Los apóstoles de Jesús de Nazaret en nuestra cultura (II)



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Hablábamos el otro día de los datos aportados por los Hechos Apócrifos y convertidos en recuerdos arqueológicos y litúrgicos en la cultura de occidente. He de reiterar para los amables críticos de mis páginas que no pretendo partir de datos históricos o teológicos, sino de textos literarios. Que muchos cristianos, no sólo de la pedanía de la sociedad, sino también de los altos andamios de la teología, hayan visto en esos textos un documento histórico y admitan su valor como testimonio válido de los sucesos narrados es un dato que está ahí. Yo he calificado en otros contextos los HchAp como novelas con todas sus consecuencias. Y las novelas, como otros géneros literarios, tienen sus propios criterios de verdad. Son obras literarias que según las exigencias de Aristóteles deben tener el grado justo de verosimilitud. El gran principio aristotélico de que in medio uirtus (en el medio está la virtud) puede aplicarse también a los HchAp.

Lo que es una realidad palpable es que los datos literarios de los HchAp han dado ocasión a creencias y convencimientos, que se han convertido en monumentos arquitectónicos. No es posible probar la verdad del cristianismo por sus catedrales, como tampoco se demuestra la verdad de otras religiones por la abundancia o grandiosidad de sus templos o santuarios. Pero no cabe duda de que los que construyeron las catedrales y los santuarios daban por ciertos datos que los historiadores califican de leyendas.

Veíamos cómo los relatos de los HchAp habían provocado tradiciones que están en la base de monumentos, elementos litúrgicos y devociones populares. Porque una verdad histórica que se desprende de las páginas de los HchAp es la costumbre de honrar las reliquias de sus mártires epónimos. “El cuerpo de san Pedro es objeto de veneración con ceremonias e himnos en el lugar Vaticano, cerca de los arsenales. El de san Pablo, en la Vía Ostiense, a dos millas de distancia. En ambos lugares, por las oraciones de los santos, se producen abundantes favores en favor de los fieles en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (HchPePl 87, 1). Que este testimonio de los Hechos de Pedro y Pablo (s. V-VI) contiene algo de verdad es una obviedad a la vista de las dos imponentes basílicas dedicadas a san Pedro y a san Pablo.

Los apócrifos nos hablan también del sepulcro de otros mártires y santos con la mención expresa de sus martirios y la identificación concreta del lugar de sus sepulturas. De santa Felícula, amiga y compañera de Flavia Domitila, cuentan detalles los Hechos de Nereo y Aquiles. Flaco, el confidente del príncipe, se había prendado de Felícula y trataba de hacerla su esposa. Pero ella lo rechazó con palabras que no admitían sombra de duda: «Ni me casaré contigo, pues estoy consagrada a mi Cristo, ni sacrificaré a tus ídolos, pues soy cristiana». Entonces Flaco la entregó a su lugarteniente y ordenó que fuera encerrada en un cuarto oscurísimo y que permaneciera siete días sin alimentos. La valerosa doncella murió colgada de un potro de tormento mientras confesaba a Cristo. Bajada del madero, fue arrojada en una fosa. “El presbítero san Nicomedes, conociendo por una revelación dónde se encontraba su cuerpo, fue ocultamente por la noche, lo tomó, lo colocó en un cofre y lo llevó a su panteón, distante siete millas de la ciudad de Roma en la vía llamada Ardeatina y allí lo enterró” (HchNerAq 17, 1). Esto lo escribía el autor de este apócrifo entre los siglos V y VI.

San Nicomedes sufrió también las consecuencias de su diligencia en honrar a los santos. Enterado Flaco que el presbítero Nicomedes había realizado esta gestión, tomó la determinación de apoderarse de él y obligarle a sacrificar a los ídolos. Pero el santo dijo a los que lo prendían: “Yo no sacrifico sino sólo a Dios todopoderoso que reina en los cielos, y no a piedras sin alma que guardáis en vuestros templos como encerradas en una prisión”. Diciendo estas cosas y otras muchísimas, golpeado fuertemente con bolas de plomo, marchó en paz hacia el Señor. Flaco ordenó que su cuerpo fuera arrojado al río Tíber. Un cierto clérigo del mismo presbítero, de nombre Justo, recogió su cuerpo, lo puso en un cofre, se lo llevó y lo depositó en un pequeño jardín que tenía cerca de los muros de Roma en la vía llamada Nomentana.

De esta vía hablan los Hechos de Pedro y Pablo cuando cuentan detalles de la peripecia de santa Perpetua, la que ofreció a Pablo su pañuelo cuando iba camino del martirio. La piadosa mujer, que era tuerta, recuperó su ojo una vez que recibió el pañuelo manchado con la sangre del Apóstol. Apresada por orden de Nerón, murió mártir al ser arrojada por un precipicio. Sus reliquias están enterradas delante de la puerta Nomentana. Esta puerta está situada en la zona nororiental de Roma. De ella parte la Vía Nomentana, y por ella, se realizó el asalto del ejército de Victor Manuel a Roma, con el que se puso fin a los Estados Pontificios en 1870.

Particular relieve tienen los relatos que cuentan del martirio y sepultura de los santos Nereo y Aquiles, esclavos o eunucos (camareros, kubikularíus) de Flavia Domitila. Aureliano, el prefecto, que pretendía contraer matrimonio con la santa, quiso servirse de la amistad y ascendencia que Nereo y Aquiles tenían ante su señora. Pero su negativa y su actitud provocó el resultado que refieren sus Hechos: “Los santos, rechazando sus regalos y confirmando más bien el alma de Domitila en la fe en Dios, soportando los más duros tormentos, fueron trasladados a Terracina y entregados al procónsul Memmio Rufo".

El procónsul Memmio, colgándolos en aquella misma tierra y quemándolos por debajo, quiso obligarlos a que sacrificaran a los ídolos. Pero ellos le dijeron: «Bautizados nosotros por el apóstol Pedro e instruidos por él sobre la fe en Cristo, es imposible que ofrezcamos sacrificios a los ídolos». Al decir ellos estas cosas, ordenó el procónsul que fueran decapitados. Habiendo robado de noche sus cuerpos Especioso (Auspicio), que era también discípulo suyo y criado de la santa virgen Domitila, los puso en una barquilla, los trasladó a Roma y los enterró en el suburbio de Domitila, en una cripta arenosa, en la vía denominada Ardeatina, a una distancia de una milla y media de los muros de Roma, muy cerca del sepulcro en el que había sido colocada Petronila, la hija del apóstol Pedro. Estos detalles los conocimos por el relato de Especioso (Auspicio) el que se hizo cargo de los cuerpos de los santos” (HchNerAq 18, 2-3). Este testimonio es la “verdad literaria” narrada por los Hechos Apócrifos de los santos Nereo y Aquiles.

No necesitamos recordar que muchos datos personales de los Apóstoles han quedado fijados por la liturgia de sus fiestas, condicionadas por sus muertes martiriales. Las fechas que ahora aparecen consagradas en la liturgia y en el calendario provienen de las narraciones de los HchAp. De ellas se han derivado narraciones y tradiciones que han cristalizado tanto en la dogmática y en la liturgia como en el folclore. Como ya demostramos otro día, dogmas tan importantes como el de la Asunción de la Virgen María al cielo en cuerpo y alma tienen su base en los relatos de los evangelios apócrifos, concretamente de los que forman la serie de Evangelios Asuncionistas.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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