Cinismo eclesiástico: el Papa encubridor de pederastas y sus cómplices (II)

Hoy escribe Fernando Bermejo

La semana pasada argumentamos que la idea de que la Iglesia Católica ha cambiado radicalmente su política hacia la pederastia gracias a la supuesta “cruzada” contra esta lacra-delito emprendida por Benedicto XVI es nítida y totalmente falsa. La razón de esta falsedad no estriba únicamente en la sabiduría de sentido común según la cual una institución una parte sustancial de cuyos miembros ha cometido y/o encubierto de manera sistemática actos viles no puede cambiar por arte de birlibirloque su naturaleza, sino también en el hecho concreto de que Joseph Ratzinger, aun conociendo a más tardar desde febrero de 1997 la fiabilidad de las acusaciones de varias víctimas contra Marcial Maciel, durante casi 8 años (hasta diciembre de 2004) no hizo absolutamente nada para poner coto a los desmanes de este. Los hechos prueban que Ratzinger es un encubridor de pederastas.

¿Pudo Ratzinger en 1997, 1998, 1999 hacer algo significativo, tomar el partido de las víctimas? Por supuesto que habría podido, si –tal como postula la teología cristiana- el ser humano tiene, a pesar de sus muchos condicionantes, libertad para tomar decisiones.

¿Quiso Ratzinger tomar el partido de las víctimas? Evidentemente, no. Que sepamos, desde 1997 a 2004 Ratzinger no estuvo maniatado, ni encerrado en una mazmorra, ni nadie le quitó su pluma para escribir. Que Maciel contara con importantes apoyos en la curia no habría podido impedir a Ratzinger, el Panzerkardinal, hacer aquello a lo que su conciencia moral le habría obligado. Evidentemente, el amor por la verdad y la justicia de Ratzinger no superaba su afán de tranquilidad y sus propias ambiciones.

Entretanto, Marcial Maciel seguía haciendo de las suyas, y las víctimas de abusos –recordémoslo: niños y adolescentes violentados, que décadas después todavía sufrían los efectos de los abusos sufridos–, a su vergüenza y a sus traumas debían añadir el inmenso sufrimiento moral que supone el hecho de que, habiendo denunciado hechos gravísimos, los representantes institucionales de la Iglesia católica –a la que muchas de ellas seguían perteneciendo– se comportaran como si ellos no existieran. Esta ausencia de reacción supone un desprecio, un mentís a la credibilidad de las víctimas. Joseph Ratzinger pisoteó la verdad y despreció el sufrimiento de las víctimas, lo que muestra la verdadera catadura moral de “Su Santidad”.

Dicho sea de paso, y para evitar equívocos: esto no demuestra en modo alguno que Ratzinger sea un sujeto, desde un punto moral, especialmente malo. En absoluto. Ratzinger se muestra en esto un sujeto muy normal: el típico dignatario eclesiástico, para el que la verdad y la justicia carecen de toda significación ante los intereses de imagen de su corporación (y quizás también, como veremos enseguida, ante su propio afán de medrar). Ratzinger no es ni mejor ni peor que muchos miles como él en las filas de la Iglesia: es, simplemente, uno más del ejército de (predecibles) funcionarios.

Todo lo anterior demuestra que el autor de Tolerancia cero, según el cual Ratzinger es acusado “injustamente” de haber mantenido un silencio cómplice, acumula en su libro falsedad sobre falsedad.

Una vez establecidas las falsedades fundamentales de la idea de la “tolerancia cero”, cabe plantear ahora por qué Joseph Ratzinger, que durante casi ocho años impidió cualquier investigación (y además modificó, el 18 de mayo de 2001, el canon 1378 eliminando la no prescripción del delito absolutio complicis, algo que favoreció a Maciel), permitió la apertura de una investigación a comienzos de diciembre de 2004: el 2 de diciembre los exlegionarios denunciantes reciben una llamada de la canonista Martha Wegan en este sentido. Esta apertura es presentada, por el autor de Tolerancia cero, como una suerte de hazaña moral por parte de Ratzinger, lo cual –en vista de su inacción durante tanto tiempo– constituye otra evidente falsedad. Pero si lo que motivó tal apertura no fue el amor por la verdad ni por la justicia, ¿qué fue? ¿Por qué Ratzinger autoriza la apertura de una investigación a finales de 2004?

A Ratzinger, haber iniciado una investigación en 1997, 1998 ó 1999 solo le habría acarreado muchos problemas: ante todo con su jefe, Juan Pablo II, que apoyó siempre a Maciel (no fue el único pederasta al que apoyó); y con sus compañeros de la curia, varios de los cuales apoyaban a Maciel. Tomar el partido de las víctimas habría supuesto para Ratzinger entrar en conflicto con otros jerarcas, ver mermados sus apoyos y minimizar sus futuras posibilidades de ascenso y de ser papable.

Ahora bien, en diciembre de 2004 se daban las siguientes circunstancias:

1ª) Ya había pasado el 26 de noviembre, fecha en la que se habían celebrado solemnemente en Roma los 60 años de la ordenación sacerdotal de Marcial Maciel, con la presencia de muchos obispos y cardenales y el apoyo explícito de Juan Pablo II, quien se refirió por escrito –santo subito– a la “significativa fecundidad espiritual” de la vida de Marcial Maciel.

2ª) Para entonces, nadie debía ya temer nada de los resultados de tal investigación. A finales de
2004, Wojtyla estaba muy enfermo y se sabía que no iba a durar mucho. Para cuando la investigación hubiera terminado, el papa Juan Pablo II habría dejado el mundo de los vivos (como de hecho ocurrió, exactamente 4 meses después: el 2 de abril de 2005). Para entonces, el propio Maciel –que al comenzar la investigación tenía ya 84 años cumplidos–, si no estuviera muerto (murió en 2008), sería ya demasiado mayor, y por tanto sería tanto más fácil utilizar la coartada de la caridad para no abrir un proceso contra él (recuerden el caso Pinochet y tantos otros). Esto fue, como veremos enseguida, exactamente lo que sucedió.

3ª) Una vez que nadie tenía nada que perder a esas alturas, Ratzinger tenía mucho que ganar. En efecto, ¿podía arriesgarse Ratzinger a que Juan Pablo II muriera sin haber hecho absolutamente nada contra Maciel, y por tanto a que todo el mundo le señalara luego como cómplice? La respuesta es: No. Era un juego demasiado peligroso. En el juego hipócrita de las componendas y los compromisos en que se mueve la mediocridad moral, tomar partido por las víctimas habría significado una decencia excesiva, pero no hacer absolutamente nada cuando se avecinaba un cambio de pontífice y Ratzinger se sabía papable, habría sido una indecencia excesiva (en otras palabras, y para hablar en román paladino: se le habría visto demasiado el plumero).

La graciosa autorización de la apertura de una investigación en diciembre de 2004 parece no haber sido otra cosa que una jugada estratégica de Ratzinger para salvar las apariencias. De hecho, ni siquiera sobre Maciel tuvo especiales consecuencias, pues cuando se emite el comunicado de la “Santa Sede” de mayo de 2006, en virtud de la edad avanzada del padre Maciel y su frágil salud, se renuncia a todo proceso canónico y se le invita, simplemente, a una “vida reservada de oración y penitencia”. En ningún lugar del comunicado se mencionan sus delitos ni a las víctimas del abuso sexual.

De todo lo anterior se deduce que atribuir a la acción de Ratzinger en el caso Maciel algún significado decente y presentar este caso como prueba de la existencia de una supuesta “cruzada” de Benedicto XVI contra la pederastia es algo que solo puede hacer un ciego o un idiota moral. El triste hecho, por supuesto, es que el mundo en que vivimos está literalmente plagado de tales idiotas morales.

La próxima semana acabaremos de analizar las falsedades y el grado de cinismo de la fantasía según la cual Benedicto XVI es el paladín de una renovación de la Iglesia católica en lo que respecta a la pederastia y otras corrupciones.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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