Un examen a fondo de cierta teología feminista



En esta serie de libros que estamos presentando –y antes de comenzar una nueva serie que deseo dedicar a la explicación sumaria de las líneas principales de la Cábala judía- le toca hoy a uno al que tengo particular aprecio, ya que su autor demuestra un notable, sereno y agudo espíritu crítico en el tratamiento de los textos evangélicos. Se trata del libro de José Ramón Esquinas Algaba,

Jesús de Nazaret y su relación con la mujer. Una aproximación al estudio de género a partir de los evangelios sinópticos, Editorial “Academia del Hispanismo”, Vigo, 2007, 229 pp., ISBN 978-84-935541-5-6.


El estudio comienza planteando con bastante amplitud los problemas gnoseológicos, es decir, de teoría del conocimiento que la propia idea del Jesús histórico encierra. Su postura es la de un análisis que intenta ser absolutamente objetivo en lo posible, no espiritualista, sino de un materialismo gnoseológico, independiente de toda confesión religiosa, que busca eliminar de los textos de los Evangelios los resabios de la mentalidad kerigmática de sus autores –es decir, la proclamación y defensa de una fe concreta en Jesús como mesías que cumple los planes eternos de Yahvé- para llegar a entrever la posición del Jesús histórico.

En este caso se trata de dilucidar cuál es la posición de Jesús respecto a los roles de la mujer en la sociedad que le tocó vivir. Por “roles” en las ciencias humanas entiende el autor los aspectos sociales e históricos adscritos a las diferencias sexuales biológicas y vinculados a diferentes jerarquías de valores. El término rol se ha introducido en las ciencias sociales sobre todo proveniente del francés rôle, que remite al papel que desempeñan los actores. Sin embargo, en español la palabra rol tiene un sentido objetivo igual de sugerente para el estudio social: un rol es una lista, y en concreto una lista de embarque. El rol es la lista mediante la cual se clasifican los que pueden y no pueden subir al barco, los que pueden o no «enrolarse». En nuestro caso, los roles de género, sirven para clasificar mediante jerarquías sociales, y marcar a su vez los espacios que están permitidos transitar a cada género así como las actividades en las que les está autorizado embarcarse.

Tras esbozar un cuadro de los roles de género en la Palestina del siglo I la tarea de esta obra consiste en precisar en qué medida eran admitidos o eran trasgredidos —ya sea a nivel redaccional de los sinópticos, ya sea, cuando ha sido posible, a nivel del Jesús histórico— dichos roles.

Como paso previo y necesario para esta investigación el autor investiga el marco escatológico en el que deben enmarcarse los dichos y hechos de Jesús de Nazaret para poder desentrañar las relaciones de género: la proclamación del Reino de Dios, la actuación de Yahvé con poder en la Historia; la moral que subyace a la predicación del Reino de Dios que es el núcleo de la proclamación de Jesús. El autor tiene especial interés en mostrar que no se puede extrapolar una moral actual que considera al “género humano” como depositario de unos derechos y deberes iguales y por tanto, de un trato igualitario, a la Antigüedad.

En el mundo antiguo en general, y en el Imperio Romano en particular —y aquí se incluye también a su época cristiana— la unidad del género humano, a nivel biológico o físico, nunca estuvo reñida con su heterogeneidad en los tratos, privilegios y diferencias sociales. Un ejemplo: la connivencia del cristianismo y de las iglesias cristianas con la esclavitud no debe ser entendida como la desviación ideológica de un mensaje cristiano igualitario al principio que luego se va corrompiendo. En la parábola del hijo pródigo, por ejemplo, el padre que es un modelo de virtud es visto desde los ojos de hoy un esclavista, ya que tiene siervos que son esclavos.

De este ejemplo avisa ya el autor que el mensaje igualitario de Jesús de Nazaret no existió nunca. Igualmente no puede presuponerse en Jesús - sin un conveniente análisis como hacen algunos- un mensaje igualitarista en relación a las mujeres por el simple hecho de que Jesús mandara amar al prójimo.

A continuación se pregunta el autor si Yahvé era una figura masculina o femenina. Yahvé, en los evangelios sinópticos, no es una idea filosófica, sino un numen que se comunica con las personas y que es concebido como un ente personal capaz de enfadarse, perdonar, alegrarse, etc., y por tanto capaz de asumir comportamientos según diversos roles sociales.

Jesús concibió a Dios principalmente como un Padre (abbā) —y no como una madre— especialmente cuando ejercía su autoridad. Pero hay otros pasajes en los que puede entreverse la presencia de Yahvé, o un delegado suyo en un papel femenino y activo (Parábola de la mujer y la dracma; el Juicio final y la Reina del Sur; El lamento contra Jerusalén). Observa el autor que el Yahvé que nos presenta Jesús no es tanto una divinidad masculina, sino una que cuando asume determinados roles que se consideran masculinos aparece exactamente como masculino y cuando asume roles maternales se nos muestra como efectivamente femenino según los parámetros sexistas que existían comúnmente en Judea y Galilea del siglo I: el único momento en el que una mujer adopta una posición activa resulta ser el de una gentil (la Reina del Sur) que juzga a los judíos al modo de castigo.

Pasa luego el autor a estudiar la relación de Jesús con la institución familiar y lo hace en dos partes: primero entra en la relación de Jesús con su familia (Isabel, María de Nazaret, sus hermanas biológicas; cf. Mc 6,3). Afirma el autor que se ha de ser cauto a la hora de defender un abandono radical por parte de Jesús de su familia biológica y todavía más a la hora de sacar conclusiones sobre la igualdad de género que tal ruptura supondría. El problema de esta tesis radica en la dificultad de explicar la permanencia de familiares biológicos de Jesús —madre incluida—, en las primeras comunidades postpascuales, lo que indica que ya durante su ministerio sus familiares lo seguían o compartían parte del ideario de Jesús. Es más que probable que la idea de que los familiares biológicos de Jesús no le creyeron y se opusieron a él durante su ministerio público se fraguara por el interés por parte del cristianismo helenista de oponerse a la rama más judeocristiana, la de Jerusalén, dirigida por un hermano de Jesús, Santiago, que se opone a las tesis del cristianismo paulinista.

Mantiene J. R. Esquinas que es en el contexto del secreto mesiánico pergeñado por Marcos donde cobra especial significación la supuesta ruptura de Jesús con su familia. Sin duda Jesús antepuso su predicación del Reino de Dios a su familia biológica, pero no por ello ha de pensarse en una ruptura familiar ni menos que buscara romper con algún tipo de rol patriarcal.

Respecto a la concepción de la familia que tenía Jesús según determinadas perícopas y dichos, sostiene el autor que Jesús defiende la familia tradicional de su época —con sus distinción de género sexista tradicional—, pero prevé la ruptura familiar inminente a causa de la acción de Yahvé en la Historia. Entonces habrá que ponerse de parte de Yahvé sin importar lazos familiares y sólo si estos lazos entran en conflicto con Yahvé y sus mandatos.

Finaliza J. R. Esquinas esta incursión por la familia con el problema del repudio y la idea de matrimonio en los dichos del Galileo; tampoco halla nada que indique una desviación de la concepción que entiende el matrimonio en clave patriarcal. Jesús mantuvo una visión masculina de la institución matrimonial; además, no prohibió el repudio en todos los casos —lo permitió en caso de adulterio— precisamente porque el adulterio, vinculado en el imaginario judío con la idolatría, corrompía al propio cuerpo del varón. Por tanto, en caso de inminencia escatológica, mejor era cortar con la mujer que ir derecho al fuego eterno.

El estudio de las parábolas le parece al autor especialmente fecundo para la elucidación del tema gracias a las propias características de este género literario en el que se presentan a personajes actuando y representando diversos papeles sociales. De todas ellas, unas treinta y ocho, tan sólo cuatro tienen a mujeres como protagonistas (Parábola de la levadura; de la mujer y el dracma; de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes; del Juez injusto y la viuda ). Ni siquiera en éstas las mujeres ejercen autoridad sobre varón alguno, es más, no se encuentran parábolas en la que la mujer ejerza autoridad sobre nadie.
Jesús compartió las concepciones sexistas de su época, mantiene J. R. Esquinas. Una proclamación de la igualdad entre hombres y mujeres en el terreno social hubiera sido tan novedosa en su entorno que necesariamente hubiera tenido que ser recogida claramente en los evangelios. Y esto no ocurre. Ni hay justificación de la igualdad de género, ni las hubiera podido haber ateniéndonos a los condicionamientos sociales. Símplemente Jesús, a la hora de diseñar sus parábolas toma ejemplos cotidianos aceptados por todo el mundo y hasta por él mismo.

Opina el autor que en contraposición a las parábolas, los milagros son la fuente menos fiable que tenemos para estos análisis de género. No es a causa de problemas de historicidad, pues nadie duda que Jesús realizó obras que sus contemporáneos tomaron por milagros, sino porque todas las narraciones son de algún testigo que interpreta el milagro. Propiamente, Jesús nunca narra su propio milagro. Tanto en los pasajes de la hemorroisa como en el de la hija de Jairo, se respetan escrupulosamente las convenciones de género: la hemorroisa lo toca furtivamente y no reta a Jesús de modo directo. En cambio, Jairo —como varón— sí toma un papel directamente activo, se postra y pide a Jesús que sane a su hija. Cuando son sanadas, las mujeres quedan reinsertas en su vida femenina tradicional y no pasan a ser sus discípulas. Caso análogo es el de la suegra de Pedro, que sanada se pone a servirles pero en funciones domésticas.

Los otros casos de mujeres sanadas (La mujer encorvada, la hija de la Sirofenicia e indirectamente el hijo de la viuda de Naín) son de historicidad más que dudosa o cuanto menos han sufrido fuertes manipulaciones cristianas, aunque tampoco alteran en lo sustancial ningún rol de género. Curar a una mujer no puede ser considerado como un acto de liberación feminista —esto es un interpretación teológica, no histórica—. Es más, aunque así fuera, habría que matizar mucho el alcance y significado social de ese componente liberador de la curación teniendo en cuenta que en todo el Mediterráneo y el mundo antiguo, los templos de los dioses encargados de curar sanaban tanto a hombres como a mujeres y contaban además con sacerdotisas a su servicio.

El judaísmo nunca fue tan misógino como para ver la curación de una mujer como algo subversivo. Menos aún en la concepción del milagro que parece presentarse en Jesús: el milagro es fruto de la acción de Yahvé. Si Yahvé se dignaba a curar a mujeres ningún varón iba a criticarlo, sobre todo si tales milagros consistían en restablecer la posición social tradicional de la mujer sanada. Sobre todo si tales milagros muestran que dios salvará a los débiles. A lo sumo indica que la salvación que trae la acción de Yahvé en la historia también afecta a las mujeres, cosa por otro lado que pocos discutían.

Para sorpresa de algunos, pero en mi opinión con buenas razones, J. R. Esquinas sostiene que el texto lucano (8,1-3) que cita expresamente a mujeres seguidoras (¿discípulas?) de Jesús no pasa los criterios de historicidad, es decir, es de dudos historicidad, y además muestra a las mujeres sirviendo tanto a Jesús como al resto de los varones principales de la comunidad. El pasaje pudo ser extraño para lectores paganos, pero desde la perspectiva interna del cristianismo —donde Jesús además ya está divinizado— es perfectamente coherente y menos subversivo que otras alternativas.

El dicho de los eunucos por el Reino es sintomático de la centralidad que ocupan los varones en la predicación del Nazareno. Esto en modo alguno significa que las mujeres estén excluidas, sino subordinadas a los varones.

El pasaje de la unción en Betania, tanto la versión más antigua basada en Marcos, como la ampliación y modificación de Lucas lleva a una conclusión similar. El texto de Mc es una contraposición entre una obra buena (dar el dinero a los pobres) y otra supuestamente mejor (perfumar el cuerpo de Jesús como anticipo para la tumba). Lc transformó a la sirvienta en una pecadora pública-mujer para contraponer su piedad a la del fariseo-varón y dejarlo así en evidencia. Lo que estaba contraponiéndose en Lucas son dos jerarquías ideológicas y sociales (Mujer-Piadosa frente a Varón-Impío), donde por supuesto, para Lc, la lección se decanta por favorecer a la mujer-piadosa para mayor escarnio del judío-varón: los judíos se creían los elegidos pero ahora la buena noticia se predica a los paganos, en principio idólatras —recordar que en el imaginario judío adulterio e idolatría están estrechamente ligados— pero cuya piedad hace que el perdón de Jesús, ahora ya pensado como «el Señor», se decante por éstos últimos.

En un excursus final sobre María Magdalena y las mujeres como testigos de la Resurrección el autor pone de relieve que debe uno cuestionarse hasta qué punto es realmente cierto que pueda considerarse a María Magdalena y a las mujeres como testigos de tal portento. Dado que por la naturaleza del evento no puede establecerse la historicidad de la Resurrección, el nivel en el que se mueve el investigador es el redaccional, un nivel que si bien no nos puede conducir al Jesús histórico, si puede permitirnos rastrear el papel de la mujer en las primeras comunidades.

En la tradición más antigua que tenemos, la de Pablo, no aparece citada ninguna mujer. En Marcos sí aparecen unas mujeres, pero no tienen ningún contacto con el Resucitado, que sólo se aparece —como en Pablo— a Pedro y los discípulos. Hay que esperar a Mateo para tener a unas mujeres testigos del Resucitado, pero en un segundo momento éste otorga unos poderes sólo a los once discípulos varones.

En Lucas dos varones comunican al grupo de mujeres la Resurrección de Jesús, pero las mujeres en sí no son testigos del Resucitado, pues no lo ven directamente ni se encuentran con él. En Lucas los primeros testigos son también masculinos.

En el Evangelio de Juan, María Magdalena es la primera testigo pero no la primera creyente, que cómo cabría de esperar es el Discípulo amado, que cree sin ver. Así, en el orden de la fe María Magdalena es mucho menos importante que el Discípulo amado.

Las conclusiones del libro de J. R. Esquinas se centran en constatar que tanto en la tradición que puede remontarse a Jesús de Nazaret como la que se presenta en el nivel de la redacción de los Evangelios (primeras comunidades), se observa la pervivencia de los mismos esquemas, prejuicios y dinámicas sexistas de género comunes a su entorno cultural. En ningún lugar se aboga por la igualdad de género ni por el reconocimiento de espacios distintos a las mujeres de los que socialmente le correspondían. Cuando alguna mujer rompe, en algún aspecto con su rol tradicional, o es para causar el deshonor de los afectados —la Reina del Sur—, o es para volver a sus costumbres tradicionales —hemorroisa—.

Es cierto que en Jesús de Nazaret no encontramos las clásicas diatribas contra las mujeres del Antiguo Testamento o de los manuscritos de Qumrán, pero este hecho –según Esquinas- no aminora su comportamiento sexista. No estar entre los acérrimos misóginos no ubica a uno necesariamente en el lado del igualitarismo. Esta característica puede deberse precisamente a que el interés del Galileo estaba centrado en otro aspecto: el inminente fin escatológico del mundo. Por tanto, y aunque creara una protocomunidad escatológica, le eran ajenos los problemas internos de una comunidad sectaria como Qumrán o los intereses cotidianos de los textos sapienciales del Antiguo Testamento —donde la discriminación de la mujer es más que patente—, por lo que no sintió la necesidad de establecer demasiadas normas morales y directrices a sus discípulos excepto en temas que consideraba de especial importancia como el repudio.

La conclusión del libro, por lo demás, resulta ser en sí bastante conservadora. Cualquiera que esté un poco familiarizado con los textos y las sociedades antiguas sabe del sexismo presente en mayor o menor medida en ellas. El acceso de un considerable número de mujeres a la investigación teológica e histórica, sobre todo a partir de los años sesenta del siglo pasado, permitió revisar la antigua teología patriarcal y postular a un Jesús liberador de la mujer en consonancia con la liberación que estas mujeres pedían en el seno de sus iglesias o sociedades respectivas.

Las líneas de investigación, sobre todo las que partían de la teología más confesional, siempre pretendieron exonerar a Jesús de los pecados sexistas del cristianismo posterior a él. Es imposible no relacionar este esquema histórico con un esquema de especial influencia en la cristiandad: la secuencia ternaria de Paraíso-Pecado-Redención. Así, la mujer en la historia del cristianismo habría pasado por un supuesto periodo ideal, el de la predicación de Jesús, para luego encontrarse con una reacción masculina que ocultó parte de la verdad hasta el día en que cierta teología feminista la puso al descubierto.

Se dice a menudo que bastaría estudiar bien la historia para encontrar las esencias eternas de un primitivo mensaje religioso que luego fue ocultado en los tiempos siguientes. Para los cristianos, las mujeres han de ser iguales a los hombres entre otras razones porque ya lo fueron en el primigenio inicio de los tiempos o, al menos, así fue como Jesús de Nazaret lo quiso. Jesús habría defendido la igualdad de la mujer y si los cristianos no siguieron sus pasos se habrá debido a una mala comprensión de su mensaje.

El estudio de los textos evangélicos no permiten sostener esta postura. Según J. R. Esquinas, este esquema resulta muy dudoso a tenor de la investigación de los textos evangélicos. Por ello debe ser revisado. La obra termina con un alegato en pro de la mujer: el mejor legado que una historiografía comprometida con la causa de las mujeres puede ofrecer es afirmar, aunque duela, que la igualdad que las mujeres están alcanzando por fin en nuestro siglo no se la ha otorgado un matriarcado prehistórico, ni la figura histórica de Jesús de Nazaret, un profeta galileo escatológico insertado en los esquemas mentales de su tiempo, ni una novísima reinterpretación de los textos evangélicos en busca de lo que los pérfidos varones han intentado ocultar, sino la lucha por la igualdad que ellas han mantenido y siguen manteniendo.

Creo que este libro ofrece bastante materia para pensar.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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