Vida del Apóstol Tomás según sus Hechos Apócrifos

Onager


Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Hecho VII (cc. 62-67): El general y su familia

La fama de Tomás había trascendido lo suficiente como para que uno de los generales del rey Misdeo hubiera recibido noticia de su persona y de sus hechos. Tenía fama el apóstol de no aceptar recompensa alguna por sus buenas acciones, antes al contrario, todo lo que tenía lo repartía entre los necesitados. El general confesaba que era rico y que hacía el bien a todos sin haber hecho mal a nadie. Por ello estaba sorprendido de haber recibido el mal que lo acompañaba desde hacía tres años.

Se trataba de una inoportuna y cruel posesión diabólica que padecían su mujer y su hija. Todo venía de una boda a la que había sido invitado por unos amigos. Él quiso que asistieran su mujer y su hija, aunque algo barruntaban ellas cuando preferían no participar en la fiesta de bodas. Llegada la tarde, envió lámparas y criados a esperar a ambas mujeres. De pronto se oyó un lamento uniforme: “¡Pobrecilla!”. Llegaron los criados con las vestiduras desgarradas y contaban lo sucedido. Un hombre había atacado a la mujer, y un muchacho a la hija. Ellos habían intentado defenderlas, pero sus espadas se les cayeron de las manos. Las dos mujeres cayeron a tierra rechinando los dientes. El general partió raudo y encontró a su mujer y a su hija tendidas en tierra. Las tomó y las llevó a su casa, donde tardaron un buen rato en volver en sí.

A las lógicas preguntas del marido, respondió la mujer contando los detalles del suceso. Cuando se dirigían a la boda, vieron a un hombre negro que movía su cabeza en dirección a la mujer y a un muchacho semejante a su lado. Ellas huyeron de ellos, pero cuando ya regresaban de las bodas, sufrieron el ataque de los negros que las arrojaron a tierra. Estaba la mujer refiriendo el caso cuando volvieron aquellos hombres, que en realidad eran demonios, y las arrojaron al suelo. Desde entonces, sigue contando el general, no pueden salir de casa y permanecen encerradas en sendos aposentos, pues si las encuentran las golpean y las dejan desnudas. El general rogaba al apóstol que tuviera piedad de una casa que estaba poco menos que abandonada desde hacía tres años.

Tomás quedó muy triste con el relato de lo sucedido a la mujer y a la hija del general. Pidió entonces al general la necesaria fe en Jesús para que sanaran las posesas. El general rogó a Jesús ayuda para la debilidad de su fe. El apóstol hizo que su diácono Jenofonte congregara a toda la multitud. Tomás, de pie en medio de todos, pronunció una larga alocución en la que postulaba a los suyos perseverancia en la fe y en la esperanza en Dios que nunca abandona. Si él tuviera que ausentarse por algún motivo, les dejaría al diácono Jenofonte que cuidaría de ellos. Abundaba en la idea de lo efímero de los bienes de este mundo; ni las riquezas ni la belleza permanecen. Debe prevalecer, a pesar de todo, la esperanza en el Hijo de Dios, el siempre amado y deseado (c. 66,5). Se despidió luego de los fieles a quienes encomendó a la misericordia del Señor y a la solicitud de Jenofonte. Para ellos pedía presencia, curación de las heridas de la vida y defensa frente a los lobos rapaces que acechan al rebaño del Señor.

Hecho VIII (cc. 68-81): Episodio de los onagros

El apóstol Tomás tenía que continuar su camino, lo que provocó el disgusto y las lágrimas de los hermanos. Todos le rogaban que no los olvidara, sino que se acordara de ellos en sus oraciones. Cuando ya se encontraba Tomás sobre la carroza, se acercó el general e hizo levantarse al cochero. Solicitaba, en efecto, la gracia de hacer de cochero del apóstol durante aquel trayecto. Dos millas más adelante, Tomás hizo levantarse al general y le pidió que se sentara a su lado mientras el cochero volvía a ocupar su puesto. Entonces los animales de tiro se sintieron fatigados por el calor de manera que no podían dar un paso más. El general pensó trasladarse a toda prisa para buscar nuevas cabalgaduras. Pero el apóstol dijo al general que no tuviera miedo, pues vería las maravillas de Dios.

Había en las cercanías una manada de onagros que estaban pastando. Tomás ordenó al general que fuera a la manada y en su nombre hiciera venir a cuatro de ellos. Cuando oyeron la orden del general, llegaron todos los onagros corriendo hacia donde estaba el apóstol y se postraron ante él. Tomás pronunció una alocución, conservada solamente en la versión siríaca, en la que se contienen conceptos de la más estricta ortodoxia. Dice así el siríaco: “Sois uno en gloria, poder y voluntad. Sois tres, pero separados; sois uno aunque divididos. Todo en ti subsiste y todo te está sujeto” (c. 70,1). El griego continúa con el ruego del apóstol a los onagros: “Paz a vosotros. Uncíos cuatro de vosotros en lugar éstos”. Lo hicieron así los cuatro más fuertes cumpliendo la orden de Tomás. Los demás seguían con la caravana hasta que el apóstol los despidió para que regresaran a sus pastos.

Los onagros arrastraron el carro con suavidad para no molestar al apóstol hasta que se detuvieron a las puertas de la casa del general. El apóstol pronunció una plegaria dirigida a Jesucristo reconociendo los favores que ha hecho a favor de los hombres. Los ha adquirido con su sangre como una posesión preciosa. Viendo que se había congregado una multitud, Tomás suplicó al Señor Jesús que se cumpliera lo que tenía que suceder. La mujer y la hija del general habían sufrido mucho por el poder de los demonios, de modo que los criados pensaban que no podrían recuperarse. Nadie había podido prestarles auxilio hasta que llegó a su casa el apóstol Tomás. Éste llamó a uno de los onagros uncidos al carro y le ordenó que entrara en el patio de la casa y en el nombre de Judas Tomás ordenara a los demonios salir de aquella casa. Pues había sido enviado para vencerlos y expulsarlos.

Entró el onagro seguido de una multitud de gente y dirigió a los demonios un largo parlamento que terminaba con la orden de Tomás: “A vosotros os dice Judas Tomás: Salid ante toda esta muchedumbre y decidnos de qué raza sois” (c. 74,3). Salieron las dos mujeres en un estado lamentable. Tomás oró para que no hubiera perdón para demonios que no saben perdonar ni tener misericordia. Se produjo un debate entre el apóstol y el demonio, que resultaba ser el que había sido expulsado ya por Tomás de la otra mujer (cf. c. 46). El demonio expresó su sentimiento de impotencia ante Tomás y la diferencia que distinguía sus misiones y sus resultados. Los apóstoles venían para salvar, los demonios para destruir y condenar; los apóstoles aportaban la vida eterna, los demonios la eterna condenación.

Como respuesta a las provocadoras palabras del demonio, el apóstol ordenó tajantemente a los demonios que abandonaran a las mujeres y no volvieran a habitar entre seres humanos. Lo mismo sucedería a todos aquellos que habitaban en los templos de los dioses falsos. De repente, los demonios se ausentaron, mientras las mujeres quedaban en el suelo como sin vida ni voz. Todos los presentes se mantenían en suspenso sin saber lo que iba a suceder. Los onagros no se separaban unos de otros, cuando el onagro, que había recibido el don de la palabra por el poder de Dios, dirigió un largo reproche al apóstol por su silencio y su inactividad en un momento como aquel. Pronunció luego un discurso de tipo kerigmático animando a todos a creer en el apóstol de Jesucristo, a creer en el Cristo nacido para traer la vida a los hombres y convertirse en maestro de la verdad.

Tomás hizo una especie de glosa de las palabras del onagro. Se puso después al lado de las dos mujeres por las que oró diciendo: “¡Señor mío y Dios mío! Resuciten estas almas y vuelvan a ser lo que eran antes de ser heridas por los demonios”. A continuación rogó a los sirvientes que las tomaran y las introdujeran al interior de su casa. Llamó luego a los onagros, los condujo fuera de la ciudad y los despidió diciendo: “Marchad en paz a vuestros pastos”. El apóstol después de vigilar para que nadie los molestara ni les hiciera daño alguno, regresó a la casa del general (c. 81,3).

Animales en el antiguo Egipto

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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