensa si convierte a los equivocados, si se somete a la verdad, lee las Escrituras y no se aferra pertinazmente a su propia opinión. Esta forma de hablar equivalía a llamar a Elipando equivocado y necesitado de una verdadera reforma en su doctrina para ponerse de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia universal.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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