100 pueblos dentro de mis ojos

El carro, más que rodar, se arrastra abriéndose paso por el barrizal. La mañana es brillante y fresca, e invita a ser optimistas incluso si el chofer sale a apretar con un alicate los tornillos de las llantas (...). No he podido ir a Garzayacu, pero me dirijo hacia la zona de Salas, donde mi tobillo sufrirá menos. Son nuestros caseríos de la selva, cerca de Soritor; después de esta gira me faltarán apenas 7 pueblos por visitar, de los casi 100 que tiene la parroquia, cuando voy a cumplir un año en Mendoza.

Miro por la ventanilla el azul del cielo y me doy cuenta de que, a pesar de que nunca he ido a Salas o a Nuevo Jaén o a Alto Amazonas, amo a estos pueblos antes de conocerlos. Como pasó con Valencia y mis Valles, empecé a quererlos sin siquiera poner un pie allí. Quizá sea una predisposición del corazón, o un don... En todo caso es algo muy lindo.

Ahora estoy en el segundo piso de la casa de Delfín, en Salas, y la ventana frente a mí me ofrece la rabiosa hermosura de este bosque, tamizada por la caída suave de la luz de las tres de la tarde. Retrocedo hojeando mi cuaderno y de él brotan imágenes, recuerdos y experiencias de estos meses. Mi pequeña letra (que es como el deambular una hormiga borracha mojada en tinta) me lleva de nuevo a la primera visita a Mashuyacu, o a Milpuc, o a Shihua. He anotado los nombres de los agentes de pastoral, San Martín, Montealegre, Nueva Esperanza. Ha pasado un año. Están mis croquis con perfiles y medidas de tiempos y distancias: Javrulot, Nuevo Chacha, El Paujil. la lista de las cosas que he de llevar en la mochila de la montaña, notas para luego escribir en mi blog y frases sueltas que hoy me hacen risa: "Vaya tela con el puentecito sin agarradero de Nuevo Omia". Jeje.

Hace calor y la calma está adornada discretamente por el cuchicheo ronco del río y moteada por el canto de los pájaros; lo más parecido a la hora de la siesta que he visto, y realmente he dormido como una marmota. Un año en Mendoza ya. ¡Cuántas cosas han pasado! De todo: caminatas por el barro, accidentes de carro y de moto, caída al río, puentes y oroyas, lluvia y sol, baños en quebradas, bailar, arroz-papas-pollo hasta aburrirme, tomar pisco sour, encantarme Corazón Serrano, montar en mulo hasta hacerme mazamorra las posaderas (como hoy), aprender a hablar un poco de guayacho, comer cuy y ceviche, roturas y lesiones varias, colocar una piedra de altar, sobrevivir a varios temblores de tierra, descubrir los tequeños en un restaurante pituco, mover el to-tó, cantar dentro de mi casco y llorar sin consuelo... variadísimo, toda una vida en un año, como una cata de sandía.

(La siesta yace y se dilata. El encargado del Gilat llama a la gente por el parlante, es chistoso: "Wilton Rojas, acérquese al teléfono que tiene llamada en 10 minutos". Me recuerda al colegio mayor de Madrid: "César Caro, le llaman por teléeefono". Jaja).

Un año justo hoy 18 de diciembre. Un año y casi 100 pueblos. No hubiera podido ni imaginar que iba a ser así; ha sido una sorpresa, "a tu manera", Diosito. Un año en el que he tocado "la carne sufriente" del pueblo para contemplar "la fuerza de la ternura", en palabras del Papa Francisco en Evangelii Gaudium 270. He conocido a personas maravillosas pero también me he estrellado con mi propia debilidad como nunca antes, he recorrido mis límites. Mi corazón es quizá más sabio de arrostrar lágrimas, pero también ha degustado la mejor alegría: encontrar amigos, asistir al milagro de echar raicillas en este lugar precioso que es el valle de Huayabamba.

100 pueblos y un año. Mis pueblos, no me canso de mirarlos. Me caben toditos dentro de los ojos. Los amo tanto que los llevo enteros en el corazón, como escribió mi profe Paco Contreras. Y ahorita que los he pateado, los quiero más. Hoy siento esperanza y tengo ganas de caminar (con esguinces también se camina), de crear, de trabajar, de aprender, de dar, de darme. Mi parroquia me entusiasma, me encanta donde vivo. Todo lo acojo, todo lo acepto y con agradecimiento miro al futuro. Confío.

(Voy al baño y... me sorprendo de que ¡esta casa es un coliseo de peleas de gallos!). Un año en Mendoza... y lo que queda: esto no ha hecho más que empezar.

César L. Caro
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