María libre, Iglesia libre: lo que más temen los guardianes del miedo
Hay algo que los sectores ultras de la Iglesia no soportan, algo que los desmonta, que los deja sin discurso, que los expone como lo que realmente son: traficantes de miedo revestidos de piedad. Ese “algo” se llama libertad, y nada encarna mejor esa libertad que la figura de María tal como la ha explicado, con maestría teológica y hondura espiritual, Xabier Pikaza, uno de los mejores teólogos del ámbito hispano. Mientras los fundamentalistas se aferran a sus fórmulas rancias, Pikaza hace lo que ellos no pueden permitirse: pensar sin miedo, leer la Escritura sin cadenas, abrir ventanas donde otros levantan muros. Y eso, para muchos, es intolerable.
Hay algo que los sectores ultras de la Iglesia no soportan, algo que los desmonta, que los deja sin discurso, que los expone como lo que realmente son: traficantes de miedo revestidos de piedad. Ese “algo” se llama libertad, y nada encarna mejor esa libertad que la figura de María tal como la ha explicado, con maestría teológica y hondura espiritual, Xabier Pikaza, uno de los mejores teólogos del ámbito hispano. Mientras los fundamentalistas se aferran a sus fórmulas rancias, Pikaza hace lo que ellos no pueden permitirse: pensar sin miedo, leer la Escritura sin cadenas, abrir ventanas donde otros levantan muros. Y eso, para muchos, es intolerable.
Porque si algo deja claro Pikaza es que María es la gran figura de la libertad cristiana, no la muñeca pasiva de la que se han querido apropiar quienes confunden el Evangelio con un cuartel. Los ultras necesitan a una María dócil porque sin esa imagen su sistema de poder se desmorona. Necesitan una “esclava” que justifique sus esquemas patriarcales, su teología de la obediencia ciega y su obsesión por controlar cuerpos, conciencias y destinos. Pero Pikaza recuerda —con la serenidad de quien conoce la Biblia desde dentro, no desde los miedos— que la sierva del Señor no es esclava de nadie, sino colaboradora libre de Dios en la obra de la liberación humana.
Esta verdad simple, luminosa, es una dinamita para quienes viven del oscurantismo. Pikaza muestra que, en el Magníficat, en la Anunciación, en su relación con José y con Jesús, María no aparece nunca como una mujer sometida, sino como una mujer que decide, que escucha, que acoge y que actúa desde la libertad más profunda, esa libertad que nace del Espíritu. Allí donde está el Espíritu del Señor hay libertad; por eso María está allí donde muchos “piadosos” jamás han estado: en el terreno peligroso y fértil de la autonomía personal, de la madurez espiritual, de la colaboración responsable con Dios.
Y claro, eso desarma el discurso de quienes llevan décadas usando el nombre de María para oprimir a las mujeres. Porque si María es libre, ellos pierden su excusa. Si María decide, ellos pierden su poder. Si María dialoga de igual a igual con Dios, ellos pierden la coartada para seguir decidiendo por todas las demás. Por eso, ante un texto como el de Pikaza, la reacción de los ultras es siempre la misma: negar, ridiculizar o descalificar. Tienen que hacerlo, porque si aceptaran un solo párrafo, tendrían que aceptar que la estructura clerical y patriarcal que defienden no es evangélica, sino pre-evangélica, un fósil que han revestido de incienso para ocultar su olor a miedo.
Hay que decirlo sin tapujos: lo que más temen estos sectores es que, entre la democracia y la mujer en la Iglesia, entre el Espíritu, que abra ventanas, que remueva certezas, que haga caer las estatuas de los viejos ídolos, la Iglesia cambie porque saben que, si cambia, su poder se evapora. Temen que las mujeres tengan voz y voto porque saben que, si lo tienen, ese sistema vertical, masculino, autorreferencial, construido a base de silencios impuestos, se derrumba. Temen la libertad porque, como decía Schopenhauer, la religión de los dictadores necesita oscuridad para brillar, y ellos viven justamente de esa oscuridad.
Por eso hablan tanto de obediencia, de sumisión, de tradición mal entendida. Por eso convierten la “seguridad” en su gran diosa, pervirtiendo la fe en un manual de control. Pero Pikaza muestra que la verdadera seguridad cristiana no está en repetir fórmulas ni en blindar estructuras, sino en abrirse a la Palabra que no esclaviza, sino que crea libertad. María no se rinde ante un destino impuesto, sino que escucha una llamada que reconoce como palabra amiga, que no invade, que no aplasta, que no humilla, sino que invita, respeta y eleva. Dios actúa como Espíritu, no como tirano, y María responde como mujer libre, no como súbdita.
Este punto es crucial: según Pikaza, la “sierva del Señor” no es la subordinada del varón, ni del hijo, ni de la estructura religiosa. Es sierva en el sentido bíblico más alto: colaboradora, ministra, responsable, autónoma. Y eso destruye toda lectura patriarcal. No hay sumisión. No hay miedo. No hay una mujer anulada para que los hombres manden. Hay libertad, y por eso hay encarnación. Dios no invade; Dios llama y espera. No impone; propone y confía. Y María, lejos de esconderse en ninguna sombra, se pone de pie y pronuncia un sí que no nace del miedo, sino de la plenitud.
Dios actúa como Espíritu, no como tirano, y María responde como mujer libre, no como súbdita.
Esa es la revolución que los ultras no toleran. Porque si María es libre, entonces la mujer cristiana no puede ser nunca un sujeto pasivo. Si María es colaboradora, la Iglesia debe ser sinodal. Si María sostiene la mirada de Dios, entonces la mujer sostiene su propia dignidad ante cualquier poder eclesiástico. Y si María es el principio de la libertad cristiana, entonces toda forma de clericalismo es una traición al Evangelio.
Por eso es tan importante leer y escuchar a teólogos como Pikaza, que no temen pensar, que no temen al Espíritu, que no temen a la libertad, y que han hecho de su vida una defensa radical de la dignidad del ser humano ante Dios. Pikaza no escribe para agradar a los jerarcas, sino para ser fiel a la Palabra. Y eso, en tiempos de cobardía disfrazada de ortodoxia, es un gesto profético.
Y quizá, cuando llegue ese día —porque llegará, aunque los ultras sigan rezando rosarios estratégicos para retrasarlo— se descubrirá por fin el secreto peor guardado de la Iglesia: que el miedo nunca fue una virtud teologal, que la libertad nunca fue un peligro, que pensar no es un pecado y que el Espíritu Santo no es el portero de un club exclusivo para varones mayores de 60 con sotana y vocación de vigilante de fronteras dogmáticas.
Y entonces, cuando la Iglesia empiece a parecerse más a María que a sus autoproclamados guardianes, los ultras tendrán que afrontar el mayor castigo imaginable para ellos: la irrelevancia. No habrá excomunión, ni castigos ejemplares, ni herejías que perseguir. Solo quedará el silencio incómodo de quien descubre que el mundo siguió adelante sin pedirle permiso. Y será divertido —evangélicamente divertido— ver cómo los profetas del desastre, los heraldos del apocalipsis moral, los coleccionistas de certezas absolutas, quedan convertidos en lo que siempre fueron: espectadores furiosos del Espíritu, eternos rezagados de la alegría cristiana.
Porque el mayor juicio sobre ellos no lo pronunciará ningún Papa ni ningún concilio. Lo pronunciará la historia, que mirará sus batallas como miramos hoy las polémicas de los fariseos: con una mezcla de estupor, lástima y… sí, también de ironía. Tal vez entonces comprendan que, mientras ellos levantaban muros, María ya estaba haciendo lo que el Evangelio manda: abrir puertas. Mientras ellos pontificaban sobre purezas, María estaba acogiendo vida. Mientras ellos discutían sobre poder, María estaba diciendo “sí” a la libertad.
Y cuando esa libertad entre definitivamente en la Iglesia —cuando entre la mujer, la democracia interna, la igualdad real, la sinodalidad plena—, quizá los ultras tendrán por fin la revelación que tanto temen: que Dios no necesitaba que lo defendieran. Que el Espíritu nunca les pidió trincheras. Que María jamás quiso soldados, sino hermanos y hermanas. Y que, al final, no es que perdieran poder… es que nunca lo tuvieron.
Porque la gran ironía es esta: la Iglesia del futuro les parecerá herética… porque será cristiana. Y eso, para ellos, es lo imperdonable.