Saludando a Iñaki y a Juanito
El tráfico es una selva movediza por la que se transita con la norma de "quítate, que voy yo", pero los chóferes no conocen el miedo y van que se las pelan, evitando milagrosamente mil choques cada minuto y guardando una distancia de 5 centímetros con el vehículo delantero. Me tapo los ojos y escucho los pitidos, los fenazos y la voz del muchacho que hace de revisor, que en cada paradero canta los itinerarios más rápido que el que vende camarones en la playa: "¡Sanfelipe-Salaverry-Brasil-Benavides-Sanfelipe-Salaverrysalaverryyy!". Madre mía.
Me bajo en la plaza del 2 de Mayo y comienzo a caminar por el casco histórico. Aquí perdura la costumbre de los barrios ocupados por gremios, y en Emancipación veo todas las tiendas de sillas de ruedas del mundo, más allá millones de imprentas todas en la misma calle, o en el jirón Puno incontables almacenes de menaje de cocina. A medida que me acerco al centro, la ciudad parece más elegante, pero la pobreza acecha por todos lados, no cabe duda. Solo hay que levantar la vista para que las paradojas de este país te sorprendan, niños limpiabotas que deberían estar en la escuela junto a tiendas pijas de ropa de marca.
Las hermanas me han explicado que la iglesia de los jesuitas está cerca de la Plaza de Armas, y aunque me avisaron, me quedo sin aliento ante los retablos barrocos, la profusión de imágenes y la riqueza ornamental. Qué bárbaro. En un costado, una enorme imagen de San Ignacio preside un impresionante retablo de madera. Aunque pasan bastantes personas, el templo es enorme y hay mucho silencio; me siento, miro al santo y pienso en lo que él tiene que ver en el camino que me ha traído acá. Los Ejercicios, el discernimiento, la libertad, el toma Señor, mis panes y mis peces.
Un rato más tarde, entro en la catedral. A la derecha, la tumba de Pizarro; y luego varias tallas de Martínez Montañés y un montón de obras de arte. Y la cripta de los arzobispos de Lima. Y exposiciones de arte sacro. Y... Un poco saturado, mi mente se va a las humildísimas capillas de los pueblos que conocí el verano pasado: Aumuch, junto a Leymebamba, con las garrapatas por la pared de adobe; El Dorado, Zubiate, Molinopampa cerca de Celendín... Cuánta distancia de un Perú a otro, de la urbe superpoblada que trata de aspirar a la modernidad, al mundo rural pequeño y hasta miserable.
- "Bienvenido", me dijeron Ignacio y Juan nada más verme asomar. "No tengas miedo y confía, que acá estarás muy bien".
- Es que otras veces ya salió mal - respondí yo.
- "Ya, ya... Pero ahora es cosa de Él. Tranquilo" - dijo Juanito.
- "Déjate llevar" - añadió Iñaki.
Me han recibido con cariño. Pero Él ya estaba antes, esperándolos a ellos y a mí.
César L. Caro