El ser humano compuesto de dos partes. Dualismo cósmico, escatológico, antropológico. Cambios en la religión judía (VII)

Hoy escribe Antonio Piñero

Otro rasgo típico del pensamiento religioso judío de esta época es la concepción dualista del universo y de la existencia humana. El cielo y la tierra, Dios y el Diablo (Belial, Satanás, Beelzebub o Mastema, como quiera llamarse) están enfrentados; hay ángeles buenos y malos, hombres buenos y malos (los que se salvan y los que se condenan), inclinaciones buenas o malas en el hombre. El ser humano deja de ser una unidad prácticamente indivisible.

Un rasgo particularmente típico de esta fe judía helenística, que se observa sobre todo en la literatura apocalíptica del período, es el inicio de un radical dualismo cósmico/escatológico que divide la realidad en dos mundos o “eones” (vocablo griego, derivado del participio del verbo “ser”, que podríamos traducir por “entidad”): el “eón presente”, el mundo de aquí y ahora, malo y perverso, alejado de Dios y de su Ley; y el eón “futuro”, el mundo por venir, en el que Dios reinará por siempre y sus fieles gozarán de una vida paradisíaca. Esta división surge más o menos espontáneamente por la percepción de que Israel -dominado por potencias extranjeras (babilonios, persas, griegos) no acaba de alcanzar la independencia política de modo que pueda practicar su religión..., una religión que le presenta a un Dios que le otorgará la felicidad si cumple sus preceptos. La frutración se traduce en un deseo nítido: "Tendrá que venir una época mejor en la que se cumpla la voluntad de Dios sobre Israel".

Comienzan en esta época helenística las especulaciones sobre el fin del eón presente (tildado, con pesimismo histórico, de historia damnata = “condenada”), y los autores apocalípticos comienzan a escribir las revelaciones recibidas sobre los signos precedentes y anunciativos de dicho fin. De igual modo aparecen textos que expresan cálculos rudimentarios del tiempo que falta para él, y toda suerte de especulaciones sobre las catástrofes y signos que acompañarán este final de los tiempos. Como motivo de esperanza en estos textos aparecen también las características –felices- del mundo futuro.

Este ambiente radicalmente dualista explica que los tiempos estuvieran preparados para que el judaísmo dejara de lado su antigua concepción monista, unitaria, del ser humano y se admitiera una nueva concepción del hombre, caracterizada no por la unidad sino por el dualismo: el ser humano no puede considerarse ya una unidad, sino un compuesto de dos partes. La carnal, evidente, y la parte que no se ve, llamada “espíritu” o “alma”. Esta concepción dualista del ser humano parece ser una herencia directa, de la tradición órfica a través de la filosofía platónica popularizada, como diremos en seguida.

En los diversos estratos del Antiguo Testamento hasta el s. III, más o menos, la antropología que de ellos se traslucía era extremadamente simple. En efecto, los escritores del Antiguo Testamento en sus secciones más antiguas consideran al ser humano como una unidad indivisible y distinguen sólo entre la parte interior y la exterior del hombre: la carne / sangre, o cuerpo, y el "hálito vital" (a veces se denomina "alma" aunque en este sentido restringido, concedida por Dios. Este hálito hace de la carne / sangre del hombre una entidad animada, con movimiento. Se trata, pues, de una única sustancia, aunque considerada desde dos puntos de vista: el externo y el interno, lo inmediatamente perceptible y lo invisible interior del ser humano. Se podría "definir" al hombre como un "almicuerpo", una suerte de carne animada por el soplo (divino), pero indisociable de éste, de tal modo que si pereciera la estructura carnal también perdería sentido la existencia del “hálito vital” por sí mismo. Si muere el cuerpo, perece también el "alma".

Ahora bien, durante el Helenismo los judíos empezaron a considerar al ser humano como compuesto de dos sustancias distintas y separables, alma/espíritu y cuerpo, dos entidades, no una sola. Este cambio en la mentalidad antropológica sólo tiene una explicación razonable: la expansión en Israel de la cultura griega y de las ideas pertinentes sobre la estructura del hombre, impulsada sin duda por influencia del platonismo. Éste, a su vez, había recogido y aclimatado dentro de un sistema filosófico antiquísimas concepciones órficas del mundo griego sobre las almas, separables del cuerpo, y su destino. Este proceso de influencia parece ser así. La concepción del alma como entidad separada e inmortal no es una generación espontánea del pensamiento israelita. Esa idea era común entre el pueblo religioso en Grecia, y surge en el país israelita únicamente cuando comienza a extenderse allí la cultura griega. Parece lícito postular una relación de causa - efecto.

La consideración del ser humano como compuesto de dos partes –una de ellas inmortal- tendrá enormes consecuencias en el nacimiento dentro del judaísmo mismo de una doctrina de la retribución en un mundo futuro que hasta el momento no existía.

Detengámonos un momento en este cambio tan importante. La antigua fe de Israel, como hemos visto por el texto del Eclesiastés citado en los inicios de esta serie, crea una religión para la vida en este mundo actual. Vuelvo a recordar los pasajes pertinentes: “Y yo, por mí alabo la alegría, ya que otra cosa buena no existe para el hombre bajo el sol, si no es comer, beber y divertirse” (8,15). “¿Quién sabe si el aliento de vida de los humanos asciende hacia arriba y si el hálito de vida de la bestia desciende hacia abajo, a la tierra? Veo que no hay para el hombre otra cosa que gozarse en sus obras, pues esa es su paga. Pues, ¿quién lo guiará a contemplar lo que ha de suceder después de él? (3,21-22).

Por muy sorprendente que parezca para algunos -ya que se habla de textos revelados, aceptados no sólo por los judíos sino también por la Iglesia cristiana como “canónicos”, y que no deberían sembrar dudas sobre el mundo futuro entre sus lectores- el Antiguo Testamento en general, hasta el siglo III a.C., más o menos, nada sabe de un más allá, de una existencia feliz en un cielo o paraíso futuro, de una recompensa o castigo por parte divina a las buenas o malas acciones realizadas en esta vida. La religión de Israel es hasta la época helenística una religión de la recta acción y del buen comportamiento en esta vida (denominada “ortopraxia”; en cierto sentido continuará siendo así en tiempos de Jesús). Cuando se acaba esta vida terrena, todo concluye también. El sheol, o morada de los muertos de la Biblia hebrea, es prácticamente igual al Hades homérico: los seres humanos al morir son trasladados a un reino de sombras sin vida, sin contacto con la divinidad, casi sin existencia. Y el Dios de Israel es un Dios de vivos, no de muertos. Para éstos acabó todo con el último trance. No hay premios y castigos en el más allá.

Pero toda esta concepción cambiará en la religión judía helenística.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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