Jesús de Nazaret en el libro “Los cristianos” de Jesús Mosterín (II) (161-02)


Hoy escribe Antonio Piñero


Seguimos con el comentario y crítica de este libro. Lo que haremos será un largo resumen de él; luego –intercaladamente- procederemos a hacer nuestras apostillas o críticas. Como creo que el libro es importante por lo que supone de síntesis crítica de muchos años de investigación y lecturas por parte del autor, y porque creo que la materia abordada es muy sensible iremos despacio y a ser posible emplearemos las propias palabras del autor.

Lo primero que se plantea Mosterín (= M.) es la existencia real de Jesús. Pensaba -¡ingenuo de mí- que era ésta una cuestión ya solventada entre los investigadores, pero veo que no.

“¿Existió realmente Jesús, o es una figura inventada por los cristianos posteriores? No lo sabemos. Desde luego, Jesús, si existió, pasó bastante desapercibido, no siendo registrado en los anales de su época ni en los escritos de sus coetáneos. De hecho, ninguna fuente (griega, romana o judía) contemporánea lo menciona siquiera.


“Ya en la segunda mitad del siglo I, solo las cartas de Pablo (que nunca había conocido personalmente a Jesús, que no ofrece detalle alguno sobre su vida y que incluso parece ignorar las tradiciones biográficas y las doctrinas recogidas en los posteriores Evangelios) y los Evangelios mismos, escritos medio siglo después de su muerte por cristianos que nunca lo habían visto, y sometidos luego a todo tipo de manipulaciones y reediciones, contienen alguna información sobre el personaje, información que el análisis filológico ha logrado en parte desentrañar, aunque con todas las cautelas y dudas de rigor. Incluso entonces, ninguna fuente pagana menciona a Jesús.

“Entre las fuentes judías, su nombre solo aparece brevemente en el historiador Yosef ben Matatiahu, más conocido como Flavio Josefo (37-101)”.

Mosterín admite relativamente el testimonio de los libros XVIII (ns. 63-64) y XX (nº 200) de las Antigüedades judías (Mosterín los denomina incorrectamente capítulos), aunque tiene a disminuir su valor por estar interpolados.

Estudia rápidamente los posibles restos arqueológicos de Jesús, el osario de piedra caliza que contenía los huesos de Santiago el hermano de Jesús, los restos de la vera cruz, el santo grial o cáliz de la última cena, la sábana santa, cuyo paño proviene sin duda del siglo XIV (prueba del carbono 14), y los declara claramente falsos, de modo que “no hay ningún resto arqueológico genuino que tenga relación alguna con Jesús (p. 16).

M. admite por dos veces que la inmensa mayoría de los críticos e historiadores de hoy aceptan la tesis de la historicidad sustancial de Jesús, cuyos fundamentos puso Hermann Samuel Reimarus en la década de los 60 del siglo XVIII, a saber “que Jesús fue efectivamente un personaje real, un santón galileo que quizás aspiraba a convertirse en el mesías judío para acabar con el dominio romano, pero que fracasó en su empeño. Para sobreponerse a ese fracaso, sus discípulos se inventaron su resurrección y la redefinición de su misión”.

Respecto a otros tratadistas posteriores a Reimarus, de la Ilustración y del siglos XIX y XX, que negaron la existencia histórica de Jesús -como Bruno Bauer (1809-1882), John M. Robertson (1856-1933), Arthur Drews (1865-1935), Prosper Alfaric (1876-1955), Earl Doherty, Robert M. Price, George A. Wells y Michel Onfrey- reconoce que llegaron a la conclusión de que Jesús no existió nunca, sino que se trata de una mera creación literaria, mítica o conceptual, basados sobre todo en las contradicciones de los Evangelios y en la inmensa cantidad de posibles paralelos a la vida y dichos de Jesús que se encuentran en la Historia de las religiones.

No critica a fondo M. esta hipótesis porque creo que en el fondo no le convence. Sí analiza con cuidado el argumento en pro de la existencia de Jesús, a partir del análisis de las mismas fuentes cristianas, que expuso por primera vez en España G. Puente Ojea y que luego desarrollé yo mismo y más tarde, con mayor amplitud el mismo Puente Ojea. Pero a Mosterín este argumento “le pone los pelos de punta”:

“Algunos tratadistas actuales partidarios de la existencia histórica de Jesús utilizan el curioso argumento de que las contradicciones son de tan grueso calibre que no podrían haber sido introducidas en un texto inventado, sino que tienen que recoger tradiciones anteriores insoslayables e incómodas para ellos. Es la postura que defienden, entre otros, Antonio Piñero y Gonzalo Puente Ojea, quienes señalan que las dificultades proceden del intento fallido de cohonestar dos discursos incompatibles: el que recoge los relatos tradicionales sobre la vida de Jesús y la gran especulación teológica paulina sobre el Cristo redentor y divino.

(De todos modos, y a pesar de la seriedad de dichos autores, a un lógico se le ponen los pelos de punta cuando oye que la contradicción puede ser usada como síntoma de verdad). Los partidarios del mito piensan que las contradicciones son típicas de la formación de los ciclos míticos y que se dan igualmente en las “biografías” mitológicas de los dioses de la Antigüedad. El libro ¿Existió Jesús Realmente?, editado por Piñero en 2008, expone argumentos de ambas partes y muestra el predominio de los partidarios de la existencia histórica de Jesús” (P. 17).

A mí, ciertamente, me parece que este argumento es el más fuerte, aparte de la dificultad de explicar un judeocristianismo y luego un cristianismo sin la existencia real de un Jesús, para sustentar la existencia real de Jesús.

Tomo ahora, del capítulo “La existencia histórica de Jesús en las fuentes cristianas”, del libro ¿Existió Jesús realmente? El Jesús de la historia a debate, pp. 188-189, capítulo escrito por Puente Ojea, otro argumento sobre la existencia histórica de Jesús que casi nadie aduce:

“Schürer aporta un rasgo analítico importante a propósito de la existencia real de Jesús de Nazaret:


En Antigüedades XX 9, 1, tenemos una afirmación que cualquier escritor del primer siglo pudo haber usado para describir la relación familiar (parentesco) entre Santiago y Jesús sin la intención de expresar dudas en cuanto a si el segundo fue llamado Christós. Un considerable número de personas con el nombre Jesús es mencionado por Josefo, quien, por consiguiente, juzgó necesario distinguir entre ellos .

No se le ocultará al lector que el vínculo de sangre entre un individuo realmente existente como Santiago -que ni siquiera los «mitólogos» ponen en cuestión- con otro cuya existencia tiene que estar realmente «implicada» en la fe y en el parentesco con el sujeto de la noticia en discusión, suministrada incuestionablemente por Josefo, representa una referencia segura en cuanto a la existencia necesaria de ambos.

Además, Pablo de Tarso, de cuya existencia real nadie ha podido seriamente dudar, afirma que «Santiago, Pedro y Juan, tenidos por columnas de la iglesia, nos dieron la mano a mí y a Bernabé en señal de comunión» (Gál 2,8). Si Pablo pudiese creer que estaba negociando con personas no tenidas por él como testigos y fedatarios auténticos del Cristo Jesús, cuando todavía no se habían escrito los cuatro Evangelios canónicos, habría que pensar de él que era un personaje irreal y fantástico creado por algún escritor esquizofrénico. Pero a nadie se le ha ocurrido aún plantear esta hipótesis de un Pablo chiflado. El verdadero problema no se refiere a saber si existieron realmente Jesús, Santiago y Pablo, pues así fue, sino qué pensaban exactamente los dos primeros acerca de la aventura mesiánica y de su catastrófico desenlace.

Por otro lado, Mosterín, que sostiene la existencia de Jesús como una hipótesis razonable, luego se comporta en todos sus razonamientos como si Jesús hubiese existido con la más absoluta seguridad y emplea los métodos histórico-críticos con rigor (imposibles de aplicar si Jesús es una mera hipótesis conveniente) para dilucidar qué pudo pertenecer al Jesús de la historia y qué a la fabulación teológica de Pablo, como él sostiene.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
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