La figura de Juan Bautista como marco del pensamiento de Jesús. “Jesús y su gente” (VIII)

Hoy escribe Antonio Piñero

En el comentario que estamos haciendo a la obra de Paolo Sacchi, Jesús y su gente, me parece interesante destacar algunos puntos en los que hace hincapié este autor en el capítulo dedicado a Juan Bautista.

En primer lugar, la insistencia casi imprescindible en caer plenamente en la cuenta de que el impulso de Jesús hacia una vida de piedad con trascendencia pública tiene su origen en su atracción por la figura del Bautista. Jesús encontraba algo muy importante en la figura de Juan y su predicación como para dejar Nazaret, su familia y su trabajo. Jesús no se dirige hacia un maestro fariseo o a Qumrán, sino al Bautista. Luego permanece con él quizá semanas o meses, hasta fundar su propio grupo, tomando gentes que pertenecen al círculo del Bautista mismo.

Teniendo en cuenta que los evangelistas, en especial Mateo, ponen como primeras palabras públicas de Jesús (Mc 1,15 y sobre todo Mt 4,17) tema y vocablos calcados de la predicación de Juan Bautista, parece razonable pensar que conocer bien la ideología de éste puede ser el mejor e indispensable marco para deducir cómo pensaba Jesús al menos en sus inicios. Al parecer las ideas básicas del Bautista eran capaces de colmar las aspiraciones de muchos en la Judea y Galilea de esos momentos, incluidas las de Jesús.

Una idea importante en Juan Bautista es la distinción entre lo puro e impuro, tema que Sacchi aclara especialmente bien. Lo que distinguía al Bautista de otros posibles predicadores populares del Israel del momento era la convicción de que sólo el arrepentimiento, acompañado naturalmente de una conducta recta en los sucesivo, no era suficiente para reconciliarse con Dios. Para que el subsiguiente bautismo tuviera algún sentido era preciso admitir que el Bautista participaba respecto al pecado de concepciones destacadas por los qumranitas (Manuscritos del Mar Muerto), aunque evidentemente con fundamentos bíblicos: la existencia de una impureza en el ser humano como realidad consecuente al pecado, o con otras palabras: el pecado produce también impureza, que debía ser eliminada con un rito purificatorio. Jesús debía de participar de esta convicción.

La idea del Bautista iba más allá del rito de expiación anual por el pueblo de Levítico 16 (el chivo expiatorio ofrecido al diablo Azazel…). Este rito no presuponía que tras el pecado quedara mancha alguna que hubiera de ser eliminada del ser humano como consecuencia del pecado. El Bautista, por el contrario, sigue más bien la concepción de fondo de Isaías 6,6 (vocación del profeta): el ser humano no puede acercarse a Dios –en este caso al reino de Dios que se avecina- en estado de impureza, y sentía que esta impureza estaba de algún modo en la esfera del pecado: el ángel que toca los labios de Isaías con el carbón ardiente elimina la impureza y –al parecer- cualquier resto de pecado de la vida anterior del profeta, pues particularmente impuras eran las transgresiones de la voluntad divina.

Esta línea de pensamiento de Isaías fue aceptada por los qumranitas para quienes impureza y pecado casi coincidían. En esto, pues, Juan Bautista se hallaba cerca de tal pensamiento y lejos de la idea común del judaísmo del momento que mantenía que la transgresión de la Ley como tal no creaba una impureza en el individuo: seguían aquí más bien el común de las gentes la línea de Jeremías, capítulo 7, para quien bastaba el arrepentimiento y la práctica de las buenas obras para ser salvados.

Una prueba de este aserto –la diferencia de pensamiento de Juan Bautista y el judaísmo más o menos oficial- se trasluce en unas pocas palabras, que suelen pasar desapercibidas, del Cuarto Evangelio (3,25):

“Se suscitó una discusión entre los discípulos del Bautista y cierto judío (¿un fariseo?) acerca de la purificación (= necesidad del bautismo)".


Para el Bautista, como insiste Sacchi con razón, no debía de parecer suficiente el arrepentimiento puesto que éste no eliminaba la impureza, dejada en el cuerpo –como una suerte de resto- por el pecado. Así pues: primero arrepentirse; luego purificarse. Y las purificaciones de restos leves de impureza se hacían en el judaísmo con agua.

Esta vía de salvación fue sentida por las gentes como tan peculiar de Juan que la tradición (confirmada también por Flavio Josefo, Antigüedades de los judíosXVIII 116) añadió a su nombre el calificativo de “Bautista”, cosa al perecer insólita hasta el momento en el judaísmo.

Jesús debía de participar de esta mentalidad, pues cuando al parecer tras iniciar la fundación de su grupo propio -y durante bastante tiempo según el Cuarto Evangelio-, él, o sus discípulos continúan con este rito purificatorio, es decir, bautizaban:

“Así pues que supo el Señor (así el griego: ho kýrios = no necesariamente de la teología posterior, sino un posible tratamiento judío en la época para personas relevantes) que habían oído los fariseos que (él) Jesús hacía más discípulos y bautizaba más que Juan –aunque Jesús mismo no bautizaba sino sus discípulos- abandonó Judea y partió de nuevo para Galilea”.


Otro testimonio semejante es la continuación del texto del mismo Evangelio, en 3,25 citado más arriba: “Entonces (los discípulos del Bautista) vinieron a Juan y le dijeron: ‘Aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, está ahora bautizando y todos se van a él’”.

Por tanto, Jesús debió de participar de estas concepciones en torno a la impureza como resto del pecado, que había heredado del Bautista en sus semanas/meses (¿?) que había estado a su lado como discípulo.

En principio se hace difícil pensar que el Jesús posterior fuese un enemigo de la distinción entre lo puro e impuro y un quebrantador de la Ley a este respecto, como suelen algunos presentarlo con el fin de destacar las diferencias entre Jesús y el judaísmo de su tiempo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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