¿Creyó Jesús en un Reino de Dios "presente"? (y II)

Hoy escribe Fernando Bermejo

La semana pasada, uno de los amables lectores del blog formulaba la pregunta –tan sencilla como interesante– de cómo se toman los teólogos el hecho de que Jesús haya sido, como Juan, un predicador del fin inminente. Mi colaboración de hoy está destinada a intentar responder, con toda la claridad requerible, una pregunta tan pertinente. Ruego a mis lectores tengan a bien disculparme si mi estilo abandona en ocasiones la sobriedad académica: la contemplación de la labor de los sedicentes teólogos constituye para mí una fuente inagotable de hilaridad. Por lo demás, quizás convenga adoptar una cierta distancia en un asunto que tiene consecuencias tan graves como las que aquí expondremos.

Hay que comenzar diciendo que los exegetas confesionales y los teólogos se ponen muy nerviosos cuando han de abordar con la cuestión de para cuándo esperaba Jesús la intervención final de Dios. A veces, incluso, se diría que sienten verdadero pavor. Por si el lector creyese que soy hiperbólico o superficial en estos juicios, reproduzco a continuación las palabras que el respetable Rudolf Bultmann escribió como prólogo a la edición alemana de 1964 de la obra de Johannes Weiss, Die Predigt Jesu vom Reiche Gottes ("La predicación de Jesús sobre el reino de Dios"), en la que éste demostró que Jesús esperaba el fin inminente, y que los textos aducidos para mostrar lo contrario se comprendían muy bien a la luz de esta esperanza. Refiriéndose al impacto causado por el librito de Weiss, el ya anciano profesor de Marburgo escribió este significativo párrafo: “Hubo entonces un sobresalto (Erschrecken) en todo el mundo teológico, y todavía me acuerdo de cómo Julius Kaftan, en el curso sobre Dogmática, decía: ‘Si el Reino de Dios es una magnitud escatológica, entonces es un concepto inutilizable para la Dogmática’”. A renglón seguido, Bultmann hace referencia a los numerosos escritos de réplica que suscitó la obra. Dicho sea de paso, quizás a los lectores les interese saber que –por lo que otros y yo sabemos– no se ha escrito nunca una obra de la que pueda decirse con sensatez que haya refutado los análisis de Weiss.

El nerviosismo de los teólogos es ciertamente comprensible. Si el análisis crítico de los textos evangélicos muestra –como lo hace– que Jesús creyó en el fin inminente del actual estado de cosas y en una inmediata intervención divina que cambiaría radicalmente la realidad (no sólo la invisible sino también y ante todo su faz visible), entonces es obvio que Jesús de Nazaret, como tantos antes y después de él, se equivocó de forma estrepitosa. Ahora bien, si el predicador galileo se equivocó tan gravemente en su esperanza fundamental, entonces ¿qué crédito merecía? ¿Puede creerse, no ya en la filialidad divina, sino en el mensaje de alguien que –dejando aparte otras limitaciones– se equivoca en lo fundamental? Más aún: ¿qué crédito espiritual y moral merecen quienes se arrogan el ser los representantes y autorizados intérpretes del (presunto) Hijo de Dios en la tierra? La respuesta es obvia, y siempre la misma. Lo que está en juego –en este como en otros tantos casos en que el escalpelo de la crítica se aplica a las Escrituras sagradas– es la credibilidad de todo un sistema cuyos intereses (religiosos, sociales y económicos) respalda el establishment exegético y teológico, que es precisamente el grupo dedicado a la legitimación última de tales intereses ante el público que aspira a seguir manteniendo intacta su fe al tiempo que no desea renunciar a la ilustración, por mínima que sea.

No obstante, los profesionales del pontificar no muestran fácilmente su nerviosismo, mucho menos su pavor. De hecho, los exegetas confesionales y los teólogos (a menudo, miembros o exmiembros del estamento eclesiástico) se han dedicado desde el primer momento a intentar neutralizar con todos los –casi infinitos– medios a su alcance los resultados más verosímiles de la investigación. Y el procedimiento más habitual que han seguido ha consistido en silenciar o en minimizar cuanto han podido el hecho de la naturaleza del Reino de Dios como una magnitud escatológica de futuro, al par que han dirigido toda su atención y sus esfuerzos a aquellos escasos textos (Lc 11, 20 y 17, 21 son los principales, pero ya he señalado que hay otros) que parecerían desvelar una imagen distinta de las concepciones jesuánicas. Los resultados de legiones de biblistas dedicados a esta tarea no se hicieron esperar.

Uno de ellos es la llamada –con un oxímoron típicamente teológico– “escatología realizada”, una hazaña intelectual por la que la Humanidad estará eternamente reconocida a Charles Harold Dodd. La idea –que el biblista desarrolló en un conocido libro, The Parables of the Kingdom (Las parábolas del reino)– consiste en que Jesús creyó que el Reino de Dios ya se había realizado en su vida y su ministerio. Así, por ejemplo, espeta Dodd con alegre desenvoltura, Mc 1, 15 (“el Reino/Reinado de Dios está cerca”) en realidad significaría “el Reino de Dios ha llegado, está aquí”. Las parábolas del juicio no tendrían en mente el juicio final, sino la división entre las personas ante el Reinado de Dios. Desde luego, ningún traductor en su sano juicio habría usado el engikken (“está cerca”) de Mc 1, 15 para verter el arameo meta (“está aquí”). Pero ¿qué importaba eso? Ya se sabe que tales minucias filológicas son insignificancias desdeñables allí donde una tarea más alta se impone al teólogo... Y, ciertamente, la implicación de la obra de Dodd era de largo alcance: si el lenguaje de Jesús se refería al presente y no al futuro, entonces Jesús no se equivocó (al menos, en lo que respecta al futuro...)

La idea de la escatología realizada es tan patentemente falsa que hasta los propios exegetas y teólogos se dieron rápidamente cuenta de ello. Dodd había ido demasiado lejos, y se le veía demasiado el plumero. Así pues, sus sucesores se pusieron a maquinar el modo de mitigar la arbitrariedad de sus ideas sin, no obstante, renunciar a ellas. El resultado fue el excogitado por otra lumbrera de la exégesis del siglo XX, Joachim Jeremias, que halló una fórmula de compromiso: la sich realisierende Eschatologie o “escatología en proceso de realización”. El nombre lo dice todo: Jesús habría creído que el Reino de Dios ya había comenzado, pero que todavía no había terminado de completarse. Esta genialidad era incomparablemente más ventajosa que la anterior, pues permitía dividir convenientemente el establecimiento del Reino, de tal modo que en parte correspondiese al período de la vida de Jesús, y en parte al futuro (tan lejano, por supuesto, como fuese preciso: como es sabido, las iglesias cristianas han diferido la llegada del Reino ad calendas graecas). De esta manera, la arbitrariedad hermenéutica queda algo más disimulada. Y así, Joachim Jeremias –el mismo que calificó la extraordinaria obra crítica de Reimarus de “estúpida” y de “panfleto lleno de odio”, el mismo que a menudo caricaturizó el judaísmo rabínico, el mismo que ha inducido a error a multitudes atribuyendo falsamente a Jesús de Nazaret originalidad en el uso de la designación “abba”– es el autor al que los exegetas y teólogos de toda laya citan con no disimulada admiración.

Las posibilidades no terminan ahí. Herederos de una larga tradición de fantasías exegéticas (por las que nunca se obtienen reprimendas, sino en todo caso doctorados honoris causa), las celebridades actuales del Jesus Seminar, como John Dominic Crossan o Marcus J. Borg, niegan que Jesús haya mantenido una escatología de futuro, y se atreven a hablar incluso de un “Jesús no escatológico”. El hecho de que algunas voces hayan mostrado que las reconstrucciones de Crossan y Borg estén literalmente plagadas de falacias e incoherencias no es óbice para que sigan en las listas de best sellers, y para que sus obras sean leídas y estudiadas con unción en las facultades de teología y seminarios sedicentemente progresistas. Claro es que el Jesús resultante, más californiano que galileo, parece cumplir con creces las necesidades del público: la de creer en un Jesús no convencional y contracultural, que sin embargo pueda seguir sirviendo como maestro de sabiduría intemporal...

De todos modos, la desvergüenza interpretativa de Crossan y Borg todavía no se ha impuesto, quizás porque, como ocurría con la de Dodd, su visión es demasiado evidentemente arbitraria. Es lo que podría denominarse la “exégesis de las componendas” la que –una vez más– ha triunfado. La “escatología en fase de realización”, que otros prefieren denominar “escatología inaugurada” (el Reino “de algún modo” ya comenzado, aunque nadie sepa decir exactamente de qué modo), no ha dejado de cosechar adhesiones entusiastas, primero entre los propios teólogos, luego entre los predicadores, y finalmente –era inevitable– entre la propia grey. La fórmula del éxito tiene la ventaja de ser muy fácil de recordar: el célebre “ya, pero todavía no”. El intento de cohonestar lo inconciliable se presenta como el summum de la perspicacia hermenéutica. Hoy en día, los exegetas confesionales considerados más competentes y honestos (el católico J. P. Meier, el anglicano J. D. G. Dunn, el protestante G. Theissen...) conceden, en el mejor de los casos, una importancia equivalente a los dichos de futuro y a los que ellos califican como “dichos de presente”. Del resto, mejor ni hablar.

En realidad, este tipo de estrategias hermenéuticas –sólo un desaprensivo diría “triquiñuelas”– destinadas a lograr una “escatología de presente” en cualquiera de sus variantes no deberían sorprender ni escandalizar a nadie. De hecho, se limitan a seguir una venerable tradición apologética, que comienza ya en los textos neotestamentarios (posiblemente Lc 17, 21 y otros) y se prosiguió en una literatura patrística que –al menos desde Orígenes– despachó las expectativas escatológicas literales como “judaizantes” (olvidando, tan oportuna como paradójicamente, que el propio Jesús de Nazaret no era sino un judío con expectativas judías), permitiendo así que año tras año, década tras década, generación tras generación, siglo tras siglo y milenio tras milenio transcurran sin que tan lento transcurrir tenga la capacidad de falsar las pretensiones de las Iglesias cristianas.

Por lo demás, lo que ha tenido, tiene y seguirá teniendo lugar en la exégesis y la teología cristianas es un fenómeno muy bien conocido por los antropólogos y sociólogos de la religión, a saber, el hecho de que cuando un movimiento milenarista sobrevive debe vérselas con esperanzas defraudadas, puesto que el sueño mítico de un fin definitivo del mal y de una instauración del Bien (de lo que los tipos en cuestión entienden como Bien, que a menudo es algo realmente temible) nunca -¡ay!– se cumple; así las cosas, los miembros de ese movimiento producen una suerte de exégesis de segundo grado destinada a afrontar la disonancia cognitiva para neutralizarla. Este fenómeno no deja de producirse en la historia de las religiones, como muestran las reinterpretaciones recientes de mormones, Bahai, etc. V. gr., en los años 80 del s. XX los miembros de una sección de la comunidad Bahai hicieron circular una profecía que predecía para 1991 terremotos generalizados (cf. Mc 13, 24ss) y el choque de un meteorito con la tierra; cuando nada de esto sucedió, su líder explicó que había sucedido un “terremoto espiritual” y que “todo sucede en el plano espiritual antes de manifestarse en el plano físico”...

Este tipo de agudas reinterpretaciones –de las que las generadas por la teología cristiana no son sino una variante– presentan una doble ventaja, pues los miembros del grupo no sólo no quedan ante sí mismos y ante los demás como una pandilla de ilusos, sino que, al postular que lo sucedido es algo interior e invisible –algo, claro, que sólo los creyentes son capaces de percibir–, los creyentes en cuestión resultan ser precisamente los únicos lúcidos que poseen la clave de interpretación de lo real, mientras que todo el resto de los mortales, carentes de la percepción espiritual que a ellos les ha sido tan felizmente otorgada, permanecemos hundidos en el fango de nuestra propia ignorancia (“racionalista”, “historicista” o “cientificista”). Pobres, somos nosotros quienes merecemos una sonrisa compasiva.

En el caso de la teología cristiana, la fortuna de las escatologías “presentistas” de toda laya era claramente predecible. En primer lugar, porque creer que Jesús creyó en que el Reino de Dios había ya comenzado en su propia actividad coincide con la creencia de la comunidad primitiva en que en Jesús comienza algo nuevo, un acontecimiento salvífico incomparable en la Historia de la Humanidad. En segundo lugar, porque esa idea tiende a cortocircuitar la extracción del inquietante corolario de que Jesús se equivocó de cabo a rabo. En tercer lugar, porque atribuir esa creencia a Jesús sirve –se cree- para distinguir su mensaje del de una gran cantidad de visionarios que de lo contrario se le parecerían mucho (demasiado). Si la gente está dispuesta a creerse a pies juntillas la idea de una “escatología de presente” no es sólo porque ésta es la que la inmensa mayoría de teólogos, exegetas y predicadores repiten machaconamente, sino porque es la idea que se necesita creer para conservar la ilusión.

Recapitulando las razones que me llevan a pensar que la idea de que Jesús creyó en la presencia (total o parcial) del Reino no es más que una ficción exegética, son las siguientes:

1) La inmensa mayoría de textos verosímilmente genuinos hablan de la espera de un Reino futuro, inminente. Por ejemplo, Jesús no enseñó a rezar “que se perfeccione tu Reino” o “que se desarrolle tu Reino” o “que acabe de llegar tu Reino” o “que podamos experimentar plenamente tu Reino” sino “venga tu Reino”. Para cualquier individuo imparcial, la implicación es que Jesús no creía que el Reino hubiera llegado.

2) Esta idea está en consonancia y continuidad con el mensaje del Bautista y con las esperanzas de los primeros discípulos del galileo, es decir, cumple el requisito de plausibilidad histórica. En cambio, un Jesús que hubiera creído algo bastante distinto de lo que creía su mentor y de lo que creyeron sus inmediatos discípulos (v. gr. “Señor, ¿vas a restablecer en este tiempo el Reino a Israel?: Hch 1, 6) es una magnitud histórica y psicológicamente –para ser suaves– muy improbable.

3) Si no todos, sí la mayoría de los textos aducidos a favor de una escatología “presentista” sólo pueden serlo obviando su probable inautenticidad, tergiversando su significado o viendo en ellos más de lo que la filología y la plausibilidad histórica ofrecen.

4) No puede descartarse la posibilidad de que algún texto indique que Jesús dijera en alguna ocasión que su actividad era un signo del Reino, pero estos textos eventualmente serían comprensibles de manera más sencilla y plausible como una muestra de entusiasmo escatológico ocasional (como mostró en 1892 Weiss para desesperación de muchos), y no sería legítimo utilizarlos para deducir de ellos una presunta “creencia” constituyente del mensaje de Jesús. Dicho de otro modo: incluso los textos aducidos por los partidarios de la presunta escatología “presentista” son interpretables a la luz de los dichos de futuro, mientras que la inversa no es cierta.

5) Atribuir a Jesús la creencia en un Reino presente implica –quiérase o no– afirmar que se equivocó no sólo con respecto a lo que no vio, sino también con respecto a lo que sí vio. Ahora bien, Jesús era un visionario, pero no era un ciego ni un loco ni un autista. No resulta concebible que un individuo astuto como él hubiera podido confundir la gloriosa magnificencia del esperado Reino de Dios (que entrañaría la radical transformación del mundo y la instauración sobre la tierra de la justicia, la paz y la piedad) con la triste realidad –de hambre, enfermedades, violencia y crucifixiones– que tenía ante sus ojos. Jesús no parece haber tenido una idea tan paupérrima del Reino de Dios.

6) La escatología de presente, en todas sus variantes, presenta una obvia utilidad ideológica y apologética para las Iglesias cristianas (y por eso, dicho sea de paso, sería ingenuo esperar que los teólogos –y el creyente común– renuncien a esa idea: hacerlo mostraría demasiado claramente que la casa está construida sobre arena).

Por supuesto, si alguien quiere creer que el Reino de Dios empezó con Jesús es muy libre de hacerlo, como es libre de creer en nacimientos virginales, en la posibilidad de caminar sobre las aguas o en que los ateos son demonios disfrazados. Otros creen en rocas parlantes, en casas encantadas o en la existencia de duendes en los jardines. Y también, desde luego, se es libre de creer que Jesús de Nazaret predicó un reino de Dios presente. Allá cada cual con sus creencias y con los modos de encontrar un sentido a su vida. Pero quien pretende que los textos evangélicos leídos con los ojos de la sana crítica le amparan, se limita a autoengañarse. Y quien presenta la idea de una creencia de Jesús en la presencia del reino de Dios como un resultado seguro de la investigación histórica sobre el personaje, o peca de ignorancia o de charlatanería (o de ambas cosas).

Así pues, a la pregunta: “¿Qué hacen los teólogos con la conclusión más verosímil, la de que Jesús creyó –como Juan Bautista– en un fin inminente?”, la respuesta es: al ver en ella una aporía (un callejón sin salida), intentan barrerla debajo de la alfombra, como intentan barrer tantas otras cosas problemáticas deducibles de los textos evangélicos, como la presencia de armas en el grupo de los discípulos del galileo, los arrebatos de ira de Jesús, su violencia verbal y física (como la de su intervención en el Templo), su frecuente anuncio de la condenación, el reconocimiento de su carácter pecador al someterse al bautismo de Juan, los prejuicios etnocéntricos y antipaganos del galileo, y tantas otras cosas que –de no ser barridas–, vendrían a ensuciar la pulcritud del bonito cuento de hadas sobre el Jesús ad usum Delphini que llevan tanto tiempo contando.

La próxima semana volveré al tandem Juan – Jesús.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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