Los momentos anteriores a la revuelta de los Macabeos. El dominio de los Seléucidas en Israel (I)


En estos momentos veremos cómo Israel pasa de mano de los greco-egipcios a los greco-sirios.

El robustecimiento del poder de los monarcas greco-sirios, de la dinastía seléucida en el Próximo Oriente significó la vuelta a unas aspiraciones de poder sobre Israel y Siria (entonces bajo el dominio de los Ptolemeos) que nunca habían sido desechadas desde los tiempos del fundador de la dinastía, Seléuco I Nicátor. Antíoco III el Grande (223-187) intentó expresamente apoderarse de Israel y de ciertas partes de Siria que no estaban bajo su poder en el 217 a.C.

Su avance, sin embargo, fue frenado por Ptolomeo IV en la batalla de Rafía, donde por primera vez lucharon los indígenas egipcios codo con codo con los dominadores griegos. Pero, más tarde, tras la muerte de Ptolomeo IV en el 204, Antíoco pensó que había llegado su oportunidad. En una rápida campaña, que tomó por sorpresa a los tutores del joven rey Ptolomeo V Epífanes (204-281), Antíoco III se apoderó de Siria e Israel gracias a su victoria en la batalla de Panion (200). Desde esos días Israel pasó a la órbita de los reyes seléucidas.

De momento no se acabaron las largas décadas de paz y prosperidad habidas con los monarcas Lágidas. El nuevo rey, Antíoco III, había sentado las bases de su gobierno estableciendo con claridad los derechos y deberes propios de cada región de su reino. Respecto a los judíos fue benévolo. Respetó Jerusalén, pues sus habitantes se habían mostrado a la postre favorables a él ayudando en la expulsión de la guarnición ptolemaica de la ciudad. Sin embargo, la población se hallaba dividida: unos estaban a favor de los griegos-egipcios; otros se situaban con los nuevos dominadores greco-sirios.

Antíoco III contribuyó a la reconstrucción de la ciudad, hizo donaciones para los sacrificios en el Templo y se mostró magnánimo en la remisión de ciertos impuestos sobre el país en general. Y, lo que es más importante, políticamente concedió la autonomía para que los judíos se autogobernaran según las leyes patrias.

Pero la intervención de Roma iba a cambiar el panorama político. Egipto, abrumado por el poderío de su vecino seléucida y por la pérdida de sus antiguas provincias de Siria y Palestina, llamó en su ayuda a los romanos. Roma tenía las manos libres para intervenir en el Oriente, pues en la Segunda guerra púnica (218-202) había acabado con su eterno enemigo, los cartagineses.

En el bando opuesto a Egipto-Roma se situaron Antíoco III y Macedonia, que de ningún modo podían ver con buenos ojos la intervención de una potencia occidental en sus asuntos. Roma pudo con los dos adversarios.

En la llamada Segunda Guerra Macedónica (200-197) acabó con el rey macedonio Felipe V en la batalla de Cinoscéfalas. Luego, en el 190, en la batalla de Magnesia, derrotó a Antíoco III, quien en el 188 firmó ante Roma la paz en la ciudad de Apamea. El tratado le era muy desfavorable, pues tenía que abandonar sus anteriores conquistas en Asia Menor, entregar su armamento pesado -sus elefantes-, junto con la totalidad de su flota y pagar altísimas compensaciones de guerra. El rey se vio entonces urgentemente necesitado de dinero.

Por de pronto, el aliviamiento de los impuestos a Israel, anterior¬mente concedido, se vio eliminado. Los tesoros de los templos corrían peligro, y de hecho comenzaron los saqueos. Antíoco III murió durante el saqueo de un santuario de Bel (Baal) en el Elam en el 188.

Cuando le sucedió en el trono su hijo Seléuco IV (187-175) le llegó el turno al templo de Jerusalén. El ministro real, Heliodoro, hizo el primer intento de confiscación, con lo que las relaciones con la corona se agriaron. En el 175 este mismo Heliodoro asesinó al rey, probablemente por instigación del reino rival de Pérgamo. Tras una serie de conflictos con un usurpador, subió al trono el hermano de Seléuco, Antíoco IV, con el sobrenombre de Epífanes.

Este monarca había permanecido catorce años en Roma como rehén tras la paz de Apamea. Admiraba el sistema y la política romanas a la vez que era un ferviente partidario de las virtudes y cultura helénicas. No intentó ninguna aventura hacia el Oeste que le pudiera enajenar la voluntad de Roma, sino que se concentró en el sur y el oriente de su reino intentando consolidar su estructura, amenazada por fuerzas centrífugas.

El monarca debió de pensar que una fuerza de cohesión notable podía ser la unidad de cultura y lengua entre los pueblos de su reino, y ¿qué mejor que la civilización helénica? Aunque las últimas motivaciones de la política de Antíoco son obscuras para la historio¬grafía, es muy posible que tenga razón Tácito (Historias V 8) cuando afirma que su intención era apartar a los judíos de sus supersticiones y enseñarles las costumbres griegas.

No está nada claro, sin embargo, que el uso del sobrenombre Epífanes (“revelación divina”) por Antíoco IV, así como la acuñación de monedas con este título signifique que el rey se hubiera tomado en serio que su persona era realmente divina y que sobre esta base podía fundamentar los aspectos religiosos de su política, es decir, unir la intención de helenizar a sus súbditos con el lazo religioso del culto al soberano. Es probable más bien que se hubiera considerado simplemente el representante de Zeus en su reino, en la línea de los monarcas orientales del anterior Imperio persa. Sea de ello exactamente como fuere, lo cierto es que estos planes de cohesión cultural tenían que ser muy mal vistos en Judea por algunos sectores de la población, pues la religión y la cultura estaban en el país íntimamente unidas.

La situación en Judea podía favorecer aparentemente los planes reales. Como dijimos en otro “post”, el continuo proceso de helenización efectuado lentamente en las largas décadas de dominio lágida, había dividido la población de Israel en dos grandes bloques.

Por un lado, una fuerza "progresista", abierta a la cultura griega, compuesta sobre todo por las capas altas de la población.

Por otra, el pueblo llano y parte de las clases medias, inclinadas más bien a defender a ultranza las costumbres patrias. La antigua tradición escatológica y apocalíptica, muy perceptible en Israel desde inmediatamente después del exilio, se había ido aglutinando en una especie de movimiento de defensa religiosa, cuyos epígonos eran los llamados hasidim o "piadosos". Era éste al principio un grupo complejo de gentes interesadas en la defensa de la Ley del que más tarde se desgajarían diversas facciones, como las de los fariseos o la de los esenios.

A la vez, en el seno de la clase más alta y prohelena había diversos bandos. Económica y socialmente dos familias se repartían el poder: los Oníadas (sumos sacerdotes) y los Tobíadas (de los que hemos ya escrito y que tenías sobre todo un fuerte poder económico), que tomaban el nombre de los patriarcas que habían fundado antaño los grupos familiares.

En lo religioso, cultural y político había también sus divisiones. Unos, más conservadores en materia de religión, se inclinaban por la vuelta al seno del poderío egipcio, dentro del cual la autonomía religiosa había funcionado sin problemas; otros, más renovadores y abiertos totalmente a las costumbres griegas, eran adictos de la causa de los seléucidas, los actuales gobernantes.

Este último partido proseléucida se había formado ya con notable fortaleza en tiempos de Antíoco III, y naturalmente estaba integrado por aquellos aristócratas que mejor les iba económicamente con los nuevos dueños. El sumo sacerdote Onías III, partidario de los egipcios, fue depuesto, y su hermano Jasón (nombre griego sustituto de Josué), simpatizante de los seléucidas, accedió al sumo sacerdocio en otoño del 175 a.C., probablemente gracias a una fuerte suma de dinero que entregó o prometió a Antíoco IV, que acababa de acceder al trono. El rey tenía dificultades financieras y andaba necesitado de partidarios fieles en Judea.

Los propósitos renovadores del nuevo sumo sacerdote Jasón, apoyados por un fuerte grupo de partidarios en Jerusalén, coincidían plenamente con los del monarca. La intención final de Jasón y su grupo era hacer de Jerusalén una polis griega como cualquier otra, libre y abierta de ideas, para integrar definitivamente a la estratos superiores judíos en la clase superior, la de "los helenos". Según 1 Macabeos 1,11 el programa de estos "helenistas" era formar una unidad con el resto de los pueblos del imperio, ya que el mantenerse separado traía como consecuencias muchos daños, económicos, políticos, sociales. Así se fundaría dentro del perímetro de Jerusalén una nueva polis con el nombre de Antioquía en la que se inscribirían como ciudadanos de pleno derecho quienes adoptaran las costumbres griegas. El resto de la población quedaría al margen como "periecos" (habitantes de la chora -territorio- de una ciudad griega que no poseen la totalidad de derechos).

Ya nos podemos imaginar cómo esta política hubo de encontrar una gran oposición entre el grupo religiosamente más conservador.

Seguiremos. Saludos cordiales, Antonio Piñero
Volver arriba