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María Zambrano: La “dama peregrina”

Un análisis de Manuel Fraijó

María Zambrano estaba convencida de que los místicos son lo más genuino del alma española. Una cultura – piensa- que es capaz de alumbrar figuras como san Juan de la Cruz o santa Teresa tiene futuro asegurado

María Zambrano

       Los inicios: Vélez-Málaga.

       La mirada biográfica es algo obligado, sobre todo en el caso de María Zambrano. De ella se podría afirmar lo que Ortega y Gasset afirma de su admirado Dilthey: que el tiempo del que dispuso para hacer su obra fue “un puro contratiempo”. En efecto: M. Zambrano casi nunca conoció la paz, el sosiego y la elemental seguridad económica necesarios para la creación filosófica, poética y literaria, sus grandes pasiones. Nuestra Guerra Civil, con sus obligados destierros y penurias, fue la culpable.

M. Zambrano formó parte, como su admirado y querido A. Machado, de los que tuvieron que arrastrar desvencijadas maletas y emigrar. (“Antonio, ¿cuánto falta para llegar Sevilla?, preguntaba insistentemente la madre de los hermanos Machado mientras caminaban hacia el destierro francés). A María ni siquiera le fue dado concluir su tesis doctoral sobre “La salvación del individuo en Spinoza”, tesis cuyo director debía ser Ortega y Gasset. La carencia del doctorado le cerraría posteriormente alguna puerta académica en universidades de América Latina. M. Zambrano tendría que esperar hasta que, en 1982, muy tarde, la Universidad de Málaga le otorgara el doctorado honoris causa. Pero, incluso sin el título de doctora, María nos enseñó que cuando la filosofía no retrocede ante la religión todo pueden ser ganancias.

Estación de Málaga María Zambrano

     La vida de nuestra pensadora fue un permanente ir y venir entre Italia, Francia, Suiza, Cuba, Puerto Rico, Chile, México y, finalmente, España. Con razón se la ha llamado la “dama peregrina”. Ya en 1973 afirmaba que había vivido más años en el exilio que en la “patria”. Por suerte, en los últimos años de su vida pudo regresar a España, a su Andalucía natal y a su pueblo malagueño, Vélez-Málaga, en el que reposa ya para siempre junto a su querida hermana Araceli. Por cierto: Vélez-Málaga tuvo el honor de recibir los elogios de Cervantes en El Quijote: “Gracias sean dadas a Dios, amigos, que a tan buena tierra nos ha conducido, porque si no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez-Málaga”. Cervantes será uno de los grandes amores literarios y filosóficos de M. Zambrano. Considera a Don Quijote “la más profunda guía espiritual” de España. 

      Allí, en Vélez-Málaga, comenzó todo un 22 de abril de 1904. Sus padres, Blas Zambrano y Araceli Alarcón, eran maestros nacionales en aquella pequeña ciudad. Allí pasó María los cuatro primeros años de su vida, años de los que conservará siempre un recuerdo imborrable. Y ello a pesar de que, en 1907, a la edad de tres años, sufrió una especie de catalepsia que casi acaba con su vida. Más tarde se mostrará convencida de que el amor de sus padres le impidió abandonar tan tempranamente este “valle de lágrimas”. El recuerdo de su padre aupándola para que pudiera alcanzar el fruto de un “limonero” en el patio de su casa le acompañará siempre. La sombra de otro “limonero” protege hoy su tumba. 

Tenía razón Ortega y Gasset, la más decisiva referencia filosófica de María, cuando afirmaba que la cultura andaluza era “campesina”, bien avenida con sus jornaleros, sus ganaderías, sus cosechas y sus aperos de labranza. La familia Zambrano vivía en la calle “Mendrugo”, nombre que evocará a María la pobreza de los niños que “con una pizarra, un pizarrín y un mendrugo de pan como único alimento” acudían a la escuela regentada por su padre. 

María Zambrano

Madrid

     María marchó, a la edad de cuatro años, a Madrid, pero llevando ya consigo para siempre el recuerdo de los campos malagueños y la imagen de sus gentes, sencillas, afables y hospitalarias. Siempre añorará el retorno a los paisajes de su niñez. A la infancia -recomienda María- habrá que retornar “una y otra vez”; ella no olvidó nunca su “patria primera”, su Andalucía natal; mantuvo siempre una especie de andalucismo espontáneo, vivaracho y natural. Se antoja muy justo que, finalmente, cuando todo concluyó, pudiera volver a aquella tierra, aunque -injusticias de la historia- muy tarde y solo para reposar bajo ella.

Pero suele ser un hondo anhelo humano que la “patria primera” coincida con la morada última, con lo que Unamuno -otro amor filosófico de María-, bellamente llamó “moradas de queda”. El escritor vasco contraponía las moradas “de queda”, las definitivas y últimas, a las “de paso”, las temporales, las del tramo de cada vida. Y sentenciaba que las primeras son de más larga duración, han “sobrevivido” a las “de paso”. Recordaba que algunos monumentos funerarios se han mostrado más resistentes al desgaste del tiempo que los edificios destinados a ser habitados. 

Segovia

    Esta primera estancia en Madrid solo duró un año. En 1909, la familia Zambrano se trasladó a la cercana Segovia, donde su padre tomó posesión de la cátedra de Gramática en la Escuela Normal y su madre comenzó a dirigir la Escuela Graduada de niñas de Santa Eulalia. Es la época en la que, mientras cursa su bachillerato, conoce a Antonio Machado, buen amigo de su padre y “culpable”, al menos en parte, de la orientación poética de la filosofía de María Zambrano. Pero no fue su única amistad importante: a través de su primo, y gran primer amor, Miguel Pizarro, entra en contacto con Federico García Lorca. Informa además de que ya en esta temprana época lee a algunos autores de la Generación del 98 como Unamuno, Ganivet, Azorín, Baroja. Llama a la Segovia que la acoge “ciudad- camino”, “ciudad verdadera”, “un camino hacia lo universal”, “lugar de la palabra”, “ciudad que se alza hacia la luz”. A ningún conocedor de Segovia le parecerán excesivos estos elogios. 

María Zambrano en Segovia

      Y, cómo no, en Segovia se enamora de la poesía mística de san Juan de la Cruz, un amor al que será fiel todos los días de su vida. Y será en Segovia donde en 1911 nacerá su única hermana Araceli, a la que tanto quiso y cuidó. Aquel nacimiento fue “la alegría más grande mi vida”. Por las mismas fechas ingresó su padre, don Blas, en la Agrupación Socialista de Segovia de la que fue presidente. También María compartiría la militancia política. Ya desde su adolescencia sentía que “era política”. Bien pronto comenzará a escribir en diversos diarios de Segovia y Madrid. Durante el año 1928 publica todos los jueves en El Liberal una columna titulada “Mujeres”. Ella misma reconoce su transformación de señorita burguesa, “atenta a pintar mariposas”, en una joven comprometida, defensora de las causas nobles de su tiempo. En la causa de la mujer estaba casi todo por hacer. Prueba de ello era el reducido número de chicas (solo dos en su curso) que estudiaban en su Instituto segoviano. En años sucesivos, María colaborará también en revistas como Cruz y raya, Revista de Occidente yCuadernos de la Facultad de Filosofía y Letras, entre otras. 

     Otra vez Madrid: maestros insignes

     En 1924 la familia Zambrano retorna a Madrid. Allí esperaban a María los grandes de la filosofía del momento: Ortega, Zubiri, Morente, Besteiro… En Madrid, en 1930, publica su primer libro, Nuevo liberalismo. Un año después, en 1931, es nombrada profesora auxiliar en la cátedra de Metafísica de la Universidad Central. Ha sonado, para ella, la hora de compaginar la filosofía con la política. Colabora en las Misiones Pedagógicas, y recorre pueblos y ciudades de España dando mítines. Con todo, rechaza la oferta de Luis Jiménez de Asúa para presentar su candidatura a las Cortes Constituyentes por el PSOE. ¿Motivo? Teme que la dedicación a la política merme su entrega a la filosofía. Le queda tiempo, eso sí, para entablar amistad con lo más prometedor de la juventud intelectual del momento: Miguel Hernández, Camilo José Cela, Luis Cernuda, J. M. Maravall, Rafael Alberti…

     Entre sus profesores de filosofía es evidente su preferencia por la figura de Ortega, aunque también dejará constancia de su admiración por el resto de sus profesores, especialmente por Zubiri, de quien recibió clases particulares. Pero sus más calurosos elogios son para Ortega: “Leerlo daba ganas de vivir. Su pensamiento era esperanza en ejercicio, caridad intelectual.” Sin embargo, la relación con Ortega terminó en doloroso desencuentro. María acusa a Ortega de formar parte de “los que han callado” ante el drama español de la Guerra Civil. Una acusación tan poco matizada como injusta. 

Libro de María Zambrano

      Ortega, a su vez, había herido su amor propio al espetarle, después de leer su trabajo Hacia un saber sobre el alma, que carecía de “objetividad filosófica”. Es la misma Zambrano quien narra la parálisis intelectual que le produjo la dura crítica del maestro. Salió llorando por la Gran Vía del despacho que Ortega tenía en la Revista de Occidente. En Hacía un saber sobre el alma intentaba su autora ir más allá de la razón vital orteguiana y abrirse a lo que terminará siendo su razón poética. María desconfiaba del conocimiento abstracto, objetivo, utilitarista. Como a Nietzsche - otra fuente de inspiración para ella - le era ajena la voluntad de sistema. Su meta era un “saber de experiencia”. 

      La relación con Ortega no volvió a recomponerse, a pesar de los denodados esfuerzos de María por lograr “una palabrita suya”. Ortega la obsequió siempre con su silencio. Eso sí: cuando le llegó la noticia de la muerte del maestro, comunicada por su amiga Rosa Chacel, María escribió: “Y su muerte me ha hecho ver que le amaba más aún de lo que creía, que le amaré siempre (…) seré su discípula siempre”. 

     También Unamuno, amigo de don Blas, es objeto de la admiración de María. Nunca fue su profesor, pero tiene para él elogios recios. Considera a Unamuno una especie de “templario” que en las altas horas cerradas de la noche había velado las armas en medio del laberinto español. Llegó a considerar a Unamuno, junto con Séneca, uno de los dos paradigmas del modo de ser español. Y escribió un libro sobre él. Se ha llegado incluso a afirmar que María está más cercana a Unamuno que a Ortega. Probablemente se trata de una exageración, pero con cierto atisbo de verdad. El libro de María La agonía de Europa, escrito en 1945, tiene claro sabor unamuniano y, sin duda, recuerda La agonía del cristianismo, obra publicada por Unamuno en 1924.

Unamuno, Ortega y Zambrano

Los convocados por Unamuno en aquel libro-Job, san Agustín, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche- lo serán también en los textos más importantes de M. Zambrano; hay en su obra un talente agónico, trágico, más unamuniano que orteguiano. En 1939, al cruzar la frontera española, camino del exilio, un exilio que duraría 45 años, María confió al papel: “hoy este mundo se desploma”. Unamuno había tenido la suerte de “desplomarse” tres años antes, el último día del fatídico 1936. María llamará a sus coetáneos “la generación del toro”, es decir, la generación del sacrificio. El 28 de enero de 1939 abandonó María España, camino del exilio. Con gran acierto escribió J. Muguerza que María Zambrano centró todo su pensamiento “en una profunda meditación sobre el exilio como una categoría metafísica inherente a nuestra condición huma”. 

Exilio, retorno y reconocimientos. 

     Tras una breve permanencia en París, M. Zambrano marchó a México. Durante una escala en La Habana conoció al que sería su mejor amigo, el poeta José Lezama Lima. Finalmente, después de peregrinar, en medio de una gran precariedad académica y económica, por varios países, se instaló con su hermana Araceli (y muchos gatos) en Roma. Era el año 1953. Dos años más tarde, en 1955, vería la luz su libro más importante, El hombre y lo divino.  Aludiremos brevemente a él al final de este artículo.

María, apenas era conocida en España, pero voces generosas y amigas dieron a conocer su nombre. Lo hizo, por ejemplo, J. Luis L. Aranguren, siempre sensible a las peripecias vitales e intelectuales de los exiliados o, como acuñó J. Gaos, “transterrados”. Bellamente escribió Aranguren: “Se canta lo que se pierde”. Y, no sin cierta emoción, evocó “las bellas palabras de María Zambrano sobre el silencio de la tierra y el paisaje españoles, sobre el silencio de España”. Aranguren se convirtió, junto con J. Luis Abellán, F. Savater, Pedro Cerezo y otros en impulsor del conocimiento y futuro regreso de M. Zambrano a España. De gran aldabonazo sirvió el artículo de F. Savater, “Los Guernicas que no vuelven”, publicado el 28 de enero de 1981 en el diario El País. Savater escribía: “Vive en la estrechez, sin casi otro ingreso regular que la modestísima pensión de una universidad venezolana”. 

Libro de Unamuno sobre Zambrano

Finalmente, en 1984, pudo M. Zambrano retornar a España, al lugar -confesó- “de donde no se había ido nunca”. Aquí la esperaban, para continuar la cercana y fundamental ayuda que le venían prestando, J. Moreno Sanz y J. F. Ortega Muñoz. Ellos fueron quienes llamaron a puertas que, aunque no sin reticencias, terminarían abriéndose a la recién llegada. A partir de ese momento se fue abriendo paso la rehabilitación intelectual de M. Zambrano. Son los años en los que la gloria, siempre tan caprichosa y arbitraria, se precipita y casi aturde a la que durante tantos años había tenido injustamente olvidada. En 1981 se le concede el premio “Príncipe de Asturias” de Comunicación y Humanidades. Este premio desencadenó una ola de homenajes y publicaciones sobre la galardonada. Todo culminaría en la concesión del Premio Cervantes, en 1988, concedido por vez primera a una mujer. Su último artículo, titulado “Los peligros de la paz”, rechazaba la guerra del Golfo. Con gran vigor afirmaba que “nadie en nombre de nada” puede defender hoy la causa de la guerra. 

     María Zambrano pasó sus últimos años en Madrid, visitada por amigos y admiradores de su pensamiento y de su biografía. Y en Madrid, en el hospital la Princesa, falleció un 6 de febrero de 1991 “sin perceptible agonía”. Como ya hemos indicado, fue llevada a reposar a su pueblo natal. Ella misma eligió para su lápida este hermoso texto del Cantar de los Cantares: “Surge, amica mea, et veni” (levántate, amiga mía, y sal a mi encuentro). En su testamento dejó constancia de su deseo de morir en el seno de la Iglesia católica. 

     Por último: Málaga, su ciudad grande, tuvo la feliz idea de que todo viajero que llegue a su estación por ferrocarril sienta la alegría de contemplar el nombre de María Zambrano presidiendo el bullicioso recinto de acceso a la hermosa ciudad. Difícilmente se habría podido encontrar otro edificio más apropiado para homenajear a María Zambrano, permanente viajera por imposición de una guerra cruel e “incivil” (Unamuno).

María Zambrano y la mística

     Mirar y sentir

      Todo el pensamiento filosófico de M. Zambrano podría ir presidido por el verso de Pedro Salinas: “Los ojos solo ven, el alma mira”. De mirar se trata en la filosofía de nuestra pensadora. Ya de niña -recuerda- sus padres la enseñaron a “mirar”. Sin la historia del mirar no habría filosofía ni, por supuesto, poesía. Un filósofo genial, L. Wittgenstein, aconsejaba a sus perplejos alumnos: “No piensen, miren”. Mirar fue el oficio principal de M. Zambrano o, mejor, mirar y sentir. La suya fue una “lógica del sentir”. Se quejaba el filósofo escocés, D. Hume, de que otro filósofo, J-J. Rousseau, a quien durante un tiempo había acogido en su casa, no había hecho en su vida nada más que “sentir”. Y Unamuno, tan admirado por M. Zambrano, anhelaba “pensar el sentimiento y sentir el pensamiento”. 

María, tan fascinada por la mística, supo, como Wittgenstein, que el reino del decir es limitado, que “lo inexpresable ciertamente existe”. “De lo que no se puede hablar – advirtió el autor del Tractatus- hay que callar”. María no calló, pero repartió sus energías entre la palabra –“señora de la palabra”, ha sido llamada- y el silencio. Sin silencio previo, no hay palabra significativa. Una de las sentencias más logradas de María, consignada en su libro Filosofía y poesía, es bien elocuente: ”El filósofo busca y el poeta encuentra”. Son los dos frentes, la filosofía y la poesía, a los que María pidió ayuda para orientarse en el pensar y en el vivir. “La razón poética” es la mejor expresión de su pensamiento. Naturalmente, la razón poética, la “razón con entrañas”, “la razón comunicativa” no habría sido posible sin la “razón vital”, sin el raciovitalismo de Ortega. 

María intentó señalar las diferencias, pero en su fuero interno siempre fue consciente de que abultaban más las semejanzas. De ahí que practicase una especie de dialéctica de distanciamiento-cercanía con el pensamiento de su maestro. Eso sí: ella hizo más sitio que Ortega al corazón, a eso que Pascal llamó “el órgano espiritual de la inmediatez perceptiva”. También en M. Zambrano el corazón se convierte en “órgano del pensamiento”. Ella piensa “mirando”, sintiendo, contemplando, sufriendo, amando. María siente predilección por Nina, el personaje de Misericordia, la genial novela de Galdós. Nina es para Zambrano “alguien que se hunde hasta perderse y que, en lugar de desaparecer, renace”, alguien que encarna el sentimiento de la piedad “la matriz originaria de la vida del sentir”. Zambrano es una pensadora religiosa, siempre atenta a la piedad. Sin la piedad no sería posible la convivencia entre los humanos. Y, junto a la piedad, la verdad. Ortega se propuso siempre buscar la verdad “aunque no exista”. María también.  

Zambrano y la mística

La mayor discrepancia ente maestro y discípula tal vez estuvo en su valoración de la mística. Ortega pensaba que la mística no se luce precisamente en la faena de generar conocimiento. Los místicos prometen intensa luz, pero nos sumergen en penumbras invencibles. Ortega piensa que la mística no anda muy lejos de la “bullanga”. El filósofo madrileño carecía de antenas para el “alboroto místico”. De ahí su preferencia por el teólogo frente al místico. Eso sí: maestro y discípula estuvieron de acuerdo en que los místicos son “portentosos decidores”, maestros en dar vida a lo indecible, a lo inexpresable, a los lados oscuros del misterio. 

     El hombre y lo divino. 

     En reiteradas ocasiones sitúa M. Zambrano todo su itinerario filosófico bajo el prisma religioso. Está firmemente convencida de que su libro El hombre y lo divino es el título que mejor refleja el espíritu de toda su obra. La relación entre el hombre y Dios, entre lo sagrado y lo divino, será el tema dominante de su pensamiento. La siguiente cita tal vez sea la que mejor refleja la vinculación de nuestra pensadora con la religión: “Pero en verdad yo no he escrito nunca nada fuera del ámbito religioso. La religión no es una aparte, un capítulo; impregna todo y, cuando no lo nombra, todavía mayormente. En ella vivimos, nos movemos y somos”.

      En las primeras páginas de El hombre y lo divino, María señala que la cultura de los pueblos depende de la calidad de sus dioses Está convencida de que, aunque hoy hablemos de los “dioses ya idos”, ausentes, lo divino “ha formado parte íntimamente de la vida humana”. La conciencia actual no percibe ya las “vivencias” ni las “creencias” de antaño, pero hubo un tiempo en que “eran ellas las que configuraban las artes y la poesía, la filosofía y la ciencia, la vida”. Zambrano distingue entre lo sagrado y lo divino, que ella identifica con los dioses. Concede que estos últimos pueden ser invención de los humanos. Lo divino puede, pues, ser creación nuestra, respuesta - como pensaba Freud- a los más intensos y ancestrales deseos humanos.

       En cambio, lo sagrado no es invención humana. Y es que lo sagrado es “el fondo último de la realidad”. Lo sagrado lo sustenta todo; solo lo sagrado confiere sentido; todo arranca de lo sagrado y todo retorna a lo sagrado. Para Zambrano, lo sagrado no es un atributo de las cosas, es anterior a ellas. Es su realidad última y oculta.

Libro de María Zambrano

     Finalmente: María Zambrano estaba convencida de que los místicos son lo más genuino del alma española. Una cultura – piensa- que es capaz de alumbrar figuras como san Juan de la Cruz o santa Teresa tiene futuro asegurado. Nosotros podemos concluir afirmando que mujeres pensadoras, como María Zambrano, también contribuyen a iluminar el futuro de cualquier país. 

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