Los manuscritos egipcios y el texto del Nuevo Testamento griego. Egipto y el cristianismo primitivo (III)


Hoy escribe Antonio Piñero:

Como ocurre con prácticamente todos libros de la antigüedad grecolatina, los textos originales del Nuevo Testamento, los denominados autógrafos, es decir lo que escribieron realmente los autores neotestamentarios, lo que salió directamente de sus manos, se ha perdido irremisiblemente.

Para establecer aproximativamente cómo era ese texto perdido tenemos que valernos de la “tradición textual”, es decir de los manuscritos que nuestros antepasados nos han legado como copias en cadena de esos escritos primitivos. Ahora bien, también aquí desempeña un papel sensacional Egipto, tanto antes como después del descubrimiento y publicación de los papiros.

Antes de esclarecer un tanto la función de los documentos egipcios –códices y pairos- en este terreno tan difícil como es reconstruir un texto perdido a partir de muchas copias dispares, deseo detenerme un momento en cuál era la situación de la ciencia llamada “crítica textual del Nuevo Testamento” antes de que entraran en escena los papiros.

A) Los grandes unciales (manuscritos compuestos en letras mayúsculas, normalmente sin separación entre las palabras y con pocos signos de puntuación).

A causa fundamentalmente de la persecución de Diocleciano, a finales del s. III d.C. --durante la cual se destruyeron innúmeros manuscritos del Nuevo Testamento: el Emperador pensó que acabando con los “libros sagrados” se terminaría más fácilmente con la “superstición cristiana” que tanto daño estaba haciendo a la religión oficial del Imperio, y por tanto a su cohesión-- las copias más antiguas e importantes que poseíamos del Nuevo Testamento antes de que se publicaran los papiros no se remontan más allá del s. IV, es decir, 200 a 250 años después de la composición de los Evangelios, por ejemplo, y son esos manuscritos en mayúsculas.

Imagínense que, de un discurso de un político de hoy, 2008, la primera copia que poseyera un historiador del mundo de la política española en el año 2500, ¡fuera de doscientos años antes o más = del 2225! ¡En el intermedio todas las copias se habían perdido! E imaginemos también que de ese discurso perdido se hubieran transmitido copias divergentes entre sí? ¿Cómo reconstruir lo que dijo en verdad en su discurso el político del 2008?

Los manuscritos más importantes del Nuevo Testamento, copiados en el siglo IV, son cuatro:

· Codex Sinaiticus
· Codex Alexandrinus
· Codex Vaticanus
· Codex Bezae Cantabrigensis

… y los cuatro proceden de Egipto o cerca de él. En todo caso puede ser dudosa la procedencia de los dos últimos, contentándose los investigadores con señalar el "norte de África" como lugar de origen.

Sobre todo el primero, el tercero y el cuarto han sido las “estrellas” en el establecimiento científico del texto neotestamentario que se llevó a cabo durante el s. XIX. Un poco de historia nos ayudará a precisar la importancia de estos códices que tanto tienen que ver con Egipto.

La edición del Nuevo Testamento en griego para uso científico data del siglo XVI. La primera cronológicamente fue la del Cardenal Cisneros y formaba parte de la Biblia Políglota Complutense, impulsada por el Cardenal Jiménez de Cisneros, cuyo texto se terminó en 1514. Pero desde ese momento hasta 1522 el texto no pudo ver la luz pública porque el Papa no acababa de otorgar la licencia (el “nihil obstat”) para su publicación.

Entonces, el gran humanista Erasmo de Rotterdam, poco amigo de los españoles, y el editor Froben de Basilea se enteraron del asunto y con gran olfato comercial intuyeron la repercusión enorme de una publicación de esa clase. Erasmo, a toda prisa y utilizando algunos manuscritos de baja calidad que se hallaban en aquella ciudad –desde luego mucho peores que los utilizados por los españoles- publicó el 1 de Marzo de 1516 el primer Nuevo Testamento griego, adelantándose ignominiosamente al texto complutense que dormía en los sótanos de Alcalá.

Esos manuscritos de valor muy desigual, en os que se basaba el texto de Erasmo, procedían sobre todo del texto del Nuevo Testamento que se había establecido en la ciudad de Antioquía de Siria y se había extendido por todo el Oriente cristiano. Era más o menos el texto oficial neotestamentario del Imperio Bizantino. A pesar de ello, la edición de Erasmo adquirió fama casi canónica y se la consagró como el textus receptus (“el texto oficialmente recibido” como auténtico). Era tal la veneración que lo rodeaba que pese a sus errores evidentes nadie se atrevía a enmendarlo.

Durante los siglos siguientes, en especial desde el XVIII, muy diversos investigadores cayeron en la cuenta --al comparar el texto erasmiano con otros manuscritos que iban siendo accesibles-- que esa edición era manifiestamente mejorable, pero hasta el s. XIX nadie se atrevió a imprimir un texto distinto del Nuevo Testamento. Los nuevos editores se contentaban con señalar a pie de página los posibles errores, las variantes y las lecturas preferibles, pero el texto seguía siendo el erasmiano.

Hubo que llegar hasta 1830 para que un erudito que procedía del campo de la filología clásica, Karl Lachmann, proclamara que ya era hora de abandonar un texto inferior y buscar aquel que podía reconstruirse a base del estudio de los manuscritos mejores y más antiguos. Según su opinión, no podía retrocederse más allá del s. IV, ya que los manuscritos más antiguos procedían todo lo más del 300 d.C. (Mateo, se piensa, concluyó su evangelio en el 80 d.C. = 220 años antes). Como hemos ya afirmado, tenía razón.

El programa de Lachmann, de una mejor reconstrucción del texto perdido del Nuevo Testamento fue llevado a cabo por Konstantin von Tischendorf, un estudios alemán que dedicó prácticamente toda su vida a realizar una nueva edición fiable del Nuevo Testamento. Su texto, acompañado de un aparato crítico monumental (es decir un elenco de las principales variantes de cada pasaje), se basa fundamentalmente en un códice por él descubierto en el monasterio de Santa Catalina en el Monte Sinaí, en Egipto, llamado por ello Codex Sinaiticus.

Casi simultáneamente, dos investigadores ingleses, B. F. Wescott y J. A. Hort, trabajando por su cuenta y con unos criterios críticos (es decir, una serie de reglas racionales sobre cómo evaluar correctamente las variantes de los manuscritos) bien elaborados, publicaron en 1881 una nueva edición del Nuevo Testamento griego. Se trataba de un texto ligeramente diferente –y superior- al de Tischendorf, y se basaba no ya en el Sinaiticus, sino en el Codex Vaticanus, también del s. IV. cuya procedencia exacta es desconocida, pero que nació con casi total seguridad como un producto del trabajo filológico de la ciudad de Alejandría, en Egipto.

Pues bien, los textos de Wescott-Hort y de Tischendorf, basados en manuscritos egipcios, más el de algunos papiros -de los que hablaremos en otro “post”- siguen formando todavía hoy el esqueleto básico del texto científico del Nuevo Testamento griego que utilizamos hoy: la edición 27 de Nestle-Aland, publicada por el “Instituto de Münster (Alemania) para la investigación del texto del Nuevo Testamento”, que dirige Bárbara Aland.

Según Wescott-Hort, hacia comienzos del s. IV circulaban por la cristiandad, concentrada fundamentalmente en el ámbito mediterráneo, cuatro tipos de texto del Nuevo Testamento:

1) El “antioqueno o bizantino”, el oficial de la Iglesia oriental, enormemente extendido y utilizado, pero inferior a otros tipos, porque su tradición textual está llena de enmiendas y correcciones eclesiásticas que afectan no sólo al estilo, sino también al contenido. Sus representantes más conspicuos son sobre todo diversos grupos de manuscritos escritos con letra minúscula, más tardíos cronológicamente a los copiados en mayúsculas.

2) El de la ciudad de Alejandría, en Egipto, representado por el manuscrito A/02 o Codex Alexandrinus, que se hallaba en la Biblioteca Patriarcal de Alejandría al menos desde el s. XI. Era un texto de desigual valor, aunque excelente para el Apocalipsis.

3) Un texto denominado erróneamente "occiden¬tal", cuyo representante más conspicuo es el codex Bezae Cantabrigensis. Se llama así porque fue adquirido por Teodoro Beza, un erudito francés, sucesor de Calvino en Ginebra y regalado a la Universidad de Cambridge. Este texto tiene características muy peculiares. Junto con lecturas muy antiguas y dignas de todo crédito presenta claras correcciones no originales y muchas amplificaciones posteriores. Ofrece la peculiaridad, además, que en los Hechos de los Apóstoles su texto es un diez por ciento más amplio que el común del resto de los manuscritos.

Estudiando estos cuatro tipos y seleccionando frase por frase y a veces palabra por palabra, aunque en general siguiendo un manuscrito base, tanto Tischendorf como Wescott-Horst habían compuesto y editado lo que sería el primer texto científico para estudiar el Nuevo Testamento en su lengua original.

En resumen podemos afirmar que hasta bien entrado el s. XX nuestro texto del Nuevo Testamento se basaba sobre todo en manuscritos egipcios, pero que fueron copiados como mínimo unos doscientos años después de la época en la que situamos a los tres primeros evangelistas. Por la tanto las ediciones del texto del Nuevo Testamento eran lo que leían los cristianos allá por el año 300, no antes. La ciencia filológica no podía recorrer el camino hacia atrás en su deseo de acercarse un poco más a los “autógrafos”, al texto genuino y primigenio de los Evangelios y otros escritos cristianos, escritos doscientos años antes.

Este hecho no quiere decir, sin embargo, que el texto del Nuevo Testamento que se editaba a base de estos manuscritos mayúsculos fuera erróneo. No era así: coincidía con citas de escritores eclesiásticos que habían vivido decenios o un centenar de años antes de que fueran copiados los manuscritos. Ello era una cierta garantía de seguridad…, pero ¡no dejaba de ser un texto del Nuevo Testamento del siglo IV!

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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