Desventuras 1ª parte

El día arrancó aparentemente bien. En Legía se duerme a pierna suelta, sin ruidos; esta vez me alojaron en casa de Carla, en un cuarto que es botica, y descansé rodeado de medicamentos (Dios mío, ¿estoy enfermo?). Desayuno rico a base de tamales y cecina recién hechos, el sol arriba, respirar hondo ante una bonita jornada de montaña. Pero al llegar al puente para recoger el carro... empezó a torcerse el asunto.

Pasó lo que tenía que pasar, esas cosas que, mientras no ocurren, vive uno en la ilusión de que no van a suceder, hasta que la realidad te despierta de un porraso: se bajó la llanta (se pinchó la rueda) del carro. La de veces que habré pensado en pedirle a alguien que me explique qué hay que hacer en estos casos, cómo se coloca la gata, qué es el seguro de los pernos, etc. Pero son ese tipo de precauciones para las que uno nunca encuentra el momento. En fin.

La señal del celular iba y venía, pero logré preguntar a Nico, y sus explicaciones me animaron todavía más a buscar ayuda. No fue difícil, al rato estaban Martín y su hermano Pancho en la faena de cambiar la llanta. Que por cierto, el ingeniero de la Toyota que ideó el sistema de desenganchar la rueda de repuesto de los bajos del carro se quedó descansadito, ¿eh? ¡Madre mía, qué difícil! Menos mal que Pancho (esposo de Carla) es un hacha, porque mis destrezas innatas para la mecánica me alcanzan nomás para el Exin Castillos.

Entretanto, Joshé Villalobos (hermano de Martín y Pancho, cuñado de Carla) me estaba esperando en otro puente, más allacito, en San Isidro. Antes, al pasar por San Antonio, dejo la llanta vacía para que se la lleven a Zarumilla y traten de inflarla para poder recogerla al día siguiente. Así que llego tarde a mi cita con Joshé, y aún demoramos otro rato en buscar dónde dejar el carro a salvo de graciosos (sospechamos que la rueda la desinflaron en la noche), de manera que casi a las 10 de la mañana, con el calor aplastándonos, iniciamos una tremenda cuesta de tres horas, sin apenas descansos, que nos lleva a casa de Joshé.

A pesar de que tiene una mano convaleciente de un corte feísimo con el machete, él sube cargando un tubo de desagüe y varios fierros, y como si nada, me "saca de punto" y le sigo con la lengua fuera, mi cuerpo no carbura hoy, o la rampa es feroz, o las dos cosas. El caso es que sudo como una fuente, me arden los gemelos, me cuesta respirar y las paso moradas, pero llego. Y pierdo la cuenta de los vasos de agua de soja que Gloria (la esposa de Joshé) me ofrece, y yo acepto.

No hemos hecho aún nada porque hoy se trata de ir a un sitio llamado Nuevo Celendín, donde los padres nunca hemos llegado todavía. Así que, tras el almuerzo (sopa de quinua deliciosa por cierto), agarramos a caminar de nuevo y ascendemos hora y media más hasta la casa donde supuestamente nos esperaban... pero no hallamos a nadie. Solo vemos de camino a un hombre con sus vacas, y escuchamos ahí, en la banda (en la ladera de enfrente, al otro lado del río), voces en una casa que estará a no menos de 45 minutos a pie. Joshé se comunica gritando, al menos para que sepan que hemos venido, y en silencio reemprendemos el camino de vuelta antes de que la noche nos gane, otra hora y media de barrito, subir, bajar y por supuesto sudar.

A estas alturas, cuando son casi las 6 de la tarde y llevo unas 6 horas en mis piernas, uno solo tiene ganas de ducharse y descansar. Pero qué va, el día va a ser tovía muy largo...

César L. Caro
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