La Historia de una espiritualidad con tarifas y poco atractiva A su imagen. Arte, cultura y religión en Madrid

(Lucía L. Alonso).-"Después de este viaje espiritual, nos marchamos siendo mejores personas", se despedía de su grupo una guía, en la última sala de la exposición A su imagen, en el Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa, situado en plena Plaza de Colón.

No sé si aquellas personas -todas emblanqueciendo hacia la tercera edad, por cierto- asentían convencidas o cansadas, después de recorrer dirigidas la que dicen que es la más grande muestra de arte sacro que se ha reunido en Madrid. Esa cantidad a mí me había resultado algo reñida con la originalidad. Entré esperando una propuesta más atractiva.

Tras el pago de la entrada, del que cada vez se libra un más reducido grupo de necesitados, la firma comisarial de Isidro Bango Torviso, la eminencia del románico, prometía al espectador cultivado algo parecido a eso del viaje espiritual y transformador: "El asombro religioso". Sin embargo, atravesada la primera sala -un lugar circular, sagrado, oscuro, en el que una instalación audiovisual te recibe con la lectura de las primeras sentencias del Génesis y una bóveda celeste dibujada en el techo-, el asombro prometido desaparece. Se despliega el mismo trayecto de siempre por la Historia de la Biblia excusado en preciosas imágenes de arte al servicio de la religión.

Dice el folleto que, bajo los auspicios de la Conferencia Episcopal Española y la Archidiócesis de Madrid, la muestra pretende ayudar "al hombre de hoy (···) a conocer una parte de su historia y sus referencias culturales", es decir, que el hondón del discurso expositivo no es más que dar una sesión de catequesis al pobre personaje contemporáneo, al que parece juzgarse: o no ha leído lo suficiente o ha olvidado demasiado como para no conocer quiénes eran Noé, Abraham y Moisés.

Quizá el error sea nuestro, que atendiendo al subtítulo de la muestra -Arte, cultura y religión- cometemos el pecado de rebeldía de nuestros pretéritos padres de ansiar un poco de conocimiento, un pequeño descubrimiento; de esperar que una muestra que se estrena en 2015 contenga una relación más novedosa, un enfoque un poco fresco o algo acorde, en mensaje, a las revoluciones formales que pudieron siempre acometer los artistas en su trabajo, incluso realizando encargos para la Iglesia.

Sin embargo, los textos de sala organizan el viaje de modo cronológico y enunciativo -De la Torá a la Biblia, Del Génesis al Éxodo, De Babel a Pentecostés-, como un libro de texto de la asignatura de Religión. Sin energía nueva. Y, entre explicaciones de la misma manera prosaicas y correctas, padres de pueblos, víctimas sustitutorias, ismaelitas y agarenos y figuras nerviosas grequianas, las conexiones arriesgadas (la mención a Baudelaire para equiparar al poeta moderno con el profeta de los "tiempos de vaticinio"; a Rilke y Alberti para describir otras concepciones Sobre los ángeles; a Machado para convertir la lamentación en saeta; a Dreyer para señalar la evolución en la cultura de la imagen del Dies irae...) quedan relegadas a una nota al pie, esquinada y discreta, como temerosa de hacer el ridículo en una apuesta tan clásica por seguir traduciendo rincones de la Biblia que no se le escapan a nadie: que la vara de Jesé es el origen de la Virgen, David venció a Goliat, María, la hermana de Marta, representa el abandono de los bienes terrenales y que la leyenda del Santo Grial no es lo mismo que el eucarístico Santo Cáliz.

En una exposición que se presenta abierta "al creyente y no creyente", parece que el último, si entró buscando espiritualidad, terminó su viaje aburrido de catecismos incongruentes: Cristo expulsa a los mercaderes del templo pero la Iglesia Católica recauda también en los centros de cultura, fuera de sus parroquias, utilizando el reclamo del arte. La fe tiene tarifas. O lo de dedicar un espacio a las mujeres de la Biblia, recurso eterno para llamar la atención sobre la igualdad sexual que practicó Jesús, mientras el cardenal Rouco Varela-cabeza de la CEE cuando esta muestra se proyectó- seguía sin hacer nada por cambiar la situación de la mujer en la Iglesia de hoy. Si Débora, bajo su palmera, pudiera todavía juzgar a más de uno de los que se dicen seguidores de Jesucristo...

Menos mal que artistas como Pedro de Orrete fueron capaces de transmitir con sus formatos la claustrofobia del terror de Isaac a punto de ser sacrificado por su padre; que Giordano se atrevió a retratar al rey David llorando su adulterio con unos ojos más reales que cualquier voz de confesionario; que ningún artista dudó en representar el abstracto templo de Salomón con la estructura del Panteón de Roma o al arcángel Gabriel con sandalias del pagano Mercurio, para acercar a Dios las creaciones, expectativas y mitos que alimentan la imaginación del hombre.

Menos mal que la Virgen Niña de Zurbarán, lejos de gravedades y poder, es sencillamente bonita porque sabe que el pintor la rodeó de querubines sólo porque necesitaba la excusa de sus pieles rosáceas para contrastar el azul del cielo, igual que añadió la Torre de David para homenajear la Giralda de su ciudad. Menos mal que Murillo, con su San José y el Niño o esa Virgen del pajarito de Luis de Morales -que hace pensar en la Virgen del hilo de Rubens- nos recuerdan sin dogmas que la infancia y el fin son un mismo hilo, que la vida recomienza cada vez que alguien nos da una mano, una manta o una buena palabra.

Y aquí es donde resuena El Jesús de los evangelios. Para acceder a él, que ya no es el Niño sino que se ha hecho adulto, el visitante, en la sala, tiene que subir un escalón: ya estamos en el Nuevo Testamento. Se agradece, de verdad, la sutileza, que le confiere poesía a la ordenación museográfica, así como el objetivo del comisario de no "agotar el tema", sino de seleccionar pocas piezas para explicar el camino del calvario, la última cena o los preparativos para la crucifixión de El Salvador.

Llama la atención, en estas salas del color rojo de la Pasión -tras el azul de las primeras- que la Oración en el huerto de Goya, libre y sobria, contraste de medio a medio con los candelabros de plata repujada, las arquetas y las obras de eboraria que atesoran las opulentas diócesis españolas. Peligros de presbiterio. Desde luego, ésa fue la ironía de la historia, que la exposición sugiere de nuevo a través de las formas: muerto Cristo aunque resucitado, de las salas rojas pasamos a las púrpuras; nace la Iglesia, Pedro se instala en una cátedra como la que se ve en la muestra y Pablo se queda la otra parte del cordero. El resto, es campo de Dios, que será evangelizado por los Padres de la Iglesia.

Así, lienzos sobre la vida de San Ambrosio, San Jerónimo, San Isidoro de Sevilla o el místico español Juan de la Cruz dan un curso de barroco al que pasea su vista por las cartelas, posándola, cómo no, un ratito más ante los trazos de Velázquez en La tentación de Santo Tomás.

La Historia de la Iglesia se detiene, de esta forma, en el S.XVII también para criticar la vanitas: cuadros de Pereda y de Valdés Leal para recordar al cristiano que polvo es y al polvo volverá. Que tiene que esforzarse en la Fe y la Caridad para que la vida no se torne muerte, bloqueándose en la encrucijada y acabando eligiendo el placer y no la trascendencia.

Del tenebrismo a la España Negra, La procesión de la muerte, de Gutiérrez Solana, transmite lo que era su autor: alguien azotado por la locura -¿o por la leyenda?-, un grito de ópera que es un privilegio para cualquiera poder contemplar desde tan cerca.

El "viaje espiritual" concluye inmediatamente después, en el extraño mundo que escribió Juan en Patmos: el Apocalipsis de los beatos, las terribles trompetas y los huesos secos. Pero si la guía había dicho que seríamos mejores personas al terminar... Claro, porque la historia no acaba ahí. Los huesos secos dieron paso a la resurrección de la carne. Lástima que el espectador se vaya sin saber en qué consistió el después. Cómo le fue a la Iglesia cabalgando por los siglos modernos ya sin sus viejos Doctores venerables. Lástima que sus jerarcas no se atrevan a dejar a un lado las historia de la Biblia y las hagiografías para narrar alguna vez, con inteligencia y honestidad, las imágenes que su misión ha ido dejando a lo largo de la Historia, de las cruzadas y la Inquisición española a las monjitas que prohibían los libros a las niñas y hasta la más actual censura.

Si su doctrina tuviera menos tarifas, no se creyera perfecta y se mostrara más flexible, su Historia sería la de la belleza de la escucha a Jesús, transitable de libro a muro, seguro que más pobre pero más atractiva.

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