La figura de Pedro en los Actus Vercellenses



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Pedro en los Actus Vercellenses (II)

Uno de los cristianos seducidos por las artes de Simón fue el senador Marcelo, de quien el mismo emperador sentía celos por su dedicación y entrega a la causa de los cristianos. Simón consiguió que Marcelo se arrepintiera de la beneficencia que había empleado en ayudar a los necesitados. Pedro se dirigió a la casa del senador, en la que se alojaba Simón. El portero tenía órdenes estrictas de Simón para que, en el caso de que viniera Pedro, dijera siempre que Simón no se encontraba en casa. Pedro recurrió a los servicios de un perro enorme que allí estaba atado con una cadena.

Lo soltó, tras lo cual el perro tomó voz humana y se puso a su disposición. Pedro le comunicó su mensaje que el perro, convertido en improvisado Demóstenes, transmitió a Simón. El Mago quedó sin palabra, mientras que Marcelo sufrió una profunda transformación, de la que dio testimonio en una sentida alocución. Repasaba los pasados sucesos y la influencia de Simón al que había dedicado incluso una estatua con la inscripción “A Simón, dios joven” (Hch 10,2).

La reconciliación entre Pedro y Marcelo fue completa. A ella siguió otra demostración de los poderes de Pedro con la expulsión de un demonio que contó a los presentes cómo entre Simón y el perro había surgido una discusión; anunciaba también que el perro moriría una vez cumplida la misión que Pedro le había encomendado. El joven poseso, al verse libre, rompió una estatua de mármol del César que Marcelo tenía en su patio. Pedro disipó los temores de Marcelo reconstruyendo la estatua con la colaboración del mismo Marcelo. El perro se encaró con Simón y le dedicó un duro alegato. Luego anunció a Pedro que tendría una gran lucha (agonem magnum) con Simón, que acabaría con la conversión de muchos de los seducidos por el Mago y el premio con siguiente a la obra de Pedro (HchPe 12,4).

Los presentes rogaron a Pedro que hiciera otro milagro a imitación de las muchas maravillas que hacía Simón. Como ocurrió con Marcelo, daba la impresión de que más que los argumentos dialécticos el poder de convicción residía en los milagros. Pedro tomó un arenque que estaba colgado a secar en una ventana y lo arrojó en una piscina con la orden de que, en el nombre de Jesucristo, reviviera y nadara como un pez.

Marcelo sentía que su fe se fortalecía de día en día en virtud de los prodigios que Pedro realizaba. Su reacción contra Simón llegó al punto de que lo expulsó de su casa de malas maneras y autorizó a sus criados para que lo cubrieran de ultrajes. Entre otras lindezas, “le arrojaban sobre la cabeza recipientes llenos de basura” (uasa stercoribus plena: HchPe 14,3). Simón, arrojado de la casa de Marcelo entre el menosprecio y los improperios de los criados, tuvo el valor de dirigirse a la casa donde se encontraba Pedro para espetarle: “Aquí estoy yo Simón. Baja tú, Pedro, y te demostraré que has creído en un simple judío, hijo de un artesano” (HchPe 14,4). Era en suma una abierta declaración de guerra. Simón prometía convencer a Pedro del error básico de haber puesto su fe en un pobre hombre. Pedro le respondió con una demostración del poder de Dios que por él combatía.

Pedro se sirvió en esta ocasión de un lactante a quien convirtió en elocuente embajador de su mensaje. El infante, bebé de siete meses, dirigió a Simón un denso alegato lleno de reproches, en el que recordaba los oscuros orígenes del Mago y sus caminos torcidos. Le auguraba un futuro fracaso y terminaba su alocución con una orden tajante: “Así te dice Jesucristo: «Por la potencia de mi nombre, enmudece y sal de Roma hasta el sábado próximo»” (HchPe 15,3). Simón, en efecto, enmudeció y huyó de Roma. Cuando la madre regresó con su hijo adonde estaba Pedro, contó el contenido del discurso del infante. Todos glorificaban a Dios que demostraba tales maravillas ante los hombres.

Estaban abiertas las hostilidades. Pedro y Simón afilaban sus armas para el cercano encuentro. Porque el sábado siguiente se celebraría el combate por la fe. Así se lo comunicaba Jesús a Pedro en una visión. Como consecuencia del enfrentamiento, muchos se convertirían a la fe a pesar de los esfuerzos de Simón y el apoyo que recibiría de su padre el diablo. Pero quedará claro que las acciones de Simón serán reconocidas como encantamientos y prácticas mágicas. Frente a ellas, Pedro podrá contar con la asistencia de Jesús. En resumen, las armas de los combatientes serán la magia de Simón contra el poder de Dios.

Pedro hizo una nueva demostración con la historia de Eubula, narrada profusamente en el largo capítulo 17 de los HchPe. Fue la ocasión y motivo de que Simón fuera expulsado de Judea. Eubula era una rica y honrada mujer que acogió a Simón en su casa considerándolo como un hombre divino “cuyo nombre era Fuerza del Señor”. El autor del apócrifo alude al suceso del encuentro de Simón con los apóstoles en Samaría. Los samaritanos consideraban efectivamente a su paisano como la “Fuerza o Potencia de Dios, la llamada grande” (Hch 8,10). El hecho es que Simón se introdujo en la casa de Eubula con otros dos cómplices semejantes a él, invisibles por lo demás. Con la colaboración de Simón robaron todo el oro y las joyas que Eubula poseía. Cuando la buena mujer advirtió la desaparición, hizo torturar a los criados a quienes acusaba del expolio. Pedro conoció por una visión toda la realidad de los hechos. Simón había sido el autor del entuerto con la colaboración de dos compinches.

Pedro conoció que los ladrones tratarían de vender una de las joyas a un platero que vivía junto a la puerta de Neápolis (Naplús), la que está situada en la muralla septentrional de Jerusalén y que en la actualidad se denomina Puerta de Damasco. Eubula conoció toda la verdad del caso, se convirtió a la fe y puso sus bienes al servicio de los pobres. Simón huyó entonces de Judea por donde no volvió a aparecer. Eubula ayudó a las viudas y a los huérfanos hasta que durmió en el Señor. En esta historia de la rica Eubula tenemos la razón de la desaparición de Simón de las tierras de Palestina. Y una razón más para que la esperanza de los fieles en la derrota de Simón quedara confirmada, porque como afirma Pedro en su comentario a los sucesos de la historia de Eubula, “Dios está con nosotros” (HchPe 18,2). Era la razón suprema de la confianza de los profetas y de los apóstoles en el éxito de su misión, la presencia activa de Dios.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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