La catástrofe del año 70 d.C. Judíos y cristianos en época de composición de los Evangelios (III)

Hoy escribe Antonio Piñero


Para comprender bien la reacción de los judíos ante el emergente cristianismo es preciso caer en la cuenta de lo que cambiaron las circunstancias después de la derrota judía ante los romanos en el 70 d.C. Dos cosas importantes sucedieron: la desaparición del Sanedrín por antonomasia y la suspensión del culto en el Templo

Desaparición del Sanedrín
A. La nación judía tenía muchos “sanedrines” (o “sinedrios”, es decir, reunión de ancianos para gobernar o dictar normas) repartidos por las distintas ciudades importantes. Pero el de Jerusalén era especial, puesto que este tribunal encarnaba el último vestigio de la independencia del poder político y legal judíos. Con su desaparición el judaísmo no tenía ya jueces, no había ley viviente.


B. Junto con la desaparición de este tribunal, la suspensión del culto en el Templo en el 70 d.C. influyó tremendamente en la conformación de la nueva vida judía. Apenas puede exagerarse su efecto traumático sobre los judíos del momento. Israel yacía en una agobiante situación de postración.

Flavio Josefo, el Libro II de Baruc y el IV de Esdras han dejado constancia de la catástrofe que supuso la destrucción de la nación, y sobre todo del Templo. Basta sólo la lectura de un texto, compuesto poco después de la catástrofe, a finales del siglo I de nuestra era. Son palabras puestas en boca del secretario de Jeremías, Baruc, supuestamente cuando los caldeos asolaron Jerusalén [s. VI a.C.]. Pero se refieren, desde luego, al momento después de la entrada de los romanos en la ciudad santa. Habla Baruc:

¡Feliz aquel que no ha nacido, o el que nació y ha muerto! Pero nosotros, los que aún vivimos... ¡Ay de nosotros! porque hemos visto la aflicción de Sión y lo que ha caído sobre Jerusalén. Convocaré a las sirenas del mar, y vosotros, pájaros, venid del desierto; demonios y dragones, salid del desierto. Despertaos y ceñid vuestros lomos para el lamento; elevad vuestros lamentos conmigo... Y vosotros, labradores, no sembréis más... y tú, viña, ¿para qué vas a producir todavía tu vino?... Cielos, guardad vuestro rocío; no abráis los tesoros de la lluvia. Y tú, sol, guarda contigo la luz de tus rayos; luna, extingue la grandeza de tu luz. ¿Para qué vais a levantaros de nuevo cuando la luz de Sión se ha obscurecido? (2 Baruc 10,6-12).


¿Siguieron los sacrificios sin el Templo?

Algunos estudiosos han argumentado, sin embargo, que no todo acabó, sino que existen documentos sobre la continuación del culto, de algún modo, después de la destrucción del Templo. La Carta a los Hebreos, la Epístola 1ª de Clemente de Roma, y la Epístola a Diogneto, de fecha incierta, pero probablemente posteriores al 90, -se argumenta- siguen hablando como si en su tiempo se siguiese practicando el culto sacrificial en el Templo (1 Clemente 41,2-3; Diogneto 3). El mismo Flavio Josefo (que escribe en torno al 90-100) se expresa de forma similar cuando emplea el tiempo presente al describir el culto del Templo (Antigüedades III 9-10). Del mismo modo se ha traído a colación un pasaje de la Misná (Eduyyot, o Testimonios 8,6) en el que parece un tal Rabbi Yoshua afirmando que "He oído decir que uno puede ofrecer sacrificios aunque no hay Templo allí".

Pero hay otros textos, que afirman sin ambages y con toda la claridad deseable, que tras la destrucción del Templo, no se ofrecían más sacrificios. Éstos testimonios son abundantes en la Misná (como el de Pesahim, “sobre la Pascua”, 10,3 o Rosh Hashanah, “Año Nuevo”, 1,14) y hay otros pasajes confirmatorios del Talmud babilónico, (Zebakhim, sobre el comportamiento en los “sacrificios de animales”, 60b, etc.; Ros Hashanah 31b, etc.) sobre lo mismo. Finalmente tenemos las claras alusiones que hace el apologeta cristiano San Justino, en su Disputa o Diálogo con Trifón (40.46) sobre la cesación de todos los sacrificios después del aniquilamiento del Templo no dejan lugar a dudas.

Una manera de soñar despiertos

Por tanto, cuando los escritores judeocristianos (1 Clemente, Diogneto) o Josefo y los judíos hablan de la continuidad de los sacrificios usando el presente de indicativo después de la destrucción del Templo, hablan de lo que era aún legal, no de lo se practicaba realmente ya en su época. Se trataba tan sólo de una forma de hablar, de una especie de ficción como si el Templo estuviera en pie. Esto parece increíble para una mentalidad moderna, pero era así… por romanticismo, por melancolía, o como para ilusionarse de que la situación cambiaría, sería reconstruido el Templo –quizá por mano divina- y todo volvería a ser igual.

Algo parecido ocurrirá más tarde en la Misná, cuando desde el principio hasta el final se habla de los estatutos legalmente válidos en el judaísmo como de uso corriente, siendo así que por razones de las circunstancias su cumplimiento era imposible. Por tanto, el Templo y sus sacrificios habían dejado de existir.

Otras consecuencias de la catástrofe del 70 d.C.

Junto con la caída de estas dos importantísimas instituciones sufría un golpe de muerte el partido y la nobleza saducea en general. Mientras existieron el Templo y el sanedrín de Jerusalén tuvieron los saduceos un papel importante que desempeñar. Entonces, al faltar ese doble sustento el poder saduceo iba a desaparecer de la historia. Sus enemigos fariseos iban a ocupar su hueco frotándose quizás las manos.

También iba a desaparecer el sacerdocio (que no era necesariamente saduceo ni mucho menos) de la vida pública judía. Al principio, en los años inmediatamente posteriores a la catástrofe, y con la esperanza de una restauración, los observantes siguieron pagando diezmos para el sustentamiento de los sacerdotes y levitas que aún seguían con vida, pues antes de la destrucción del Templo es posible que fueran cerca de 20.000. Pero después del fracaso de la Segunda gran revuelta, en tiempos de Adriano (135), esta reliquia del pasado fue cayendo poco a poco en desuso.

De los esenios nada más se oye en la historia. Los sectarios de Qumrán, esa subrama extremista de los esenios, debieron de perecer todos ellos en el asalto de las tropas romanas a su monasterio en el 68. El resto de los esenios en general (unos 4.000, según dice Filón de Alejandría), o perecieron en el saqueo de Jerusalén, o bien se pasaron al fariseísmo, o bien, suponemos que pocos, engrosaron las filas de los judeocristianos.

Como es bien sabido, los fariseos y los rabinos o doctores de la Ley, ocuparon el puesto dejado por saduceos y sacerdotes. El grupo fariseo tenía una respuesta que ofrecer en esos momentos de terrible angustia para el pueblo, al igual que los judeocristianos tenían también su propia teoría de por qué había ocurrido la catástrofe (es decir, la teoría de que el pueblo no había aceptado al verdadero mesías Jesús y Dios lo había castigado). Pero ambos colectivos tendían al exclusivismo y no era fácil que convivieran pacíficamente. La tensión entre los dos grupos, judíos observantes, y judeocristianos, habría de marcar una parte del judaísmo de esta primera parte del Imperio.

La academia rabínica de Yamnia

Parece bastante fuera de duda que la ciudad de Yamnia (o Yabne) sirvió de refugio a muchos rabinos huidos de Jerusalén y que se convirtió en un centro especial de actividad y de estudio en torno a la ley judía, lo que único que quedaba. Yohanán ben Zakay –que se escapó de Jerusalén, dice la leyenda, metido en un ataúd- comenzó a trabajar allí ya en la década siguiente a la destrucción del Templo, y luego lo hizo Gamaliel II, y en su torno se congregaron un buen número de estudiosos judíos de la Ley. Entre los eruditos de la segunda generación se encuentran nombres tan famosos como los de Rabí Aquiba y Rabí Tarfón.

Se ha dicho que esta academia rabínica de Yamnia/Yabne actuó de algún modo como un remedo del Sanedrín y que en algún momento su consejo rector estuvo compuesto de 72 miembros, el mismo número del que constaba el ya extinto alto tribunal.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
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