Juan de Zebedeo en la literaturta apócrifa



Hoy escribe Gonzalo del Cerro


Nueva estancia del apóstol Juan en Éfeso

En virtud de los análisis de los fragmentos conservados y las conjeturas sobre el contenido de las lagunas, continúa el relato de los Hechos con la actividad de Juan en Éfeso. Llama la atención la presencia de Andrónico como actor de los sucesos al lado de Juan. Pretendía el apóstol marchar a la vecina ciudad de Esmirna, pero quiso antes acercarse al templo de Ártemis, donde se celebraba el día de su aniversario. Y era el caso que todos los fieles de la diosa iban vestidos de blanco, mientras que Juan vestía de negro.

Los circunstantes lo tomaron como una provocación, apresaron a Juan y tenían intención de matarlo. Pero Juan se dirigió a la turba de los efesios reprendiendo su actitud y censurando la mentira de su religión. Los retó incluso para que rogaran a su diosa y le pidieran la muerte para Juan. Él, por su parte, rogaría para que Dios los hiciera morir a todos. Los que tenían conocimiento de Juan y de sus poderes le rogaban que no lo hiciera.

Juan quería demostrar la falsedad de la diosa y de su culto frente a la verdad y el culto del Dios de los cristianos. Oró, pues, para que huyera el demonio que allí habitaba y para que los efesios se desengañaran de su error. Apenas terminó Juan de pronunciar estas palabras, se derrumbó al altar de la diosa Ártemis, y todos los exvotos se desparramaron por el suelo. Las estatuas de madera cayeron en su mayoría y la mitad del templo se vino abajo. El sacerdote de la diosa murió al ser golpeado por la viga principal del templo. La multitud que fue testigo del suceso, prorrumpió en gritos aclamando al Dios de Juan como al Dios único. Suplicaban y lloraban rasgando sus vestiduras. El apóstol aprovechó la ocasión para adoctrinar a los compungidos efesios. Era lo que pretendía cuando retrasó su marcha a Esmirna y prometió no ausentarse hasta que los efesios lograran apartarse de sus errores y debilidades.

Juan permanecía en la casa de Andrónico adoctrinando a los efesios cuando uno de los que venían, pariente del sacerdote muerto en el hundimiento del templo, dejó el cadáver del sacerdote a la puerta de la casa. Juan tuvo conocimiento del hecho en espíritu y después de terminar su alocución y de imponer las manos a cada uno de los congregados, abordó al pariente del sacerdote difunto, lo tomó de la mano y le dijo: “Dirígete al muerto y resucítalo tú mismo diciéndole: «A ti te habla Juan, el siervo de Dios: resucita”. El sacerdote, resucitado, creyó al instante en el Señor Jesús, y en adelante se mantuvo continuamente al lado de Juan”. Los poderes taumatúrgicos de los apóstoles tenían como intención y efecto la conversión a la fe de los testigos.

Sucedió en aquel tiempo que un joven campesino, empeñado en tomar para sí a la mujer de un colega de profesión, era amonestado por su padre. Y no pudiendo soportar sus reproches, “lo golpeó y lo dejó sin aliento”. Tuvo entonces miedo del castigo que se le venía encima y tomó la determinación de darse muerte. Juan fue avisado por una visión de que a unos cuatro kilómetros de la ciudad tenía una misión que cumplir. Cuando llegó al lugar encontró al joven hoz en ristre. Le preguntó sobre sus intenciones al llevar en la mano una hoz sedienta de sangre. El joven arrojó el hierro al suelo y explicó a Juan los motivos. Su padre le reprendía y aconsejaba para que llevara una vida libre del adulterio. Pero él no quiso aceptar sus amonestaciones, sino que lo golpeó y lo mató. Se dirigía a casa de la mujer, ocasión de su insensata conducta, con la intención de degollarla a ella, a su marido y a sí mismo el último de todos, porque no podía soportar que el marido de aquella mujer lo viera sufrir la pena capital (cc. 48-49).

La estrategia de Juan consistió en prometer al joven que resucitaría a su padre siempre que él se comprometiera a apartarse para siempre de la mujer de su amigo. Hecho este pacto, se dirigieron al lugar en el que yacía el cadáver del padre, donde se había congregado mucha gente. El joven confesaba abiertamente estar arrepentido de su crimen. El apóstol, dando gracias a Dios por haberle concedido la virtud de curar, oró diciendo: “Haz, Señor, que viva este anciano, al ver que su asesino se ha convertido en juez de sí mismo; y perdona al que no perdonó a su padre que le aconsejaba lo que es recto” (c. 51,2). Juan fue adoctrinando al anciano mientras iban de camino, de manera que cuando llegaron a las puertas de la ciudad, ya se había convertido a la fe (c. 52,2).

La reacción del joven parricida fue un gesto maximalista. Al ver la resurrección de su padre y su propia salvación, echó nuevamente mano de la hoz, esta vez para cortarse los genitales. Corrió a la casa de la adúltera y se los arrojó a la cara. Contó luego a Juan lo que había hecho, por lo que recibió una seria reprimenda. No son esos órganos los culpables de la conducta del hombre, sino el pensamiento que los dirige, le dijo el apóstol. Necesitaba arrepentirse también de esta malvada acción para tener a Dios como ayuda en las necesidades de su alma. Firme, pues, en su arrepentimiento, no se apartaba de Juan en la espera de conseguir el perdón de la bondad de Dios (c. 54,2).

Los ciudadanos de Esmirna tuvieron noticia de la predicación de Juan y de los prodigios obrados por su mano, por lo que le pidieron que los visitara. Querían, en efecto, conocer al nuevo Dios y participar de sus promesas. Cuando llegó a Esmirna, se le acercó un personaje, de nombre Antípatro, que le habló de dos hijos gemelos de 34 años, heridos por un demonio desde su nacimiento. Los atormentaba de diversas maneras en los lugares más variados. Cuando eran jóvenes, sus tormentos eran más moderados, pero ahora eran ya unos hombres y sus demonios se habían hecho más enérgicos. El desolado padre ofrecía al apóstol cien mil monedas de oro a cambio de la salud para sus hijos. Su desesperación era tan grande que estaba pensando tomar decisiones tan extremas como envenenar a sus hijos y procurarse algún mal a sí mismo. Juan le explicó que Dios no necesitaba otros bienes que las almas de los necesitados. Por eso le decía: “Si ofreces tu alma a Dios, tendrás a tus hijos sanos por el poder de Cristo” (c. 56,4). Los dos hijos enfermos recobraron la salud. Por su parte, el padre ofreció en efecto su alma a Dios, de modo que, instruido sobre la Trinidad, recibió el bautismo en compañía de sus hijos. El dinero ofrecido sirvió para aliviar a los necesitados.

En este lugar se percibe una nueva laguna, donde se contenían sucesos del ministerio de Juan en Éfeso y en Laodicea. Pero el relato cuenta de la decisión del apóstol de regresar a Éfeso, lo que causó tristeza entre los hermanos. Juan les consolaba diciendo que él se iba, pero Cristo Jesús permanecía siempre con ellos. Marchó, pues, acompañado de algunos fieles, entre los que se encontraban Andrónico y Drusiana, junto con varios personajes de los que se debía de hablar en la laguna entre los cc. 57 y 58.

Después del primer día de camino, sucedió un episodio que el texto califica de juego o escena divertida. Se detuvieron Juan y los suyos a descansar en una posada, donde apenas había un humilde camastro. Durante la noche, las chinches empezaron a molestar al apóstol hasta el punto de no dejarle descansar. Juan se dirigió a ellas ordenándolas abandonar esa noche su habitual morada. Sus compañeros fueron testigos divertidos de la escena. Más aún, cuando amaneció, cuenta el relator que él, Vero y Andrónico vieron a la puerta de la posada una gran cantidad de chinches, obedientes a la palabra del apóstol. Cuando Juan se despertó, volvió a hablar a las chinches y les ordenó regresar a su lugar. El relato cuenta que “las chinches corrieron desde la puerta al jergón y, subiendo por las patas, se introdujeron en las junturas y desaparecieron” (c. 61,2).

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Volver arriba