Audaz relectura del cristianismo (1). El ser humano como frontispicio

Vivimos momentos en que los signos de los tiempos gritan la imperiosa necesidad de una “nueva evangelización”, al menos en Occidente, cuya cultura está tan impregnada del judeocristianismo. Convencidos de esa misma necesidad, son muchos los que hoy sugieren que es preciso cambiar los procedimientos de predicación, renovar los ropajes eclesiales, aligerar el bagaje conceptual de los dogmas, revisar a fondo algunos preceptos morales intocables, dulcificar las formas de actuar e incluso inyectar alegría en la recargada liturgia de tantos ritos sacros.


Muchas relecturas


Me parece que la envergadura del problema de una evangelización eficaz para nuestro tiempo no podrá resolverse con solo retoques epidérmicos sino con torácica cirugía innovadora.De ahí la necesidad, creo yo, de hacer en nuestro tiempo una relectura audaz de los contenidos y procedimientos cristianos, relectura siempre difícil tanto por su propio contenido como por sus previsibles consecuencias sociales.

Mirando hacia atrás, tengo la impresión de que Jesús de Nazaret hizo ya, groso modo, una relectura muy comprometida del Antiguo Testamento al poner carne a sus verdades salvíficas o, dicho con otras palabras, al encarnar en su vida, en su comportamiento, en su predicación, en su muerte y en su resurrección cuanto en el Antiguo Testamento se refiere a la comunión entre Dios y los hombres. Con su relectura, Jesús de Nazaret transformó la “antigua alianza” del pueblo elegido en la “nueva alianza” del pueblo cristiano, vivida y valorada como pleno y definitivo abrazo de Dios al hombre.

La de Jesús de Nazaret no fue la única relectura que se ha hecho de la relación Dios-hombre, pues en el seno de su propia obra, la Iglesia, se han seguido haciendo, a lo largo de su todavía corta trayectoria histórica, otras muchas relecturas de esa misma “nueva alianza”, muy diferentes las unas de las otras. Hasta podría decirse que “Cristo” es una relectura muy audaz de “Jesús de Nazaret” que arroja el combinado de “Jesucristo”. Por lo demás, a nadie le resulta hoy extraño afirmar que la vida cristiana actual se parece muy poco a la de los primeros cristianos. El afán, en cada época, de una mejor comprensión de las verdades reveladas y las necesarias reformas de los procedimientos pastorales para adaptarse a los tiempos vienen de lejos.

Ya en el nacimiento mismo de la Iglesia se hicieron diversas lecturas de la misión evangélica en medio de enconadas discusiones y duros enfrentamientos, debidos a que la fundación o el nacimiento de la Iglesia era un hecho tan novedoso que no podía asentarse sobre una constitución fundacional previa. Las desavenencias sobre las ideas rectoras y los procedimientos evangelizadores, tan fuertes incluso entre los seguidores de Jesús de Nazaret que habían convivido con él, duran ya siglos, a pesar de haberse logrado establecer pronto un canon de libros inspirados y plasmar los contenidos de la fe cristiana en un Credo. Pero la fe, o mejor la “forma de vida cristiana”, es tan viva y de tal envergadura que jamás podrá ser enlatada ni confinada en fórmulas gramaticales intocables, de tal manera que ni los libros canónicos ni el Credo siquiera han logrado impedir que a lo largo de los dos mil años de existencia del cristianismo se hayan seguido haciendo sucesivas relecturas del fenómeno cristiano, la última de las cuales puede que sea la “praxis cristiana” que brota con tanta fuerza, frescura y éxito de la forma de proceder del actual papa.


Mejora de la forma de vida humana


Posiblemente, lo más oportuno y eficaz para hacer la relectura aquí proyectada sea un cambio radical de perspectiva, sin que ello implique necesariamente modificaciones sustanciales de los contenidos panorámicos. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos sitúan en las alturas, en el punto de mira de Dios, al contemplar la existencia del hombre caído desde la necesidad de su propia regeneración. A tenor de los contenidos primarios de ambos Testamentos, Dios crea los seres humanos, se encarna en un hombre y redime a una especie de figura de barro que ni siquiera sabe quién es o hacia dónde camina. La religión nos ha habituado a enfocarlo todo desde arriba, desde lo alto, desde el punto de vista de Dios, como si todo nuestro comportamiento tuviera que dedicarse, en última instancia, a alabar a Dios continuamente por ser quien es y a darle gracias a cada instante por sus dones.

Soy del parecer de que un cristianismo válido para nuestros días requiere que miremos la montaña desde el valle, no el valle desde la montaña. Mirando desde abajo, aunque realmente se vea lo mismo, no se ve de la misma manera y ello hace que la actitud que debamos adoptar en nuestros comportamientos cambie radicalmente. Hay que transformar la gracia benevolente en motor de energía que nos ayude a realizar la escalada que requiere la mejora constante de las formas de vida humana. No es Dios quien sale de sí mismo al encuentro del hombre, pues él lo es todo en todos, sino el hombre quien debe recorrer, con el apoyo de cuanto le aporta su propia fe, el camino que le conduce a Dios. En la panorámica de la siempre difícil ascensión del valle a la montaña hay trazado un único camino posible, el camino del hombre.


El hombre es sacramento de Dios


Para llegar a Dios el hombre debe recorrer decididamente el camino que es él mismo, el camino de su propia humanización. Al hacerlo, el hombre se convierte en una especie de sacramento de la divinidad. Reconforta saber que el hombre tiene realmente una enorme envergadura de ser cuya potencialidad todavía no conocemos totalmente, como la de ser él mismo el escenario de su propio reencuentro con Jesucristo (“…a mí me lo hicisteis”) y con Dios. Son muchos los que, alarmados por acontecimientos y quiebras especialmente dolorosos, se preguntan decepcionados dónde está Dios en esos momentos y circunstancias tan terribles sin apercibirse de que su presencia más rica y esplendorosa es el hombre sufriente.

De ahí que en el vértice de la estructura conceptual de la fe cristiana debamos situar al hombre para iluminar una trayectoria humana que engloba su desarrollo cristiano. No digo que el hombre deba reemplazar a Dios, sino que debemos enfocar el tema de la relación entre ambos poniendo al hombre en el punto de mira para abordar la cuestión desde sus necesidades reales. Necesitamos alejarnos de la fábula para adentrarnos de lleno en la realidad. Es un hecho que no sabemos quién es Dios realmente, pero al hombre lo tenemos, con su impresionante figura y toda su potencialidad, no solo frente a nosotros, sino dentro de nosotros mismos. La cordura exige que el partido crucial de nuestra vida, el de la comunión con Dios, se juegue en el campo del hombre.


Perspectiva


Antes de concluir esta escueta presentación mía en un medio de comunicación tan acreditado como es RD, asomémonos un momento al fabuloso arsenal de potencialidades que es el hombre. A lo largo de su exitoso despegue del medio natural y de su dilatado crecimiento vital, el hombre ha ido adueñándose, con paciencia e industria, de muchos de los tesoros que alberga la naturaleza, a impulsos de la imperiosa necesidad de mejorar su vida sin descanso en todas sus dimensiones. Sabemos que le quedan todavía por lograr enormes conquistas, retos que le invitan a redoblar sus esfuerzos y que tiñen de optimismo su futuro. Sin embargo, el hombre va dejando tras de sí lamentablemente un rastro de sangre, de quiebras de humanidad y de crueldades irracionales. Tiempo habrá para adentrarse en todo ello a la luz de la relectura que trato de esbozar o iniciar.
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