Los investigadores críticos y su "resentimiento" (I)

Hoy escribe Fernando Bermejo

Para Hermann Samuel Reimarus (1694-1768), in memoriam

El ruido y la furia que caracterizan al mundo no dejan de afectar, como muchos lectores habrán percibido, a lo que atañe a la investigación sobre la figura del personaje judío que constituye el referente al que se remiten los fenómenos cristianos. Es fácil comprobar el grado de implicación emocional que suscitan en numerosas personas los temas que abordamos, hasta el punto de que en ocasiones afirmaciones que en otros contextos sonarían normales e inocuas son registradas por muchos como una suerte de ataque frontal a sus convicciones. Cuando hace un par de semanas facilité una bibliografía básica de autores independientes de toda adscripción confesional, el hecho de haber escrito con claridad que dejaba al margen la faceta de polemista de Gonzalo Puente Ojea y que lo que me interesaba eran los argumentos de varios de sus libros no fue óbice para que varios lectores (ninguno de los cuales entró en el análisis de argumentos) reaccionaran expresando su hondo disgusto con respecto al tono empleado en sus polémicas por el citado autor, y uno de ellos llegó a afirmar que en su opinión Puente Ojea –cito– “padece un fuerte problema psicológico de resentimiento no asumido contra la iglesia y la religión”. Aunque respondí a los lectores y también a este último, este asunto resulta lo bastante significativo como para merecer algún que otro post, que creo pueden dar qué pensar a aquellos más proclives a la reflexión.

El reproche consistente en atribuir resentimiento u odio a autores que analizan los fenómenos religiosos –y en particular los fenómenos cristianos– de forma no religiocéntrica, esto es, con independencia de constricciones confesionales y sin la unción que muchos parecen considerar imprescindible al tema... no es en absoluto algo aislado o anecdótico. Lejos de ello, es un fenómeno muy antiguo y extendido. En particular, tales procedimientos acusatorios se dan cuando los investigadores críticos tienen la osadía de extraer conclusiones de sus análisis, y realizan manifestaciones que atañen a la verdad –o a la verosimilitud– de determinadas pretensiones de los homines religiosi.

De tales reproches no se libró ni siquiera el gran erudito hamburgués del siglo XVIII Hermann Samuel Reimarus. Como he señalado de paso en otra ocasión, un intelectual cristiano de la talla de Joachim Jeremias –autor sumamente respetado y citado entre exegetas y teólogos tanto católicos como protestantes– escribió hace varias décadas acerca de la obra Sobre el objetivo de Jesús y el de sus discípulos de Reimarus que era “un panfleto lleno de odio hacia Jesús” (sic), y por si no quedara claro añadió lapidariamente: “El odio no es buen guía para llegar hasta la verdad histórica”. Queda claro con ello lo que Jeremias quería decir: Reimarus sentía odio, y fue el odio lo que le movió a escribir su obra. Así pues, esa obra está infectada, es parcial y por tanto no merece crédito. Para quien se fía de Jeremias –y muchos lo hacen– el corolario es obvio: Reimarus está intelectual y moralmente finiquitado.

Ahora bien, ¡qué curioso!, Jeremias no cita ni un solo pasaje de la obra de Reimarus para justificar su aserto de que ésta había sido escrita con odio. Lo repito: ni uno solo. Quien esto escribe se ha tomado la molestia de leer cuidadosamente la obra de Reimarus, y no ha encontrado en ella nada –algún insulto, algún exabrupto... en fin, algo– que pueda justificar tan gravísimo juicio. El hombre a quienes los intelectuales de la Europa del s. XVIII respetaban con razón no era sólo un gran erudito y un magnífico escritor, sino también un individuo sensato y, por lo que sabemos, muy afable, que ni hablaba ni escribía movido por la vileza. Así pues, se impone la pregunta: ¿Por qué alguien presuntamente decente como Jeremias se atrevió a calumniar tan gravemente a una persona como Reimarus? La única explicación racional que yo encuentro de este fenómeno es esencialmente la misma que hace algunas semanas expuse para elucidar otro caso prima facie pasmoso: muy a menudo, cuando alguien se halla ante un análisis que socava argumentadamente sus creencias, pone inconscientemente en marcha un mecanismo psicológico de defensa, destinado a neutralizar la peligrosidad del análisis mediante el fácil expediente de caricaturizar y denigrar al autor del análisis. De este modo, Sobre el objetivo de Jesús y el de sus discípulos (la obra en la que se argumentó por primera vez la existencia de un hiato entre la religión de Jesús y la que más tarde difundirían quienes se reclamaban sus seguidores), de la que Albert Schweitzer justamente afirmó que se trataba de “uno de los mayores acontecimientos en la historia del espíritu crítico” se convierte, en la pluma del buen y venerable Jeremias, por arte de birlibirloque en “un panfleto lleno de odio”.

Así se escribe la Historia, y así se la tragan muchos. La falsedad y la infamia (todo lo inconsciente que se quiera, todo lo bienintencionada que se quiera, todo lo piadosa que se quiera) que Jeremias cometió con Reimarus, se cometieron a costa de la verdad y a costa del buen nombre de un estudioso competente y –esto es lo que realmente importa– honrado. Y esto, de quien dice mucho no es de Reimarus, sino del propio Jeremias: al acusar de odio a un autor del que no demuestra –ni puede demostrarse verosímilmente– que sintiera odio alguno, Jeremias se autorretrata como un sujeto capaz de calumniar a otro y de manchar su nombre para la posteridad por la mera razón de que escribió cosas que a él, religiosamente, le disgustaban, y a las que probablemente no era capaz de responder de manera convincente. Dado que Reimarus era un autor ya muerto que no podía defender su honor, la infamia cometida por Jeremias es aún mucho más grave (dicho sea de paso: elocuente es también el hecho de que, lejos de denunciar la indecencia moral cometida por Jeremias, algunas piadosas personas la sigan repitiendo, dentro y fuera de Internet).

El caso expuesto prueba una verdad elemental: no es necesario vociferar o echar sapos y culebras para convertirse en el blanco del reproche de “odio” o “resentimiento” de una gran colección de personas bienpensantes, necias o no. Reimarus nunca salió en la televisión o en la radio despotricando contra el cristianismo o contra las jerarquías eclesiásticas, y no sólo porque la TV o la radio no existieran en su tiempo. Reimarus sabía a lo que se exponía, y nunca publicó sus obras relacionadas con la génesis del cristianismo, que fueron publicadas sólo póstumamente por el gran Lessing (al que por ello también le llovieron, claro, críticas, descalificaciones e insultos sin cuento). Pero incluso en su obra no publicada, Reimarus es un hombre que hizo gala de probidad intelectual, y que jamás incurrió en descalificaciones baratas. Ahora bien: toda su circunspección, toda su erudición, toda su afabilidad, toda su decencia, todo su amor por la verdad y toda su honradez intelectual no sirvieron para que su nombre y su reputación quedaran incólumes. Gentes piadosas como Jeremias –y otros muchos en su estela (casi ninguno de los cuales ha leído una sola línea de Reimarus)– se han dedicado a mancillarla sin muchos escrúpulos.

Antaño, los autoproclamados guardianes de la Verdad aniquilaban a los heterodoxos, entre otros modos, calificándolos de “engendros del Diablo” (sic). Hoy en día sus dignos sucesores, proclives a omitir las referencias a Satán tras las abluciones de rigor en las aguas de la Ilustración, recurren a una versión light de tal calumnia, con la que sin embargo no pretenden ennegrecer menos a las voces incómodas: son Hijos de la Ira y el Resentimiento. La estrategia no es, por burda, menos útil.

Sería fácil rastrear la literatura existente –a los cuchicheos no escritos, ay, no tenemos acceso– para demostrar que lo mismo que se hizo con Reimarus se ha hecho desde entonces con otros estudiosos capaces y honrados como Strauss, Loisy, Guignebert, Brandon... y un largo etcétera. Esto es algo por un lado bastante descorazonador, pero por otro le sirve a uno para curarse definitivamente de espanto. En ciertos contextos, acusar a alguien de albergar odio y/o resentimiento no es más que una cómoda estrategia para descalificar de entrada su discurso, que estaría –se pretende– viciado de antemano por la parcialidad y la mezquindad. En tales contextos, tal acusación no es, en suma, sino una penosa falacia ad hominem, que se ilusiona con silenciar la idea disparando contra la persona. Pero ya sabemos qué hacen los individuos racionales con las falacias grandilocuentes: desenmascararlas y reírse de ellas a carcajadas.

No obstante, la cosa no se acaba aquí, pues la risa en el hombre razonable es algo más que la mueca imbécil con la que pretende el necio ocultar su necedad. El próximo día intentaremos desvelar algunas razones más, de signo estrictamente moral, que se agazapan tras las referidas carcajadas. Tendremos entonces ocasión de constatar las llamativas paradojas que a menudo asoman en el tan traído y llevado discurso del “odio” y el “resentimiento”.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Volver arriba