Quijanización de don Quijote

«Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde, como queda dicho, tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir.», I.1.7.

A diferencia de Cervantes, Avellaneda, que no quiere dar lugar a dudas sino establecer certezas sobre su «mentecapto», declara desde el primer capítulo de su imitación el nombre y apellido de don Quijote: «Ya no le llaman don Quijote, sino el señor Martín Quijada, que era su propio nombre», DQA, I.3.

En el invento cervantino del nombre figura principalmente la raíz de su apellido (Quijada o Quijano) y el nombre de ‘una pieza de la armadura defensiva que cubría el muslo’: quijote, que procede del francés cuissot o del catalán cuixot 'muslera', del lat. coxa, 'cadera', 'muslo' (® quijote ). La terminación coincide con el sufijo -ote que en castellano tiene un claro matiz ridículo, monigote, librote, mitote. «Quijote» (Rgz Marín), pues, resulta de una desfiguración humorística de todo esto.

Pero Cervantes tuvo presente también al caballero Lanzarote (forma hispanizada del fr. Lancelot) de las leyendas artúricas y de los romances viejos castellanos. Al llegar a la venta don Quijote recuerda el romance que empieza: «Nunca fuera [es decir fue] caballero / de damas tan bien servido / como fuera Lanzarote / cuando de Bretaña vino...» —pero se identifica con el héroe legendario y lo sustituye, diciendo: «Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido / como fuera don Quijote / cuando de su aldea vino...», I.2.22. En la mente de Cervantes don Qui-jo-te y Lan-za-ro-te hacían una especie de paronomasia. De toda la materia del romancero viejo que Cervantes incorporó en su libro esta poesía fue la más oportuna, según se apuntará en estas notas. Por último, téngase en cuenta que en el Primaleón (1534) figuraba el «fidalgo Camilote», escudero ridículo y feo que ante el rey pide que le arme caballero, (Spitzer, Dámaso Alonso).

Torrente Ballester ha puesto en evidencia otros argumentos que han podido motivar la elección de su nombre por el ingenioso hidalgo: «Su propio nombre, don Quijote, se obtiene por medios similares, aunque algo más complejos. Por lo pronto, porque entre «Quijada» o «Quijano», apellido del personaje, y «Quijote», pieza del arnés, hay unas letras comunes, cuatro: son la base fonética de una semejanza. Al mismo tiempo, el va a ser una parte de un todo, del futuro caballero andante. Es usual dar al todo el nombre de la parte (sinécdoque meronímica). ¿Por qué no lanza, peto o espaldar, que también son piezas de la armadura y partes del todo? Porque carece del nexo de semejanza establecido por las cuatro letras. Se puede entonces concluir que el nombre de Quijote está elegido en virtud de una semejanza (metáfora) y de una relación de parte a todo (sinécdoque). Apurando el análisis, podría llegarse incluso al establecimiento de una relación de contigüidad metonímica entre la pieza del arnés y el que la lleva. Y, en ese caso, también es lícito afirmar que Alonso Quijano se vale de los recursos fundamentales de la retórica, los tropos para inventar su nombre de guerra.», El Quijote como juego de palabras, p. 56-57. (Los paréntesis son míos)

Retrato de don Quijote:

Prosopografía (1) de don Quijote tal cual fue visto por el ventero: «viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete», I.2.14.

La prosopografía contenida en su retrato de la venta insiste sobre su rostro particularmente alargado, seco y amarillo: «Suspendió a don Fernando y a los demás la estraña presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de andadura, seco y amarillo», I.37.15.

Prosopografía de don Quijote, a la vuelta de su segunda salida, tal cual fue visto por el ama: «La segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde él se daba a entender que estaba encantado; y venía tal el triste, que no le conociera la madre que le parió: flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones del celebro; que para haberle de volver algún tanto en sí, gasté más de seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que no me dejarán mentir.», I.7.6.

Prosopografía de don Quijote tal cual fue visto por el Caballero del Bosque: «Por el cielo que nos cubre que peleé con don Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos.», II.14.7.

Visto por el Caballero del Verde Gabán, don Diego de Miranda, se nos presenta a don Quijote como indisociable de su caballería («la longura de su caballo»); lo mismo sucede con la prosopografía del propio Caballero del Verde Gabán, aunque a éste nos lo hace ver el narrador más como un caballero de corte o como un simple jinete que como un caballero andante.: «Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha el de lo verde fue que semejante manera ni parecer de hombre no le había visto jamás: admiróle la longura de su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su ademán y compostura: figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra.», II.16.15.

Prosopografía de don Quijote tal cual fue visto por Sancho Panza, cuando hablaba con él del supuesto enamoramiento de Altisidora: « Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, qué cada cosa por sí déstas, o todas juntas, le enamoraron; que en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para espantar que para enamorar; y habiendo yo también oído decir que la hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.», II.58.27.

Don Quijote reacciona al retrato que de él hace Sancho haciendo su propio autorretrato: «Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso; pero también conozco que no soy disforme; y bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como tenga los dotes del alma que te he dicho.», II.58.28.

Prosopografía de don Quijote durante el sarao de don Antonio Moreno en Barcelona: «Era cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y sobre todo, no nada ligero.», II.62.

Ver aquí el retrato del hidalgo: ® Quijano: Alonso Quijano.

Caracterización y esfera de acción de don Quijote, sus funciones: Don Quijote y Sancho, ilustrativos de la complejidad del ser humano, desempeñan un protagonismo dual, razón por la cual son inseparables (® Sancho: el famoso Sancho Panza, su escudero). En una primera etapa de su acción, la analítica, que cabe considerar como reveladora de sus diferencias, cada uno de los dos personajes protagoniza por separado intenciones y apetencias que en cada ser humano se dan siempre confusamente mezcladas (tema paulino de la duplicidad humana); pero luego, en una segunda etapa sintética, que cabe ver como reveladora de sus semejanzas, tanto sus lenguajes como sus comportamientos muestran un acercamiento progresivo de sus caracteres y de sus funciones: Sancho se quijotiza y don Quijote se sanchifica (Madariaga). Las semejanzas borran de más en más las diferencias entre ambos.

Aunque estemos de acuerdo con este punto de vista sobre la composición del Quijote, tenemos que añadir a este lugar común de la crítica actual sobre la evolución de ambos caracteres, que hay que tener en cuenta el fenómeno de la conversión, proceso culminante de la evolución personal de cada uno. A nuestro entender la crítica ha puesto demasiado poco en relieve este resorte mayor de la composición cervantina.

En un primer tiempo, el de su locura, don Quijote encarna el ideal de restaurar la caballería andante, porque, siendo consciente de que vive en una época llena de injusticias, se asigna a sí mismo la función de héroe para enderezar los tuertos de esta época desastrosa, que él llama edad de hierro. Lo cual significa que en virtud de la doble voz de su vocación, la activa y la pasiva, se ve a sí mismo como poder social que llama y remite al héroe y como héroe llamado y enviado por el poder. Para justificar su función de héroe ambulante, somete todos y cada uno de los elementos de la realidad de su tiempo a su visión pesimista de la época y a la quimera caballeresca de su misión redentora; todas las realidades quedan así transformadas de acuerdo con su pesimismo y sometidas a su código de caballero andante, que, en consecuencia, camina de lugar en lugar enderezando tuertos, porque ve por todas partes agresiones. Si acusa con frecuencia a los encantadores de transformar las realidades, acusación que sólo deja de hacer cuando la realidad es transformada por los demás en beneficio de su visión quijotesca, es porque no hay héroe sin oponente, y que para él los agresores son en última instancia los mismos que para los caballeros andantes de los libros de caballerías.

Don Quijote cifra su máxima aspiración en un ideal de vida que, como los otros valores y verdades, sólo encuentra en estos libros de caballerías, ideal estético más que ético al que acomoda su conducta en cada momento desde el comienzo de su historia hasta su conversión. Esto implica que a lo que él aspira realmente no es a ser personaje histórico, sino a ser personaje literario. En la práctica su afán consiste en hacer el bien y en vivir la vida más como una obra de arte que como la puesta en práctica de valores éticos.

Más que un caballero andante, don Quijote es en el fondo un caballero razonante, un ser discursivo más que un ser actuante, ya que las palabras le enardecen y embelesan tanto o más que la acción. Así lo muestra (y lo califica) desde el comienzo de su historia la morosidad con que prepara su primera salida: una primera tardanza de «una semana» se justifica por el componer su celada; una segunda, de «Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría… al fin le vino a llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era», I.1.6; la tercera tardanza, de «otros ocho días», la emplea en resolverse por el nombre de «don Quijote»: «Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote», I.1.7; aunque no se nos dice el tiempo que echó en ello, la cuarta tardanza la empleó en «buscar una dama de quien enamorarse», I.1.8, y darle nombre: «vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.», I.1.10.

Tanto o más que un hombre de acción, don Quijote es un soñador y un charlatán. Sancho, que, a pesar de quererle como nadie, ha penetrado su carácter desde la primera aventura juntos, la de los molinos de viento, le advierte con sensatez tras la baraúnda retórica de los rebaños transformados en caballeros por obra y arte de su palabra: «Más bueno era vuestra merced... para predicador que para caballero andante», I.18.54. Lo cual da que su aparente viva conciencia del mal del mundo y su cacareado voluntarismo andantesco para redimirlo sólo se mantienen firmes mientras le dura la fe en su vocación literaria, pero entran en franca decadencia a partir del momento en que encuentra la duda, lo cual sucede cuando cuenta a su incrédulo escudero su descenso a la cueva de Montesinos, o sea, cuando quiere imponer en otro mundo que el suyo, el de la ficción literaria, la verdad de su transfiguración y del desencantamiento de Dulcinea, II.23.

Un poco más adelante, al final de la aventura del barco encantado, se expresa el desfallecimiento de su voluntad de redimir, II.29. Ésta se desmorona por completo cuando propone a Sancho el nada noble trato de creerle lo que éste dice de sus visiones durante el vuelo en Clavileño, a condición de que Sancho le crea a él sus propias visiones de la cueva de Montesinos (Basanta), II.41. Hasta aquí la interpretación por la mayoría de los críticos del desmoronamiento de la vocación andantesca de don Quijote. Basanta cree que este demoronamiento se manifiesta también cuando don Quijote se rebaja a preguntar por la verdad de sus visiones de la cueva de Montesinos a la cabeza encantada, II.62, como Sancho lo había hecho antes con el mono adivino, II.25.

Pero a nuestro entender se olvida lo principal, que más que el desmoronamiento de su vocación andantesca es la conversión de don Quijote, la cual no consiste radicalmente en su "sanchificación", como lo creyó Madariaga, sino en su "quijanización", como lo vio Gaos: «ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno.», II.74.9.

En efecto, nosotros vemos sintetizada la composición general del Quijote y prefigurada la solución del final de sus aventuras andantescas en el epílogo de la aventura de los caballeros cristianos: la muerte de nuestro héroe en su cama como imitador de un santo que, tras haber sido andante de por vida, se convierte en santo de a pie para la muerte. De los tres caballeros aventureros cristianos cuyos méritos canta don Quijote, quien mejor prefigura su propio comportamiento es San Pablo, puesto que tras haber sido caballero andante por la vida, ha sido santo a pie quedo por la muerte: «caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte», II.58.14. La lectura de este epílogo no deja lugar a dudas: «estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.», II.58.16.

Es imposible no encontrar bajo este tema fundamentales inspiraciones ignacianas y axiomas inconfundibles del barroco: lo que importa de verdad es la conversión del pecador y su salvación eterna (tema de la salvación en el otro mundo). En última instancia esto es lo que buscaba como supremo bien para don Quijote el bachiller Sansón Carrasco, su compatriota, transformado en caballero de la Blanca Luna para hacerle volver dignamente a su lugar, al proponerle sus condiciones de pelea: «dejando las armas y absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma», II.74.9.

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Salvador García Bardón, Taller cervantino del “Quijote”, Textos originales de 1605 y 1615 con Diccionario enciclopédico, Academia de lexicología española, Trabajos de ingeniería lingüística, Bruselas, Lovaina la Nueva y Madrid, aparecerá en 2005.

1. f. Ret. Descripción del exterior de una persona o de un animal.
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