Mujeres en los Hechos Apócrifos de Pablo (IV)



Escribe Gonzalo del Cerro

Tecla, la mujer decidida

Independientemente de los valores personales de que hace gala, Tecla actúa con una seguridad en sus decisiones, forma de comportamiento social propia de las personas oriundas de familias poderosas. El gobernador que ordena su liberación queda impresionado por la fuerte personalidad de la joven (HchPlTe 37-38). Y la sorprendente actuación de Tecla en su inflexible determinación de seguir a Pablo contra las costumbres y los hábitos de la época son una prueba más de lo que estamos comentando. Como lo fue su decisión personal de autobautizarse (HchPlTe 34) y de aceptar el reto de Pablo de predicar la Palabra de Dios (HchPlTe 41).

En todas las circunstancias de su intensa vida, Tecla no sabe lo que es una duda o una vacilación. Como otros paradigmas femeninos de los Hechos Apócrifos, es una mujer de ideas claras y decisiones firmes. Este carácter aparece con la primera mención de su presencia en la ventana que le servía de tribuna para escuchar la palabra de Pablo. No había ni noche ni día en su afán de captar doctrinas novedosas y aprender prácticas sorprendentes. Pablo hablaba de la vida de castidad y de la oración. Y lo hacía con tal fuerza de convicción que el corazón de Tecla acabó traspasado por el fuego de aquella palabra.

La descripción que su madre hacía de la actitud de Tecla (HchPlTe 9, 1-2) habla de una mujer maximalista en sus reacciones. No se aparta de la ventana, está penetrada de una alegría desbordante y arrastrada por una fe sin sombras. Y eso cuando todavía no ha visto el rostro de Pablo. Las gestiones de la madre y las intrigas de su prometido Támiris fueron inútiles. La decisión de Tecla era firme y definitiva. Mucho más cuando pudo recibir de Pablo consuelo y consejo.

Las pruebas que Tecla hubo de soportar, con ser extremas y desmedidas, no fueron suficientes para desviar su decisión. El gobernador la interrogó sobre las razones de su conducta. Tecla tenía apenas diez y siete años, pero su actitud ante el tribunal fue de una madurez consumada. El gobernador quedó conmovido hasta las lágrimas y sorprendido hasta la admiración. Tal era la fuerza de voluntad y el valor de Tecla. Condenada a morir en la hoguera, no pronunció la más mínima protesta, sino que subió por su propio pie al encuentro de la muerte con los brazos abiertos.

Librada del fuego por el poder de Dios, propuso a Pablo su proyecto de seguirle disfrazada de varón. El Apóstol le habló de los riesgos que ella encontraría en los caminos de la vida. Tecla le pidió el bautismo como remedio eficaz para tales eventuales peligros. "Ten paciencia", le contestó Pablo. Una paciencia que le duró a Tecla hasta que se vio inerme durante la lucha con las fieras. Ella misma, en un gesto de personal afirmación, se autobautizó (HchPlTe 34, 1).

El encuentro con el sirio Alejandro fue una ocasión más para que Tecla hiciera gala de su carácter. Al insolente abrazo del sirio respondió la joven de forma tan automática como contundente. El manto desgarrado y la corona por los suelos fueron una demostración más de que nadie podía jugar con el pudor de Tecla. Fue un caso de acoso descarado al que la joven puso fin de forma expeditiva (HchPlTe 26, 2).

Un nuevo juicio dio con la joven en una nueva condena. El poder de Dios hizo que Tecla, que a la sazón frisaba en los diez y ocho años, quedara libre y rehabilitada. El mismo procónsul que la condenó y le dio la libertad quedó sorprendido y hasta atemorizado y arrepentido. La actitud y las palabras de Tecla superaban con creces la apariencia externa de un cuerpo joven y débil.

El carácter de Tecla no sufrió menoscabo con la edad. En las postrimerías de su vida, cuando tuvo que soportar las insidias de los médicos y las insolencias de los jóvenes en su retiro de Seleucia, la personalidad de Tecla volvió a brillar en toda su plenitud. Los muchos años de sacrificio, soledad y penitencia habían curtido su carácter más que los arrebatos de su juventud y sus luchas contra las fieras y las impertinencias de sus pretendientes.

Conversa a la vida de castidad

El texto de los Hechos de Pablo y Tecla da testimonio del contenido de la predicación de Pablo: la vida de castidad y la resurrección (HchPlTe 5). Fue precisamente el tema de la castidad el que cautivó a Tecla. El auditorio de Pablo estaba compuesto especialmente de mujeres, a las que la joven contemplaba con sana envidia. Antes de ver a Pablo en persona, Tecla estaba ya convertida a la vida de castidad desde las más profundas latebras de su conciencia. Era evidente que los enemigos de Pablo, Dimas, Hermógenes y el mismo Támiris, prometido de Tecla, exageraban sus puntos de vista acusando al Apóstol de condicionar la resurrección de la carne a la vida vivida en castidad. Pero tal opinión nunca aparece ni en labios de los predicadores cristianos ni en los de los practicantes de la continencia. En éstos era una actitud ascética, adoptada con fines de perfección o de servicio exclusivo a la causa del Evangelio. Así debemos interpretar la actitud de Tecla a pesar de su silencio cuando fue interrogada sobre el particular. Preguntada, en efecto, por qué no se casaba con Támiris, no dio respuesta alguna a la requisitoria. Su violenta reacción al abrazo del sirio enamorado dejaba muy a las claras sus intenciones. Las mismas que expuso al gobernador cuando fue condenada a las fieras: llegar intacta hasta el final (HchPlTe 27, 2).

Y al final llegó como ella deseaba. Los que quisieron corromper su integridad por motivos un tanto frívolos tropezaron con su virtud y con el poder de Dios, su aliado, que la protegió en respuesta a su plegaria postrera. El que no la abandonó a la voluntad de Támiris ni al capricho de Alejandro, el que la libró del fuego y de las fieras, dio cumplimiento al deseo que profesó a los pies de Pablo: vivir en castidad hasta que "se durmió en un sueño bienaventurado" (HchPlTe 43).

TEOCLÍA, LA MADRE DE TECLA

No es una heroína a la manera de las grandes mujeres de los Hechos Apócrifos. Lo único que tiene de su perfil es su calidad de mujer poderosa. No es ni siquiera un personaje de rasgos positivos y ejemplares en la opinión del autor. Ni escucha la palabra del Apóstol, ni abraza la fe ni se convierte a la vida de castidad. Y sin embargo, la soledad con que actúa sin la sombra de un varón, hace pensar que pudiera tratarse de una mujer viuda. Su actitud frente a Pablo es de manifiesta y activa hostilidad. Al considerarle culpable y responsable del extravío de su hija, hará todo lo posible por neutralizar el influjo que aquel extranjero ejercía sobre la joven. Para ello contaba con la interesada colaboración de su prometido Támiris. Teoclía, disgustada por la conducta de Tecla, lo mandó llamar para parlamentar con él sobre la estrategia que tan extraño caso requería. El joven pensó con gozo desbordado que había llegado el momento de su deseado enlace. Pero sufrió una violenta decepción cuando conoció los pormenores del caso.

Teoclía expuso a Támiris detalladamente lo que estaba ocurriendo: "Tengo que contarte un nuevo suceso, Támiris. Pues durante tres días y tres noches Tecla no se aparta de la ventana, ni para comer ni beber, sino que, mirando fijamente como hacia un espectáculo agradable, está apegada a un extranjero que enseña palabras tan engañosas como brillantes, tanto que me maravillo de que su virginal pudor pueda perturbarse tan terriblemente" (HchPlTe 8, 2). Así veía e interpretaba la madre la situación de su hija.

Tres días y tres noches llevaba Tecla como amarrada a la ventana, desde donde oía la predicación de Pablo sobre la castidad. No se movía ni para comer ni para beber. Estaba continuamente pendiente de las "seductoras palabras del extranjero". Un hombre que traía revuelta "a toda la ciudad de Iconio", incluida naturalmente Tecla. Las mujeres y los jóvenes acudían a escuchar sus enseñanzas, que Teoclía resume diciendo que "se debe temer a un solo Dios y vivir castamente". El culto a un solo Dios suponía un desacato a los dioses del imperio. La vida de castidad era un ataque frontal a las costumbres sociales de la ciudad. Tecla, en palabras de su madre, era toda oídos y estaba "pegada a la ventana como una araña", seducida por las palabras de Pablo. "¡Ea! acércate a ella y háblale, ya que es tu prometida" (HchPlTe 9).

Támiris, en una mezcla de amor y temor, interpeló a Tecla tratando de que recuperara la razón y volviera, arrepentida, a sus brazos. Teoclía repitió los argumentos de Támiris y echó en cara a la joven que no se dignara dirigirles una mirada ni dedicarles una palabra. Pero Tecla no se movió de su actitud, lo que provocó un duelo amargo en su casa. Todos lloraban. Teoclía, en concreto, porque tenía la impresión de que había perdido a su hija, a quien veía ausente de toda razón y coherencia. Una joven, que veía el caos producido en su familia con su ausencia, seguía impertérrita "absorta en la predicación de Pablo" (HchPlTe 10, 2).

Támiris había encontrado colaboración en la felonía de Dimas y Hermógenes. Como consecuencia, Pablo había sido recluido en prisión. Y allá acudía Tecla con una fe cada vez más firme y con un devoto respeto hacia las cadenas del prisionero. Tecla se hallaba, pues, en paradero desconocido. Su ausencia y su silencio sembraron la alarma entre sus familiares. Arduas investigaciones guiaron los pasos de sus deudos hasta la prisión. Fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. No quedaba otra solución que recabar una solución del mismo gobernador.

Pablo y Tecla fueron conducidos al tribunal. El pueblo pedía a gritos la muerte para el mago responsable del desaguisado. El gobernador, envuelto en el más total desconcierto, preguntó a Tecla los motivos que la movían a rechazar el matrimonio con su prometido. Y fue el silencio de la joven lo que acabó de sacar de quicio a Teoclía. Al requerimiento del juez, Tecla miraba a Pablo, pero callaba. Aquel silencio fue roto por los gritos desgarrados de la desolada madre: "Manda a la hoguera a esta desalmada, quema en medio del teatro a la que desprecia a su esposo para que todas las mujeres que se han dejado arrastrar por este hombre queden llenas de espanto" (HchPlTe 20, 2).

Fueron las últimas palabras de Teoclía registradas por el Apócrifo. Mezcla de desesperación, despecho y vergüenza. Teoclía había llegado al paroxismo de sus sentimientos. El mismo gobernador quedó profundamente conmovido. El que una madre solicitara tan cruel castigo para una hija significaba un error de la naturaleza. Pero ello era la mejor expresión de la situación de angustia que ahogaba a la pobre mujer. A pesar de todo, el gobernador condenó a Tecla a la hoguera.

El relato se olvida ya de Teoclía para seguir los pasos de la santa mártir. Nada nos dice de sus eventuales reacciones ante los preparativos de la ejecución. El gobernador prorrumpió en llanto ante aquella absurda tragedia. De la madre de Tecla, ni una palabra, ni un comentario. Posiblemente fuera testigo de la fortaleza y serenidad de su hija ante el trance postrero de la muerte. Quizá viera que una mano extraña la protegía provocando el ruido subterráneo y la lluvia torrencial que vació el teatro y causó la muerte o la huida de muchos de los espectadores (HchPlTe 20-22).

Llegaron otras pruebas que reforzaron la virtud de Tecla. Si, como creemos, fue Antioquía de Pisidia el lugar de la lucha de la santa con las fieras, alguna noticia volaría hasta la vecina Iconio en alas del rumor o de la fama. Nada nos dice el texto del Apócrifo. Quien regresó a Iconio con todas las bendiciones de Pablo fue Tecla. Allí supo que Támiris había muerto; la letra de la narración no ofrece detalles sobre las circunstancias de una muerte tan temprana. La madre de Tecla seguía en vida. Su hija mandó llamarla y le lanzó un último cable de salvación antes de partir para Seleucia: "Teoclía, madre mía, ¿puedes tú creer que hay un Señor que vive en el cielo? Si quieres bienes, el Señor te los dará por mi mano; pero si quieres a tu hija, aquí estoy yo delante de ti" (HchPlTe 43). Éstas y parecidas advertencias dirigió la joven a su madre. Pero "Teoclía no quiso creer lo que le decía la mártir Tecla" (cód. G), quien, convencida de la inutilidad de sus esfuerzos, se alejó de su madre para siempre. Ni los milagros más clamorosos, ni el amor maternal, habían podido ablandar aquel corazón endurecido por el amor propio y el despecho.

Saludos cordiales de Gonzalo del Cerro
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