Palabra hecha carne: la vida
Extraído de "Sinfonía divina, acordes encarnados" Edit. PPC
La Navidad nos presenta a Jesús, niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, como la luminaria de lo profundo de lo humano y de toda la creación. En ese maridaje encarnado se cifra la verdad de nuestra fe; no hay situación, ser humano, momento histórico, que no esté tocado por la gracia de Dios y que no pueda ser iluminado por él.
NATIVIDAD DEL SEÑOR
Juan 1,1-5.9-14
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
–Este es de quien te dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
La luz verdadera
Las fiestas cristianas siempre celebran la luz de la vida. Lo propio de la revelación divina se da en la iluminación de la realidad encarnada.
La Palabra se hizo carne y luz en nosotros
Merece la pena poder celebrar la vida de un matrimonio y sus hijos a la luz de la Palabra de Dios. Guillermo y Rosa celebraron sencillamente en nuestra parroquia sus cuarenta años de matrimonio y nos brindaron una lectura creyente de sus vidas a la luz de la Palabra. Los recuerdo hoy, cuando proclamamos que la Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Aquí un extracto de su lectura de vida, la palabra que ha ido iluminando su proyecto vital en Cristo.
«Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 2, 24).
Casi todos vosotros sabéis que nos conocimos en Roma. Yo tenía 18 años recién cumplidos, y Guillermo, 20. A los pocos meses de conocernos nos hicimos novios y muy pronto tuvimos claro que queríamos pasar el resto de nuestras vidas juntos. Nunca nos pedimos matrimonio como en las películas. De hecho, ni recordamos en qué momento decidimos casarnos. Pero lo hicimos. Yo tenía 22 años, y él, 25. A lo largo de estos años hemos visto cómo la Palabra de Dios se ha cumplido en nuestro matrimonio. Cuando éramos unos pipiolos decidimos ser «una sola carne», y hoy día, tras estos cuarenta años, esa es una realidad que sigue cumpliéndose en nosotros.
«El Señor dijo a Abrán: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición”» (Gn 12,1-2). Desde el principio de nuestra historia en común nos tocó vivir lejos de nuestras familias y de nuestros amigos. Y eso es algo que nos ha configurado como pareja, haciendo que hayamos tenido que adaptarnos a diferentes poblaciones, amistades, parroquias, ambientes y costumbres. Y, del mismo modo que Dios bendijo a Abrahán, nosotros también hemos sido bendecidos. Siempre tuvimos claro que queríamos ser una comunidad abierta, una familia abierta al mundo y no encerrada en nuestras cuatro paredes. Todos los lugares en los que hemos vivido y los grupos a los que hemos pertenecido nos han hecho crecer mucho, realmente nos han bendecido…
«Grábame como sello en tu corazón, grábame como sello en tu brazo, porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo; sus dardos son dardos de fuego, llamaradas divinas. Las aguas caudalosas no podrán apagar el amor ni anegarlo los ríos (Cant 8,6- 7).
Desde que decidimos estar juntos nos hemos sentido vinculados el uno al otro de un modo especial. Cada uno llevamos grabado el nombre del otro en nuestro corazón, y eso es lo que nos hace sentirnos uno sin dejar de ser dos. Porque sabemos que el amor que compartimos viene de Dios, y ese amor es «fuerte como la muerte», no hay quien lo destruya. Dice el libro del Eclesiastés que «una cuerda de tres cabos es difícil de romper». Así es nuestro matrimonio, una cuerda trenzada por Guillermo, Rosa y Dios, que se mantiene fuerte y unida a pesar de los tirones que da la vida.
«Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien; tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo alrededor de tu mesa: esta es la bendición del hombre que teme al Señor (Sal 128,1-4).
Este salmo hoy día se podría leer de otro modo: «Tu mujer o tu marido, como parra fecunda, en medio de tu casa», y «esta es la bendición del hombre y de la mujer que teme al Señor». Llegó un momento en nuestra vida en que fuimos bendecidos con los hijos. Para nosotros fue algo natural, que brotaba del amor que nos teníamos, como brotan las ramas del olivo. La vida misma se abría camino a través de nosotros, porque no nos cabía tanto amor en una familia de solo dos personas. Y así, Dios nos regaló a Marta, a Guille y a Estrella. Nunca nos podríamos haber imaginado que compartiríamos familia con estas tres personas maravillosas, inteligentes, sensibles y generosas. Esto sí que es lo mejor que nos ha pasado como matrimonio, el mayor regalo que la vida nos podía hacer…
Vino a su casa y no la recibieron
Recientemente falleció el sociólogo Bauman, que analizaba nuestra sociedad actual y su cultura, calificándola como «líquida», término que en principio puede parecer hasta ambiguo o ambivalente, porque si, por un lado, nos habla de ausencia de solidez y firmeza, para posible fundamentación segura, por otro nos abre al mundo de las posibilidades y de la flexibilidad, de poder dar formas y modos que sean nuevos y respondan a nuevos tiempos. Pero su interpretación era profética en el análisis, demandando una buena revisión.
Según él, vivimos en una sociedad líquida, es decir, inestable y fugaz. La globalización y el consumismo deshumanizan al hombre. El mundo está en constante cambio, todo está regido por el dinero, el individualismo y la búsqueda de poder. La sociedad del «compra y tira» ha impregnado también las relaciones humanas. Se trataría como una revitalización, agigantada, del principio filosófico de Heráclito cuando afirmaba que «nadie se puede bañar dos veces en el mismo río», porque el agua del río está constantemente cambiando. Siglos después, Bauman avisa del peligro que supone llevar esta corriente cambiante al ser, al vivir, al sentir y hasta al mismo amor de los humanos, donde puede llegar a ser tan normal cambiar de móvil como de pareja. Se trata de los efectos de la insoportable levedad del ser hasta en el amor.
Por ese camino la Navidad está agotada, la divinidad se escapa de lo humano mucho más que lo humano de lo divino, porque aterrizan divinidades que ocupan todo el pensar, el sentir y el hacer de la humanidad y de la historia. Se mueven hilos, aparentemente solos, que están dirigidos desde claves y valores muy concretos y dualistas, anverso y reverso de la moneda-valor en curso, como el consumo-placer, la riqueza-eficacia, el poder-desigualdad, la rapidez-inseguridad, la hipercomunicación-soledad. Los intereses, organizados planetariamente, se divinizan y someten la historia mundial: mercados, políticas, ideologías, fuerzas; todo con halo de misterio insondable para los humanos, con una realidad que envuelve y determina en el desconocimiento de nosotros mismos, sin poder hacer nada.
En esta sociedad líquida, para evitar el ahogo, el primer paso, con necesidad farmacéutica de urgencia, ha de ser el camino del silencio o, lo que es lo mismo, dejar a la realidad que sea y propiciar que ante la realidad también aparezca lo que realmente nosotros mismos somos ante ella. El silencio como camino de autenticidad –búsqueda de nuestro yo–; no se trata de huir y alejarse de lo real, sino de adentrarse en ello sin armadura ni seguridades falsas, abiertos, a la intemperie, para ser en el mundo, estar en él, dejarnos hacer y vivir desde lo más auténtico y verdadero que existe en nuestro interior. Pasar de ser desalmados a «almados», desarmados para armarnos con la verdad de la vida.
En cristiano es lo que se propone en el misterio de la Navidad, cuando celebramos la encarnación de lo divino, la aceptación de que Dios se da en lo más humano, sin más caretas ni disfraces que lo cubran; no puede estar más claro el evangelio lucano: lo proclama el ángel en la noche de la Navidad, en la noche de la humanidad divina: «Esta será la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». La humanidad hoy tiene que volver a ella misma, convertirse y adentrarse en su interior por el camino de la desnudez y la intemperie; estamos llamados a ser, en hacernos por dentro está la verdadera felicidad, porque esta es una tarea interior. No hay otro camino o verdad: o nos abrimos al ser, al espíritu de la vida, o sucumbiremos ahogados en la falsedad de una liquidez que está ahogando a la historia actual en la patera de este siglo. No hagamos ruido en la Navidad, silencio divino, por favor, que la palabra la tenga la vida.
Acordes encarnados:
Una historia de Palabra hecha vida
Guillermo y rosa: vida y palabra
La Palabra cumplida
Vinieron días de risa,
otros de prueba también,
pero juntos cada paso,
en la salud y el vaivén.
La Escritura fue el cimiento,
el Espíritu, su sostén,
y en su carne hecha una sola,
el milagro se ve bien.
6. GUILLERMO Y ROSA: 40 AÑOS DE MATRIMONIO | A. Calvo & P. Monty