El ejemplo de Liszt

Si hay algo que anhelamos, es el sentimiento de alegría, inmersos en un tiempo en que demasiadas personas tienen dificultades para ensanchar el corazón; y buscan la alegría con denuedo en el exterior, en los estímulos festivos de donde poder sacar chispas de alegría.

En este sentido, hay suerte porque nos ha tocado vivir en un país con diversiones populares y manifestaciones sociales de todo tipo para sentir una alegría contagiosa que aun así no está asegurada, como sabemos por experiencia. Alegría como sinónimo de grato y vivo movimiento interior que tiende siempre a salir fuera, contagiando el ánimo aunque sea una manifestación superficial y pasajera que sea. No hay más que ver el éxtasis de los aficionados viendo fútbol que, sin necesidad de conocerse, cantan juntos, comparten y se abrazan vibrando con su equipo.

Pero la alegría no debe quedar reducida a un sentimiento tan efímero y condicionado por lo que sucede fuera, a nuestro alrededor ¿No es posible la alegría, sin que haya jolgorio de por medio? ¿Solo cabe sentirse alegre en momentos puntuales? ¿Acaso la mejor alegría no está dentro de nosotros? Qué poco se habla de estas cosas mientras la tristeza existencial van ganando terreno.

Esta alegría interior, profunda y no sujeta necesariamente a cosas externas, precisa de una acción por nuestra parte; no es algo pasivo como la alegría del fútbol, que debe esperar a que nuestro equipo juegue bien y gane. Se trata, en palabras de Erich Fromm, del esfuerzo interno necesario por desplegar nuestros mejores talentos como expresión de nuestra vitalidad en marcha: cuando descubro algo nuevo, cuando supero una dificultad en todo o en parte, cuando aprendo a convivir con ella, cuando ayudo a otra persona… entonces experimento la alegría profunda que brota en nuestro interior al crear algo positivo.

Los problemas, las dificultades y los sinsabores agudizan la ansiedad y nos empujan hacia conductas negativas contra nosotros mismos y contra los demás. A base de fuerza de voluntad, en algún momento perderán terreno la morbosa autocompasión y el perfeccionismo, causantes del sentimiento negativo que paralizan. Y aprendemos a relativizar nuestros dolores, practicando todos los días en la dirección adecuada. Decía el compositor Franz Liszt que “si dejo de tocar el piano un día, lo noto yo. Si dejo de tocarlo tres días, lo nota el público”. En las cosas pequeñas se gestan infinidad de alegrías y tristezas, es donde se moldea un carácter amargado o alegre.

Podemos reconcentrarnos en el dolor, luchar para cambiarlo cuando haya alguna posibilidad, poner de nuestra parte para aceptar lo que no puede cambiarse. Es posible resistir o relativizar, aceptarnos o no querernos. También podemos tomar la decisión de sonreír. Es lo que hacen las grandes personas en la adversidad, quizá porque los que aman mucho sonríen con más facilidad.

Llegará el momento de descubrir que, mientras el placer no puede hallarse donde campea el sufrimiento, se puede ser alegre en medio de los dolores. Todo depende de la actitud personal ante la vida, sean buenas noticias o contrariedades. Lo que sucede es que experimentar esta verdad esencial está vedado a quienes no saben salir de sí mismos. Pensemos un instante en la cantidad de personas ricas, guapas, exitosas que desconocen la alegría, necesitadas de estimulantes para hacer soportable la existencia; y cuántos sufren conservando la sonrisa y la paz interior, quizá porque esperan poco y dan mucho, centrados en el presente. Hay mil ejemplos de esto.

No es tarea fácil, lo sé. Nuestra sociedad vende placebos de alegría mientras se siente cada vez más triste, porque para disfrutar de la vida que proporciona la alegría que hace hermosa la existencia, la que produce paz interior, no queda más remedio que trabajarse uno mismo todos los días, como Liszt, hasta que llegue a salpicar a nuestro público cotidiano.
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