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Diácono y sacerdote. ¿Escalafón o comunión?

Una de las cuestiones que de manera recurrente aparece cuando se habla del diaconado es la comparación con el presbiterado: ¿Es el diácono “menos” que el sacerdote? ¿Es igual? ¿Son simplemente ministerios distintos?

Diaconado y sacerdocio

Una de las cuestiones que de manera recurrente aparece cuando se habla del diaconado es la comparación con el presbiterado. ¿Es el diácono “menos” que el sacerdote? ¿Es igual? ¿Son simplemente ministerios distintos? La pregunta, aunque formulada con frecuencia en términos de rango o categoría, revela en el fondo una comprensión todavía insuficiente del sacramento del Orden y de la lógica evangélica que lo sustenta. No se trata de una competición entre ministerios ni de una escala de valor humano, sino de una realidad sacramental diversa en funciones, carismas y misión, pero única en su raíz.

Lo primero que conviene recordar es que el sacramento del Orden se estructura en tres grados: el diaconado, el presbiterado y el episcopado. Esta triple articulación no responde a una jerarquía de dignidad personal, sino a una diversidad de servicios dentro de la única misión de la Iglesia. El diaconado es el primer grado, el presbiterado el segundo y el episcopado la plenitud del sacramento. En la disciplina actual de la Iglesia latina, quien es ordenado presbítero ha recibido previamente la ordenación diaconal, y quien es ordenado obispo ha pasado antes por el presbiterado y el diaconado. Esta secuencia, sin embargo, no debe interpretarse automáticamente como una carrera ascendente ni como un itinerario de “promoción espiritual”.

Gregorio Magno

De hecho, esta forma de proceder no fue siempre así en los primeros siglos de la Iglesia. En la antigüedad cristiana encontramos casos bien documentados de diáconos que fueron elegidos directamente obispos, sin haber sido previamente presbíteros. Un ejemplo significativo es el de san Gregorio Magno, uno de los grandes Padres de la Iglesia y Doctor de la Iglesia, que fue diácono durante toda su vida clerical y desde ese ministerio fue elegido obispo de Roma. Este dato histórico no es anecdótico: muestra que la Iglesia primitiva no concebía el diaconado como un estadio inferior en sentido cualitativo, sino como un ministerio pleno, capaz incluso de conducir al ejercicio del episcopado.

La comprensión posterior del Orden, especialmente a partir de la Edad Media, fue configurando una visión más lineal y escalonada, en la que el diaconado quedó reducido durante siglos a un paso transitorio hacia el sacerdocio. Esta reducción empobreció la riqueza original del ministerio diaconal y alimentó, casi sin quererlo, la idea de que el diácono es “menos” porque no preside la Eucaristía ni absuelve los pecados. Sin embargo, el Concilio Vaticano II recuperó con claridad la teología del diaconado como grado propio y permanente del sacramento del Orden, no subordinado en dignidad, aunque sí distinto en funciones.

Desde esta perspectiva, la pregunta sobre si el diácono es menos que el presbítero está mal planteada. No es una cuestión de más o menos, sino de diversidad. El presbítero no es “más ordenado” que el diácono, ni el diácono es un presbítero incompleto. Ambos participan sacramentalmente del Orden, cada uno según su grado, y ambos están configurados con Cristo de manera real, aunque de forma distinta. El presbítero es configurado con Cristo Cabeza y Pastor, especialmente para la presidencia de la Eucaristía y el perdón de los pecados. El diácono es configurado con Cristo Siervo, para el servicio de la Palabra, de la liturgia y, de manera muy particular, de la caridad.

Esta diferencia no implica desigualdad, sino complementariedad. La Iglesia no es una pirámide de poder, sino un cuerpo en el que cada miembro tiene una función propia. El error surge cuando se aplican categorías mundanas —superior, inferior, mando, dependencia— a una realidad que solo se entiende desde el servicio. Jesús mismo lo dejó claro: “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”. En este sentido, el diaconado no es un ministerio de segundo nivel, sino una expresión sacramental del corazón mismo del Evangelio.

Darío Vitali

Algunos teólogos contemporáneos, como Dario Vitali, han ido más allá y han planteado si realmente es necesario que quienes van a ser ordenados presbíteros pasen previamente por el diaconado. Argumentan que se trata de dos ministerios distintos y de dos vocaciones diferentes, y que la práctica actual puede generar confusión, al identificar el diaconado exclusivamente como una etapa previa al sacerdocio. Esta reflexión, legítima y abierta, no cuestiona la unidad del sacramento del Orden, sino que invita a profundizar en la identidad propia de cada grado y a evitar interpretaciones funcionalistas o utilitaristas.

En esta línea, es importante subrayar que el diácono no es un “sustituto” del sacerdote ni un parche ante la escasez de vocaciones presbiterales. Su ministerio tiene sentido en sí mismo, independientemente de las circunstancias pastorales. El diácono no está llamado a hacer “lo que no puede hacer el cura”, sino a hacer lo que le es propio como diácono. Cuando se entiende así, desaparece la tentación de medir el ministerio en términos de poder sacramental o de protagonismo litúrgico.

También conviene revisar el lenguaje que utilizamos. Hablar de sacerdotes como “superiores” a los diáconos no solo es teológicamente impreciso, sino pastoralmente dañino. El sacramento del Orden no establece una escala de superioridad personal, sino una diversidad de misiones al servicio del Pueblo de Dios. Un presbítero no es más cristiano que un diácono, ni más cercano a Dios por el hecho de presidir la Eucaristía. La santidad no depende del grado de ordenación, sino de la fidelidad al Evangelio y a la gracia recibida.

El diaconado, vivido con plenitud y conciencia, recuerda a toda la Iglesia que el centro no está en el altar entendido como espacio de privilegio, sino en el servicio humilde y concreto, especialmente a los pobres, a los olvidados y a las periferias humanas y espirituales. En este sentido, el diácono no es menos, sino que encarna de manera visible una dimensión que nunca debería faltar en ningún ministerio ordenado.

Quizá la pregunta más fecunda no sea si el diácono es menos o igual que el presbítero, sino si cada uno vive con autenticidad el ministerio que ha recibido. Cuando el presbítero se entiende a sí mismo como servidor y no como funcionario del culto, y cuando el diácono ejerce su ministerio con identidad propia y no como un “sacerdote frustrado”, la Iglesia entera sale ganando. Solo desde esta comprensión se supera definitivamente la falsa dicotomía entre menos y más, y se entra en la lógica evangélica del don y del servicio.

El diaconado no es un escalón, ni un rango, ni una categoría inferior. Es un modo concreto y sacramental de seguir a Cristo Siervo. Y en la Iglesia, cuando se trata de servir, nadie es menos que nadie.

dDespués de bautizar, ofrecer a María

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