El signo que debe “distinguir” al sacerdote cristiano es el “amor pastoral”: unifica su vida y su actividad (PO 14); con la gracia del Espíritu, este amor puede vivirse en matrimonio y en soltería Siete preguntas (Sacerd. Caelib. nº 3) en busca de respuesta evangélica (y XI)

7ª.- ¿Y con qué medios puede observarse y cómo convertirse de carga en ayuda para la vida sacerdotal?

Mientras sea obligatorio, el celibato será una carga. Si quitamos la vinculación legal entre celibato y sacerdocio, y lo dejamos en opcional, cabría hablar de “medios” para ayudarse a permanecer en dicha opción y lograr que sea “ayuda” más que estorbo. Pero siempre desde el respeto a los derechos humanos y a los dones del Espíritu. La ley del celibato no puede ser “ayuda para la vida sacerdotal”.

Pablo VI, en la encíclica “Sacerdotalis caelibatus” (24 junio 1967) confirma esta ley: 

“Pensamos, pues, que la vigente ley del sagrado celibato debe también hoy, y firmemente, estar unida al ministerio eclesiástico; ella debe sostener al ministro en su elección exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de Cristo y de la dedicación al culto de Dios y al servicio de la Iglesia, y debe cualificar su estado de vida, tanto en la comunidad de los fieles, como en la profana” (n. 14 de). 

Conviene leer el texto latino, el original eclesial, para ver la diferencia con la versión castellana. Encontramos algún añadido y equivalencia incorrecta. Vean:

“Legem igitur vigentem sacri caelibatus nunc etiam cum sacerdotali munere esse conectendam censemus; eaque fulciri oportere sacerdotem, cum constituit praeterquam se totum, se in perpetuum, se uni tantummodo summo Christi amori dicare, operam quoque suam Dei religioni, Ecclesiaeque commodis navare. Ea insuper caelibatus lege status et condicio sacerdotis opus est distinguatur, sive ad fidelium sive ad profanorum hominum convictum quod spectat” (nº 14).

La traducción literal es:

“Pensamos, pues, que la vigente ley del sagrado celibato también ahora ha de ser conectada con el oficio sacerdotal; y que conviene que el sacerdote sea apoyado (sostenido...) por ella, cuando decide dedicarse todo él, para siempre, al único y sumo amor de Cristo y consagrar también su trabajo a la religión de Dios y al provecho de la Iglesia. Además es necesario que el estado y la condición del sacerdote se distinga por esta ley del celibato, tanto respecto a la convivencia de los fieles, como a la de los hombres profanos” (nº 14).

Más papistas que el Papa. “Pensamos” (juzgamos, decidimos...) que el celibato debe conectarse legalmente con el sacerdocio. Al traductor castellano no le vale la simple conexión legal que determina la encíclica. Quiere reforzarla con “firmemente”. Y, además, para todo oficio “eclesiástico”, no solo pata el ministerio sacerdotal. Las expresiones “firmemente” y “eclesiástico” no están en el texto original.

La segunda parte habla de “conveniencia” (“oportere”) de la ley celibataria con el sacerdocio. Ser sacerdote debería reunir las mismas cualidades esenciales en toda la Iglesia (Occidental y Oriental). Si el celibato es conveniente para el sacerdocio, debe serlo en todas partes. En Oriente el sacerdote también “se dedica todo él, para siempre, al único y sumo amor de Cristo y consagra también su trabajo a la religión de Dios y al provecho de la Iglesia”. La Iglesia oriental optó por la libertad para los presbíteros. A los obispos les exige celibato. A los célibes los premia con la posibilidad de ser obispos. A los casados los consideran de segundo orden, aunque tengan cualidades mejores que los solteros. En la primitiva Iglesia se defendía lo contrario: “conviene que el obispo sea..., marido de una sola mujer..., gobierne bien su propia casa y se haga obedecer de sus hijos con todo respeto. Pues si uno no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la Iglesia de Dios?” (1Tim 3, 5). Bastaba que tuviera el “amor pastoral” para “dedicarse todo él, para siempre, al único y sumo amor de Cristo y consagrar también su trabajo a la religión de Dios y al provecho de la Iglesia”.

El último párrafo falta a la verdad. Afirma la “necesidad” (“opus est”) de esta ley para “distinguir el estado y la condición del sacerdote”: “Ea insuper caelibatus lege status et condicio sacerdotis opus est distinguatur, sive ad fidelium sive ad profanorum hominum convictum quod spectat”. Me parece aberrante que el signo sacerdotal se ponga en la soltería, aunque sea “por el Reino de los cielos”. Dicha mentalidad lleva a exigirlo por encima de todo. Es muy difícil que un sacerdote sea removido por holgazán, apegado al dinero, amigo de ricos, dictador, no promover los carismas comunitarios... Basta que sea célibe para que tenga el signo “distintivo”. Lo creo equivocado. El signo que debe “distinguir el estado y la condición del sacerdote es el “amor pastoral de Cristo”. Éste da unidad a su vida y a su actividad (PO 14). En matrimonio y en soltería puede vivirse este amor con la gracia del Espíritu Santo.

La encíclica reconoce la distinción entre “el carisma de la vocación sacerdotal” y “el carisma que induce a la elección del celibato”. Cada uno tiene su propia finalidad. “Culto divino y servicio religioso y pastoral del Pueblo de Dios” sería el objeto de la vocación sacerdotal. “Estado de vida consagrada” sería el objeto del celibato (n. 15). Reconoce que “la vocación sacerdotal, aunque divina en su inspiración, no viene a ser definitiva y operante sin la prueba y la aceptación de quien en la Iglesia tiene la potestad y la responsabilidad del ministerio para la comunidad eclesial”. Concluye: es la “autoridad de la Iglesia” quien determina “personas y requisitos”. Aquí aparece un doble despotismo de la autoridad eclesial: ante el Espíritu divino y ante el Pueblo de Dios. Como si la autoridad fuera exterior al Espíritu de Jesús y a su Pueblo, y pudiera exigir lo que se le ocurra, sin contar con el Evangelio ni con el “sentido de los fieles”. Si ambos carismas proceden del Espíritu, “los que tienen la potestad y responsabilidad del ministerio” deberían respetar el Espíritu, “juzgando la genuina naturaleza de tales carismas y su ordenado ejercicio, no, por cierto, para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno -cf. 1Tes 5,12.19.21-” (AA 3). El Espíritu reparte sus dones y carismas según quiere (1Cor 12,11). Vocación y celibato puede concederlos juntos o por separado, a varones y a mujeres. Pero la autoridad de la Iglesia ha decidido lo que el Espíritu divino debe hacer: conceder en la Iglesia de Occidente vocación sacerdotal y celibataria a la misma persona y varón. En la Iglesia mandan ellos, y Dios tiene que escucharlos y hacer lo que ellos desean.

Despreciar las vocaciones sacerdotales sin celibato es “apagar Espíritu”. Es de sentido común, y consta en el NT, que los dirigentes “no pueden apagar el Espíritu, ni despreciar las profecías, sino examinar todo y retener lo bueno” (1Tes 5,19-21). Ellos reconocen la autenticidad cristiana de los carismas y organizan su aplicación concreta (LG 12). Pero vincular legalmente un carisma con otro, anular un carisma, obligar a Dios que conceda los carismas conforme a leyes eclesiales... es despotismo clerical, ”tentar a Dios”. Imponer a los ministros eclesiales el celibato es claramente superar la voluntad de Jesús. A parte de atentar contra el derecho humano de poder formar una familia. Por mucha “responsabilidad del ministerio” que quieran atribuirse, no pueden anteponer sus leyes a la voluntad divina. Muchas comunidades no pueden hoy cumplir la voluntad de Cristo de celebrar la eucaristía por esta ley que impide el ministerio a los casados. Apagan el Espíritu quienes rechazan la vocación sacerdotal por no venir acompañada de la vocación celibataria. Hay que decirles lo que el sabio Gamaliel al Sanedrín: “os exponéis a luchar contra Dios” (He 5,39).

Jaén, octubre 2019

Volver arriba