Los investigadores críticos y su “resentimiento” (II)

Hoy escribe Fernando Bermejo

En nuestro anterior post iniciamos una reflexión sobre un fenómeno curioso, a saber, el hecho de que la investigación crítica en torno a los orígenes cristianos –efectuada no importa con cuánta erudición, con cuánta voluntad de verdad, con cuánta serenidad, con cuánta racionalidad y sensatez– suscita en determinados círculos la acusación de odio o resentimiento. Esta acusación, por consiguiente, no es un fenómeno extraordinario de la que se hagan merecedores únicamente sujetos especialmente beligerantes o furibundos, sino que tiene lugar con inusitada frecuencia, constituyendo en realidad una reacción rayana en el automatismo de un tic. Es éste un fenómeno que, como señalé, da qué pensar, y que exige esclarecimiento.

Obviamente, las referidas acusaciones se sitúan de forma inmediata en el ámbito moral. “X es un resentido” pretende significar “X alberga sentimientos turbios, y toda su presunta investigación crítica no es más que un reflejo de emociones turbias”. No es necesario haber leído lo que Scheler y Nietzsche escribieron sobre el resentimiento para advertir lo que la sola mención de esta palabra evoca: el odio impotente, el rencor que busca una venganza imaginaria. Uno se imagina al resentido como al Golum de El Señor de los anillos: arrastrándose miserablemente por el suelo intentando lograr lo que anhela y no tiene. Con ello, quien acusa a otro de resentimiento proclama de éste una severa deficiencia moral y le condena de antemano a la gehenna de la mezquindad, mientras indirectamente reserva para sí el pedestal de la más alta dignidad.

Por supuesto, la acusación de estar movido por el odio o el resentimiento puede responder en algunos casos a la buena conciencia de quien, temiendo sinceramente por alguna razón –aparente o real– la presencia de un factor distorsionante, lo exponga públicamente a modo de advertencia. Y, desde luego, en ocasiones la sospecha podría ser certera –pues el resentimiento y el odio campan por sus respetos en el mundo, como campan otras muchas tristezas–. Sin embargo, la naturaleza generalizada de la acusación y el conocimiento de numerosos contextos en que tal acusación tiene lugar no hacen verosímil en muchas otras ocasiones una explicación tan tranquilizadora y benévola del fenómeno. En estos otros casos, la mencionada acusación más bien parece ser un síntoma de posiciones y actitudes susceptibles de ser analizadas, paradójicamente, desde un punto de vista estrictamente moral; es decir, precisamente desde la perspectiva que la acusación pretende adoptar.

En primer lugar, atribuir odio o resentimiento a alguien es efectuar un predicado sobre la interioridad de una persona, por definición invisible. Ciertamente, hay ocasiones en que el carácter de los humanos se evidencia de forma prácticamente inequívoca, pero la existencia de resentimiento es algo difícil de determinar, pues incluso cuando en una discusión alguien se pone a despotricar y vociferar, esto puede deberse a muchos motivos que no necesitan tener nada que ver con resentimiento u odio: v. gr. a su vehemencia de carácter, a su pasión por la verdad, a que la inepcia o la hipocresía de su interlocutor le hace perder los estribos, a que está harto de que nadie responda convincentemente a sus argumentos, a que padece el síndrome de Tourette, a su creencia en que sólo una expresión impetuosa es retóricamente eficaz... o a otras varias razones que el lector puede imaginar. Por ello, acusar indiscriminadamente a alguien de sentir resentimiento, es un procedimiento que, a menudo, en el mejor de los casos es una temeridad, y en el peor una calumnia. Ahora bien, quien oscila entre la temeridad y la calumnia demuestra padecer una deficiencia moral equivalente a la que pretendía achacar a quien acusaba.

En segundo lugar, la acusación de resentimiento acostumbra a prescindir de todo ulterior razonamiento o argumentación, al parecer porque cree poder hacerlo. En realidad, puede sospecharse con fundamento que a menudo quienes se llenan la boca con acusaciones de odio o resentimiento lo hacen así precisamente para ahorrarse el penoso esfuerzo intelectual que habría que realizar para responder a ciertos análisis. Quienes poseen de manera deficiente conocimientos o inteligencia, o, poseyéndolas, no están dispuestos a hacer lo que Hegel llamó “el duro trabajo del concepto” prefieren con frecuencia desacreditar con observaciones meramente retóricas y/o pretendidamente ingeniosas a quienes aplican la razón crítica al estudio de los fenómenos religiosos, escabulléndose así de la arena argumentativa. En rigor, por tanto, puede verse a menudo en ese reproche una segunda deficiencia moral: la simple cobardía. Y no es necesario haber leído lo que Aristóteles o Montaigne dijeron sobre la cobardía para saber cuál es el juicio que ésta nos inspira.

En tercer lugar, quienes acusan de resentimiento muestran a menudo una elocuente insensibilidad moral. En efecto, llenándose la boca con sus acusaciones, muchas personas no parecen tener tiempo siquiera para preguntarse por qué, en caso de existir tal resentimiento, éste ha podido llegar a generarse. Ahora bien, en caso de que pudiera demostrarse fehacientemente la existencia de un resentimiento –y reitero lo difícil que es verificarla–, la más elemental decencia obligaría a inquirir de inmediato por las razones por las que alguien habría podido llegar a desarrollarlo (en el caso del cristianismo, ¿quizás por haber sido víctima –o por solidarizarse con la suerte de personas que han sido víctimas– de los abusos sexuales de algún venerable sacerdote u obispo? ¿quizás por haber padecido los abusos de poder de alguna corporación eclesiástica? ¿quizás por la repugnancia moral que le provoca el hecho de que las indecencias y crímenes cometidos por las Iglesias triunfantes no sean óbice para que sus funcionarios sigan pretendiendo dar lecciones de moralidad y civismo a la sociedad entera...? El lector puede imaginar otras muchas posibilidades). Alessandro Manzoni escribió que “todos aquellos que hacen daño a otro son culpables, no sólo del mal que cometen, sino del empeoramiento que provocan en el ánimo de los ofendidos”. El hecho de que a menudo las personas que acusan a otras de resentidas no muestren el menor interés en las posibles vilezas y canalladas sufridas por aquellos a quienes acusan, y en el eventual previo sufrimiento moral de éstos, es un síntoma inequívoco de las hondas deficiencias de su sentido ético.

En suma, al igual que pasa con el mencionado caso de Jeremias y Reimarus, la acusación de “resentimiento” u “odio” a menudo parecería decir mucho más de quien la formula que de aquel a quien se le adscribe: el más leve análisis puede hacer del reproche de resentimiento un expediente sospechoso, cuando no ridículo. Resulta irónico que, bien pensado, muchas de las acusaciones de resentimiento en el campo que nos ocupa puedan estar traicionando no sólo la penuria intelectual sino también la indigencia moral de quienes las emiten.

Pero si el análisis de la acusación de odio o resentimiento puede revelar ciertas paradojas en el ámbito moral, podría darse incluso el caso de que la paradoja incurriera directamente en la contradicción. En efecto, llama la atención el hecho de que las mismas personas que no tienen el menor reparo en anatematizar a estudiosos como Puente Ojea por su vehemencia y sus maneras en sus declaraciones públicas, sientan por Jesús de Nazaret una admiración tan vehemente e incondicional (que llega con frecuencia a la deificación). En efecto, tal como testimonian las Sagradas Escrituras, este predicador judío tachó a sus contrincantes de “raza de víboras”, “sepulcros blanqueados”, “hipócritas”, “farsantes” y otras muchas cosas nada agradables, les amenazó con castigos eternos y según todos los indicios empleó la violencia física al menos en el Templo de Jerusalén. Sin embargo, los creyentes no reprochan a su Maestro –quien, dicho sea de paso, como todo sedicente heraldo divino no demostró con razones nada de lo que dijo– su falta de educación, respeto y cordialidad para con otros maestros religiosos que, al fin y al cabo, eran también sus semejantes y correligionarios. Esta acepción de personas es otro dato que resulta francamente elocuente, por la parcialidad de juicio que entraña y por la flagrante contradicción que revela. Si –como proclaman muchos– un requisito imprescindible para empezar a tomar en serio a alguien es la exquisita corrección de sus modales, uno se pregunta cuáles son las razones de tantas personas para tomarse tan en serio la figura de Jesús de Nazaret.

La obra de quienes aplican el escalpelo de la crítica incluso a los mitos para muchos sacrosantos ilumina la mente de los espíritus libres que aspiran a comprender. Aquellos que se limitan a acusarles de odio y resentimiento, intentando ningunearles sin argumentos, a menudo sólo traicionan sus propias insidias y miserias. Sería ingenuo esperar que tales acusaciones se acallen algún día: como hemos argumentado, en muchos casos quienes las esgrimen, sencillamente, no dan para más.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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