No había sitio para ellos

La historia es de sobra conocida: Cuando el matrimonio formado por José y su esposa María, con un embarazo avanzado, llegaron a Belén, porque era el lugar dónde debían empadronarse, ya que esa ciudad era la originaria del cabeza de familia, se encontraron con una desagradable sorpresa: “no tenían sitio en el albergue” (Lc 2,7). Con mucha probabilidad, esta palabra traducida por “albergue” designa una sala de la casa de la familia de José, la sala que aquellas familias campesinas tenían para alojar a sus huéspedes. Seguramente la familia de José, al ver el embarazo de María, se planteó muchas preguntas: ¿cómo era posible que estuviera a punto de dar a luz, si el matrimonio llevaba poco tiempo conviviendo? Si esa fue la pregunta, entonces hay que concluir que, en nombre de la “decencia”, la familia de José les rechazó. El matrimonio y el niño no eran bien venidos, por eso no había sitio para ellos.


Historias como esta se han repetido desde que el hombre es hombre. Y, a veces, con consecuencias más dramáticas. Una vez nacido Jesús, al rey Herodes le sobraban los niños, no había sitio para ellos en su reino. Por eso “hizo matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo” (Mt 2,16). Unas veces es la propia familia la que nos rechaza y otras veces es la autoridad política. Todos los rechazos son contrarios a la voluntad de Dios, pues según el proyecto creacional, todos formamos parte de la misma familia de los hijos de Dios: “somos miembros unos de otros” (Ef 4,25).


Así se comprende que uno de los objetivos de la predicación y de la vida de Jesús fuera la búsqueda de la unidad y del entendimiento entre las personas. El evangelio de Juan lo dice con estas palabras: Jesús murió “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). Y la carta a los Efesios (2,14-16) califica a Cristo de “nuestra paz” porque de “los dos pueblos hizo uno”, derribando la enemistad y el odio. Se trata de los pueblos de entonces, judíos y paganos. Hoy habría que decir que la paz de Cristo quiere unir a todos los pueblos de la tierra. Porque con él han desaparecido todas las divisiones: “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). Y Col 3,11 añade: “ni circunciso e incircunciso; ni bárbaro ni escita”. En Cristo Jesús han desaparecido las diferencias culturales, sociales, sexuales, religiosas y nacionales (continuará).

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