El apóstol Juan en la literatura apócrifa



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

El apóstol Juan en los Hechos escritos por Prócoro (HchJnPr)

Es el segundo de los grandes apócrifos que contienen la narración relativamente completa del ministerio del apóstol Juan de Zebedeo. Una obra que ofrece abundantes novedades de tipo informativo. Una de ellas es la presentación de los personajes protagonistas y el contexto de sus respectivas misiones. Como debieron empezar todos los Hechos Apócrifos en opinión de R. A. Lipsius, la narración se inicia con la escena del reparto de las zonas de misión. Con ello tenemos una versión de las circunstancias que llevaron a Juan a la evangelización de Asia.

Nos enteramos también de los motivos de la presencia de Prócoro como coprotagonista de todo el relato. El que fuera uno de los siete diáconos elegidos para “servir” de auxiliares de los Apóstoles en las tareas de la evangelización (Hch 6) acabó representando, siempre según el texto del Apócrifo, una misión de extraordinaria trascendencia al lado de Juan. No solamente marchó con él por los caminos de su ministerio como servidor con sus luces y sus pesadumbres, sino que desempeñó labores de valor incalculable.

No en vano, Juan se dirigía a él con el cariñoso apelativo de “Prócoro, hijo mío”, sino que lo tuvo siempre a su lado como partícipe de sus sufrimientos y sus gozos. Hizo con fidelidad y maestría las labores de secretario en funciones tan importantes como la composición del Evangelio, en la que desempeñó el oficio esencial de amanuense. Su convivencia con su maestro está subrayada en todos los pasajes de los Hechos con la afirmación de su presencia y su testimonio ocular. Prócoro se presenta a sí mismo como “autópta”, testigo de vista de los acontecimientos. Un uso constante de la primera persona en los verbos del relato (“salimos”, “llegamos”) viene a subrayar el interés del autor en garantizar la verdad y la plasticidad de su palabra. Sin embargo, la época de la composición del Apócrifo (ss. V-VI), así como todo el talante y las características de la mentalidad del autor, delatan la realidad evidente de que la atribución de la autoría a uno de los primitivos diáconos no es otra cosa que una ficción literaria.

El resultado del sorteo de las tierras de misión provocó en Juan una crisis de ansiedad. El destino de Asia significaba que tendría que afrontar los peligros del mar que tanto temía. Y mostró sus temores sin el menor recato. Pedro y Santiago, el hermano del Señor, guiaban los pasos de la asamblea. Pedro se dirigió a Juan como al que consideraban padre, cuya paciencia era razón que confirmaba la fortaleza de los demás (c 1,3). La reacción de Juan no dejaba de provocar un cierto escándalo entre sus condiscípulos, que corrigieron Pedro y Santiago con la habilidad que ya habían demostrado en el denominado Concilio de Jerusalén (Hch 15).

Juan se hizo a la mar en compañía de Prócoro hasta arribar a Joppe. Pero luego llegaron los males que Juan temía y el barco que los transportaba sufrió una tempestad y un naufragio. Arribaron de mala manera a las cercanías de Seleucia. Juan había desaparecido, lo que despertó las sospechas de que tramaba apoderarse de las mercancías del navío con la complicidad de Prócoro. Los pasajeros interrogaron y atormentaron a Prócoro hasta que apareció Juan y resolvió las dudas de los náufragos. Prócoro declaró en los interrogatorios que era cristiano y discípulo de los apóstoles de Jesús.

Juan y Prócoro de servicio en un balneario

El largo capítulo segundo cuenta del trabajo que hubieron de asumir Juan y Prócoro en un balneario regentado por una mujer de armas tomar, llamada Romana. El apócrifo la describe como “mujer de aspecto varonil, que era la encargada de aquel establecimiento. Era estéril, participando así de la suerte de los mulos por su corpulencia. No tenía reparo en golpear de mala manera con sus propias manos a los empleados que trabajaban en el establecimiento. De modo que nadie podía descuidar las tareas de aquellos baños” (c. 2,2). Juan fue contratado como fogonero, mientras Prócoro lo era como aguador. Romana abusó de su poder con sus nuevos empleados, a los que obligó a declararse oficialmente sus esclavos con escrituras ante notario.

Una vez más, la Providencia vino a resolver la penosa situación de Juan y Prócoro. El dueño del establecimiento, llamado Dioscórides, tenía un hijo único a quien protegía con exquisito cuidado del demonio que moraba en aquel establecimiento y provocaba muertes en días determinados. A pesar de las precauciones tomadas por Dioscórides, su hijo Domno fue víctima del demonio que lo ahogó causando la lógica consternación en todo el personal del establecimiento. Romana tuvo la osadía de abofetear a Juan y acusarle de alguna clase de complicidad. Lo amenazó de haber indispuesto a la diosa Ártemis (Diana) y le intimó a que resucitara al difunto bajo pena de muerte.

Cuando Juan llevó a Domno resucitado hasta Romana, la mujer cambió de actitud y se tornó devota de Juan, de sus poderes y de su doctrina. Expresó sonoramente su vergüenza por el trato que había dispensado particularmente a Juan. Cuando supo que Dioscórides había muerto al recibir la noticia de la muerte de su hijo, hizo las veces de mediadora hasta lograr la resurrección del amo. Juan empleó las consabidas palabras pronunciadas en lances similares: “Dioscórides, Dioscórides, en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios, levántate” (c. 3,9).

Los milagros de Juan provocaron la conversión de Dioscórides, de Domno y de Romana, así como el bautismo de todos ellos. El códice P2 (París, s. XI) añade nuevos detalles: “A ruegos de Dioscórides salimos hacia su establecimiento, donde estaba el espíritu inmundo que ahogaba a los hombres. Al entrar Juan le increpó diciendo: «A ti digo, espíritu malo e impuro: Te ordeno en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios, que nunca más habites en este lugar». Inmediatamente el demonio, como perseguido por fuego, desapareció. Y desde aquella hora quedó libre aquel lugar de la fuerza del espíritu impuro. Todos, admirados por lo sucedido daban gloria a Dios. Por su parte Dioscórides nos llevó a su casa, donde comimos y permanecimos allí alegrándonos y glorificando a Dios”. En el establecimiento de los baños, lo mismo que en el hogar de Dioscórides reinó la confianza y la tranquilidad.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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