Viudas, mártires, diáconos, sacerdotes… panorama de las mujeres en las primeras comunidades cristianas (164- 01)

Hoy escribe Antonio Piñero


El tema que vamos a tratar en esta miniserie lleva el título de esta primera postal. Ante esta tarea lo primero que creo debemos hacer es definir qué entendemos por “primeras comunidades”, puesto que en el cristianismo primitivo había varias y muy diversas dentro de él. Así:

1. La comunidad o “familia espiritual” constituida en torno al discipulado de Jesús;

2. Las comunidades judeocristianas de los inicios, por ejemplo, la de Galilea (de la que apenas tenemos noticias), la de Samaría (que quizás se refleje detrás del IV Evangelio), y sobre todo la de Jerusalén, dibujada directamente en los Hechos de los Apóstoles, en los evangelios judeocristianos tardíos, de finales del siglo II, conservados sólo fragmentariamente;

3. Las comunidades paulinas de los primeros momentos (hasta la muerte de Pablo: en torno al 60/62/64?);

4. Las comunidades deuteropaulinas formadas por los discípulos de Pablo (tal como se reflejan en las Epístolas Pastorales; en la 1ª Carta de Clemente, en el Pastor, de Hermas);

5. Las comunidades que están detrás de las primeras novelas cristianas, que comienzan hacia el 140: los Hechos apócrifos de los apóstoles, donde el protagonismo de las mujeres es increíble;

6. Otras comunidades luego declaradas heréticas como las de los “montanistas”;

7. Finalmente, el variado grupo de comunidades gnósticas que comienzan a apuntar en el siglo I y se consolidan definitivamente en el II, comunidades que duran hasta bien entrado los siglos IV o V.

Son muchas comunidades para tratar de ellas pormenorizadamente en nuestro blog (pues supongo, que los lectores se cansarán) aunque aludamos a todas ellas, al menos. Para atenernos a lo práctico, detendremos nuestra mirada en las comunidades más importantes, que son los que ofrecen más datos dentro de la escasez general de ellos en la literatura cristiana primitiva.


I La comunidad judeocristiana de Jerusalén


De ella tenemos noticias ante todo por los Hechos de los apóstoles. Sus rasgos distintivos son:

· Procede directamente de los apóstoles y de la familia de Jesús trasladada a Jerusalén. ¿Por qué a esta ciudad donde había padecido muerte el Maestro y en donde había múltiples enemigos? Probablemente porque la tradición judía decía desde que se asentó en la tradición que recoge (¿o inicia?) Zacarías 14,4 que la venida (definitiva) del mesías tendría lugar en la ciudad santa; más en concreto en el Monte de los Olivos, considerado dentro del perímetro de la “Gran Jerusalén”.

Esta ampliación de la “ciudad” fuera del ámbito estricto del perímetro de las murallas nació por necesidades de la fiesta de la Pascua, y de otras, sobre todo de los tabernáculos, de acoger peregrinos que tenían por tradición –por ejemplo en el caso de la Pascua- que sacrificar los corderos en el Templo y comerlos dentro del perímetro de la ciudad. De este modo, nació por motivos prácticos entre los doctores de la Ley la idea de la Gran Jerusalén. Muchos piadosos pensaban que preferentemente, había que esperar allí, en la capital, la “vuelta” de Jesús como mesías en pleno sentido, es decir, que ya no sería impedido por circunstancias externas –complot contra el Jesús carnal- en su tarea de implantar el Reino de Dios.

· No tiene esta comunidad de Jerusalén a mi parecer, y según el de muchos, una teología aún específicamente “cristiana” sino “judeocristiana”, en el sentido de que la única gran diferencia con sus correligionarios de la corriente mayoritaria del judaísmo era que creían firmemente que el mesías había venido ya; que ese mesías había sido Jesús el crucificado pero resucitado por Dios; que Éste había vindicado su tarea y que había hecho divino al Resucitado “de algún modo”, es decir le había dado una nueva naturaleza, que sin dejar de ser hombre lo situaba de pie (Hch 7,58) o sentado a la diestra del Padre.

· Creían además que Jesús -constituido el “Viviente” por Dios, el “Resucitado”, “Mesías” y “Señor” (Hch 2: discurso de Pedro)- había de venir de nuevo a la tierra a cumplir su tarea, frustrada por la iniquidad de los jefes judíos y de los romanos, a instaurar por fin el Reino como acabamos de indicar;

· Y creían finalmente que esa venida iba a ser inmediata, tanto que podían vender todos sus bienes y esperar a que ésta se produjera, orando, asistiendo al Templo diariamente, cumpliendo con otros preceptos de la ley mosaica, etc., sin preocuparse de nada más.

Según Lucas, el autor de los Hechos, el “judeocristianismo” nace en y después de lo ocurrido en Pentecostés (cap. 2 de Hechos), donde –según el discurso puesto en boca de Pedro- se cumple la profecía de Joel:

Y será en los días postreros, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros viejos soñarán sueños. Y ciertamente sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días, derramaré de mi Espíritu, y profetizarán (Hch 2,17-18 = Joel 3,1-5).


Estamos, pues, en un momento escatológico, del final de esta era y del comienzo de otra, definitiva; en ella, en lo que se refiere a la recepción del Espíritu, no hay distinción entre hombre y mujer. Aquí estaríamos en la línea de Génesis 1,27.


Ahora bien, en este supuesto del final de los tiempos tampoco habría esta distinción para el judaísmo circundante, a pesar de que en la vida diaria, antes de los instantes escatológicos, la mujer valía tanto como medio varón (por ejemplo, por su casi nula capacidad de ser testigos, por su nula capacidad de intervenir en la vida pública en todas sus esferas) y en la mayoría de los casos menos que medio hombre. Creo, pues, que esta igualdad de hombre y mujer en los tiempos finales no es mérito especial de los judeocristianos, ya que se cumple lo dicho por el profeta Joel como válido para todo el judaísmo.

T
odos éstos (los Doce más Santiago, el hermano del Señor) perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos (Hch 1,14).

(Pedro, liberado milagrosamente por un ángel de la cárcel de Herodes Agripa I) llegó a casa de María, la madre de Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos, donde muchos estaban juntos orando (Hch 12,12).


Por el ambiente general de lo que cuentan los Hechos es de suponer que en la primera comunidad judeocristiana las mujeres estaban al mismo nivel que los varones en la plegaria y profecía carismática (carisma = ‘don’ del Espíritu divino). Ahora bien, esta plena participación de las mujeres en pie de igualdad con los varones en la vida de la comunidad primitiva jerusalemita debe suponerse para el ámbito espiritual, no para el social, donde las normas de la costumbre judía respecto a las mujeres seguirían inalteradas.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
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