Gestos “sorprendentes” que esperamos de la Iglesia (11)

Revalorizar la eucaristía como sacramento de reconciliación (III)

Eucaristía y Penitencia, dos caminos opcionales de reconciliación
Desde la fe cristiana puede afirmarse que son dos caminos opcionales de reconciliación. La norma eclesial excluye esta libertad. El concilio de Trento propone como regla general:
“aquellos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, si hay facilidad de confesar” (Conc. Trento DS 1647; 1661).


Regla que el Código de Derecho Canónico vigente formula así:
“Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes” (c. 916).


Preguntas inquietantes
La Instrucción pastoral sobre el sacramento de la Penitencia, “Dejaos reconciliar con Dios”, de la Conferencia Episcopal Española (1989), en su apartado n. 61, dedicado a relacionar “Penitencia y Eucaristía”, plantea estas preguntas:
- “¿No basta el sacramento de la Eucaristía para el perdón de todos los pecados?
- ¿Es necesaria la confesión anterior a la participación eucarística cuando se está en pecado mortal y hay confesor apropiado?
- ¿Hay que proponer a los fieles su previa conversión para participar con fruto en la Eucaristía o bastaría la participación sincera en ella para alcanzar la reconciliación?
- ¿No basta la Eucaristía para el perdón de los pecados?”.


Como puede verse, la primera y la última preguntas son idénticas. También la segunda y tercera coinciden en el fondo. Ambas preguntan si es necesario confesarse ante de comulgar, cuando hay pecado grave. Ambas preguntas suponen algo de sentido común: si una persona quiere unirse, en comunión de fe y amor, con Jesús, lógico que tenga que reconciliarse con él, si considera que ha hecho conscientemente algo que le ha disgustado seriamente. No se unen dos corazones sin previo perdón, sin tener sentimientos amicales, sin simpatizar en lo fundamental. Se llama “conversión”, mirarse mutuamente, aceptarse, disculparse, compartir mente y corazón, comunión en el mismo Espíritu. A partir de esta comunión, viene la mesa común, la tarea y misión, la vida orientada y esperanzada, el sentido último compartido. Lo dice el mismo n. 61: “La Eucaristía exige la conversión previa de aquellos que participan en ella; para acercarse al banquete eucarístico se requiere una conciencia libre de pecado mortal”. Es restablecer la amistad, recuperar el Espíritu.

¿Una disciplina exigida por la fe?
La Instrucción pastoral citada contesta:
“La Iglesia, en aplicación del precepto apostólico de la primera carta a los Corintios (1Cor 11, 28), separa de la plena participación eucarística a quienes han caído en pecado grave hasta que vuelvan a la comunión por la penitencia y la absolución sacramental”.


El “llamado “precepto apostólico” (1Cor 11, 28) es: “examínese uno a sí mismo; y después coma del pan y beba del vaso, pues el que come y bebe sin distinguir ese Cuerpo, come y bebe su propia condena”. Claramente el texto paulino no dice lo que impone la Iglesia: “separar de la plena participación eucaristíca a quienes han caído en pecado grave hasta que vuelvan a la comunión por la penitencia y la absolución sacramental”. Pablo sólo habla de examinar la conciencia propia para ver en ella la fe y la valoración de lo que es “el Cuerpo del Señor”. Si no tenemos fe en su presencia resucitada, activa en todo sacramento, y en que habita en todo cristiano (que son su “Cuerpo”), “nos condenamos”, es decir, estamos “muertos”, seguimos en la muerte del Espíritu. Fe viva es la que actúa por el amor. Amor a Cristo presente en los otros. Fe “muerta” es cuando no valoramos su presencia en los hermanos y los dejamos abandonados en la miseria, en el hambre, en el sufrimiento o en cualquier situación indigna de un hijo de Dios. De aquí la condena de la carta paulina sobre la eucaristía celebrada sin amor, sin fraternidad, en egoísmo puro y duro. Es la Eucaristía hecha sin unidad de Espíritu, sin preocuparnos de la situación vital de los hermanos: unos hartos, otros con hambre, separados por el odio fratricida, en guerra, etc. Convertirnos al amor de Jesús es necesario “antes de celebrar los sagrados misterios”. Examinada la conciencia, si queremos encontrarnos con Cristo, debe surgir la conversión a su amor, la llamada “perfecta contricción”:
“La Iglesia enseña al mismo tiempo que la perfecta contricción justifica plenamente antes de recibir la absolución sacramental, aunque no sin relación con ésta. Por esto, cuando los cristianos en pecado grave tienen urgencia de comulgar y no tienen oportunidad de confesarse previamente, pueden acercarse a la comunión previo el acto de contrición perfecta y con la obligación de confesar los pecados graves en la próxima confesión. (No es suficiente el arrepentimiento de los pecados cuando se desprecia el sacramento de la penitencia)” (o.c. Nº 61).


La Eucaristía exige conversión
“La Eucaristía es “remedio que nos libera de las culpas cotidianas y nos preserva de los pecados mortales”; es “en verdad sacrificio propiciatorio, como recuerda el Concilio de Trento, y, en cuanto actualización y aplicación de los frutos del sacrificio de la cruz, como queda dicho, posee una eficacia infinita de purificación y de perdón”. Si con corazón arrepentido y con una fe recta, con temor y reverencia nos acercamos a Dios contritos y arrepentidos, por su medio “podemos obtener misericordia y encontrar la gracia y ser ayudados en el momento oportuno” (Conc. Trento DS 1743). Pero entonces el pecado es perdonado por la perfecta contrición que incluye el propósito de la Penitencia sacramental y, por ello, la mediación de la Iglesia, necesaria, por voluntad de Cristo, para conseguir cualquier gracia. De ahí la obligación de confesar después los pecados mortales (S. Congregación de Ritos, Inst. Eucharisticum Mysterium, 35; ReP 27, Con. Trento, DS 1743).
Por esta interconexión entre Eucaristía y Penitencia, “en la Iglesia que, sobre todo en nuestro tiempo se reúne especialmente en torno a la Eucaristía y desea que la auténtica comunidad eucarística sea signo de la unidad de todos los cristianos, unidad que debe ir madurando gradualmente, debe estar viva la necesidad de la penitencia, tanto en su aspecto sacramental como en el que concierne a la penitencia como virtud” (RH, 20)” (o.c. n. 61).


La Iglesia puede cambiar esta normativa
Decir que “no es suficiente el arrepentimiento de los pecados cuando se desprecia el sacramento de la penitencia”, es suponer este desprecio. No se desprecia el sacramento de la Penitencia por el hecho de reconciliarse con Cristo por otro camino tan evangélico como la Eucaristía, sacramento que “posee una eficacia infinita de purificación y de perdón”. Esta acusación de “desprecio” es un signo claro de clericalismo, que da el mismo valor al Evangelio que a las normas de la Iglesia. La Iglesia, si quiere, puede cambiar esta exigencia de “confesar después los pecados mortales”, ya perdonados. Todos compartimos que “el pecado es perdonado por la perfecta contrición” y que “la mediación de la Iglesia es necesaria, por voluntad de Cristo”. La contrición perfecta no incluye el propósito de la Penitencia sacramental, si la Iglesia no lo exigiera. La mediación eclesial ya está en la eucaristía, sacramento que “perdona los crímenes y también los pecados más ingentes... (Ses. XXII, c. 2. DS 1743). Es la Iglesia quien acoge, invita a convertir el corazón y la mente al Espíritu de Jesús, hace su memoria, reproduce sus signos (el pan y el vino), los entrega en comunión. Parece que los documentos de papas y obispos están escritos para defender la disciplina eclesial vigente. La verdad evangélica hace posibles otros caminos prácticos que, respetando el Evangelio, fomentan la libertad, la diversidad, la pluralidad inclusiva.

Rufo González
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