045. Del culto a los difuntos al culto a los santos (2).

El culto al emperador no comenzó humildemente, sino que, en su mismo arranque, apuntó a las más altas cimas de gloria. Con ese principio, fácil es entender que acabara siendo una arraigada costumbre religiosa de las gentes del Imperio.

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Moneda acuñada por Augusto que muestra el templo que se dedicó a César (su padre adoptivo) como divino tras su muerte  (tomada de aquí)

La religión del Imperio Romano ha de considerarse un factor importante en la evolución de la religión cristiana. El simple hecho de constituir precisamente la población que comenzó a creer en un Jesús de Nazaret divinizado y que, a la postre, fue convertida en su totalidad al cristianismo, basta para entender este dato.

Una de las costumbres religiosas más importantes de aquella época imperial romana (tomada desde Julio César) fue adorar a la persona del emperador como casi divina en vida y divina a su muerte. Los restos que de ella tenemos son múltiples y abrumadores, quizá en un sentido restringidos a las muestras más elitistas del arte figurativo (estatuas, arquitectura, etc.) sí; y también, gracias a textos y hallazgos arqueológicos menores, confirmada para la religión más llana, más cercana al día a día de los habitantes del Mediterráneo romano.

La llegada a Roma ciudad de esta costumbre que ya había causado sensación en Oriente (sólo hay que recordar las ideas de Alejandro Magno al respecto y el legado que éstas dejaron) puede estudiarse bastante bien con los datos que el historiador Suetonio nos proporciona sobre la persona de Julio César (vida de César, 76):

Sin embargo, predominan sobre estos otros actos y dichos suyos, que hacen pensar que abuso del poder y que fue asesinado con razón. En efecto, no solo acepto honores excesivos, como varios consulados seguidos, la dictadura y la prefectura de las costumbres a perpetuidad, además del prenombre de Imperator, el sobrenombre de Padre de la Patria, una estatua entre los reyes y un estrado en la orquesta, sino que permitió también que se le otorgaran por decreto otras distinciones que sobrepasan incluso la condición humana: un trono de oro en la curia y en su tribunal, un carro y unas andas en la procesión del circo, templos, altares, estatuas junto a los dioses, un lecho sagrado, un flamen, unos nuevos lupercos, el que un mes se designara con su nombre; y no hubo cargo público que no recibiera u otorgara a su capricho (Trad. de R. Acudo Cubas).

El escenario ofrecido por Suetonio resulta de lo más clarificador: a César se le atribuyeron (o logró que se le atribuyeran) cultos propios de los dioses. César sobrepasó los límites de la política romana al llamarse Padre de la Patria (eran o bien Eneas o Rómulo), Imperator (cargo excepcional), una similitud con los reyes (cargo desterrado de Roma en el 499 a. C.). Quizá esto hubiera sido asumido más o menos (con muchas reticencias desde luego por la personalización del poder y el desprestigio de los senadores como clase política). Pero ser considerado por encima de los límites de la condición humana es sumamente interesante: trono de oro (como cualquier divinidad del Olimpo, al estilo de la escultura de Zeus en Olimpia); carro y andas en la procesión, tal como eran paseadas las estatuas de los dioses romanos en los días principales), templos, un flamen (sacerdocio adscrito a una divinidad), lupercos (miembros de dos colegios sacerdotales así llamados por las fiestas Lupercales; César creó un tercer colegio y lo denominó Lupercos de César); y según una costumbre antiquísima de Roma y muchos pueblos un mes recibió su nombre como otros meses recibían un nombre divino o asociado a una divinidad.

Hay que insistir en que la adoración a César no sólo es un registro de la vida política, una parte quizá demasiado institucionalizada del total de Roma; es también una costumbre que trascendió lo político y se convirtió en popular.

También Suetonio muestra cómo, a sus ojos, el exceso podía extenderse o controlarse. De esto último, Tiberio (Vida de Tiberio, 26):

Prohibió que se le decretaran templos, flámines y sacerdotes, e incluso que se le erigieran estatuas y bustos sin su permiso, que, por otra parte, solo concedió a condición de que no los colocaran entre las imágenes de los dioses, sino entre los adornos de los templos. Se opuso también a que se le prestara el juramento de ratificar sus actos y a que el mes de septiembre recibiera el nombre de Tiberio… (Trad. de R. Acudo Cubas).

Estas costumbres fueron confirmadas con el tiempo con la ratificación de apoteosis, la subida de los emperadores y sus esposas al Olimpo. Pero el paso ya estaba dado: un mortal puede ser divino en vida y tendrá premio tras su muerte al hallarse junto a los dioses. Los réditos políticos y sociales de la costumbre no tardaron en manifestarse: Marco Antonio ya se había representado en Oriente como Dioniso; Calígula incluso se declaró dios en vida; Claudio se representó como Zeus; Nerón se hizo conmemorar con una colosal estatua semejando a Helios-Sol…

Saludos cordiales.

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