Tria munera. Tres ministerios para una Curia cristiana
Esos ocho cardenales están trabajando en la “máquina” y no sabemos bien por donde van sus “tiros”, aunque es evidente que han recibido el encargo de lograr que "esta" Curia Vaticana se haga el “hakariri”, de manera que desaparezca y muera en su forma actual (para que surja algo distinto, en línea de evangelio).
También es evidente que otros muchos en la Curia están en contra de hacerse el “harakiri”, y así muestran su “poder”, como diciendo que ellos permanecen:
-- Ellos serían el “cantus firmus”, la música que viene de siempre y permanece, mientas que los papas en concreto (como este Franciscus I) pueden cantar por un momento su melosa cancioncilla, pero desaparecen pronto. Mueren los papas, piensan muchos; pero permanecen en ellos, la Curia de la Roma eterna.
-- Los papas pueden ser un poco “carismáticos” y cantar a su aire (como hizo con su gran voz Juan Pablo II), como hace Francisco… Pero lo que dicen ellos es sólo algo pasajero. Lo que queda y vale es lo de siempre, es decir, ellos: La Máquina de la Curia
-- Algunos esgrimen la famosa razón de Lampedusa: “Cambie todo para que todo permanezca”, y sigamos nosotros en la plaza, aunque con otros collares (si hace falta). Es decir: “Hagamos pensar que todo cambia, para que no cambie nada”.
De todo eso se habla en los comederos y las comidillas de la zona, mientras los ocho magníficos del cambio están buscando la forma de que la Curia Vaticana se ajuste al evangelio (y al tiempo actual), a través de un tipo de ruptura o desaparición, para aparecer quizá de una manera muy distinta.
Pues bien, en esa línea, puedo ofrecer unas reflexiones introductorias, partiendo de los tres ministerios clásicos de la Iglesia, que se llamaban y se siguen llamando Tria Munera, que vienen del AT y del mismo NT, y de los principios de la Iglesia.
Introducción. Una Curia con tres "ministerios"

Los “ministerios” o “congregaciones” de la Curia Vaticana, que vienen del siglo XVI, han realizado una función positiva, contribuyendo a que la Iglesia Católica se extienda y afiance en casi todo el mundo. Pero el modelo de iglesia que ellos han representado ha entrado en crisis con el surgimiento del sistema neo-liberal. No es que debamos abandonarlo sin más, pero tenemos que enraizarlo otra vez en la tierra evangélica, para descubrir las nuevas potencialidades del mensaje de Jesús.
No es fácil saber lo que será, pero podemos destacar nuevamente los tres ministerios (tria munera), que la tradición ha puesto de relieve: ministerio profético (proclamación de la palabra), de reino (servicio a los pobres) y de fiesta (celebración cristiana, eucaristía, cf. Vaticano II, Christus Dominus, 12-16).
Tenemos que volver a la experiencia radical del evangelio, para recordar que todos los cristianos son responsables de las tareas eclesiales (celebración, servicio, misión) pero algunos pueden asumirlas de un modo especial. Conforme a ese esquema de los Tria munera (sacerdotes, reyes, profetas), asumido por el Vaticano II , tendría que haber en la iglesia (y en especial en el Vaticano) tres servicios:
1. Servicio/ministerio profético de evangelización o anuncio del Reino, donde se incluiría la “Congregación para la doctrina de la fe” y todos los "dicasterios" o tareas dedicadas a la Palabra; no para controlar la fe, sino para dar testimonio de ella, no para vigilar a teólogos y posibles “herejes”, sino para animar a todos los creyentes y ofrecer de esa manera un testimonio de vida enriquecida por la llamada de Jesús y por la experiencia recreadora de la Pascua.
2. Servicio social centrado en la justicia/amor del Reino, en clave mesiánica de liberación de los pobres y comunicación de bienes, conforme al ejemplo de Jesús. Ésta sería la Segunda Congregación de la Iglesia, representada en la Curia Vaticana, como signo de aquello que decía Ignacio de Antioquía (el primer testigo de lo que hoy podemos llamar “primacía de la Iglesia de Roma”, que es primacía en el amor. Esta “Congregación del Amor Cristiano” (de la justicia-caridad) promovería y expresaría la comunicación de bienes (con la ayuda a los pobres), tal como lo suponen los evangelio, lo destaca el libro de los Hechos y lo pone en marcha Pablo (con su famosa “colecta” al servicio de los pobres de los pobres).
3. Servicio litúrgico o ministerio/congregación de la fiesta cristiana, es decir, de la celebración del Reino, centrado en memoria expansiva de Jesús como liturgia de fraternidad y de esperanza, especialmente en la eucaristía (vinculada esencialmente a los dos ministerios anteriores de la fe y del pan compartido). En esa perspectiva se sitúa las “congregaciones” o servicios para el culto y para lo sacramentos, lo mismo que para los obispos, que han sido y siguen siendo los expertos de la celebración.
En esa línea debemos añadir que la religión (y en especial el cristianismo católico) es un lujo o, quizá mejor, el lujo específico de una vida como la humana que, para ser lo que es o realizarse debe entender y obrar (creer-servir), para gozar y transcenderse, celebrando el misterio de la Realidad (del Padre Dios), en la línea de Jesús. En esa línea se deben situar (como vengo diciendo) los tres fines o tareas de la la iglesia cristiana, sus tria munera o los tres ministerios: de la palabra (entender, comunicarse), acción social (hacerse, transformar el mundo) y celebración o fiesta (cf. Vaticano II, Sobre la iglesia 21; Sobre los obispos 12-15).
1. Iglesia para creer y entender desde la fe. El “ministerio” de la palabra.
En el principio de todas las religiones y en especial del cristianismo, que se funda en al AT judío, hallamos a Palabra o relato abierto, que ofrece al ser humano un lugar en la historia, un sentido en del conjunto de la vida. Por eso, la religión ha de entenderse como experiencia de la autoridad creadora de la palabra puesta al servicio del despliegue humano, es decir, de la comunicación entre todos, partiendo de los más pobres. No vivimos por necesidad (como plantas o animales), ni por fatalidad (como de algún modo han pensado las religiones de la interioridad), sino por la palabra compartida y celebrada.
Las religiones mantienen vivo el poder de palabra que instaura, del recuerdo que permite comprender lo que somos o del evangelio que invita pregonar y realizar el reino. Quiero insistir en ese último plano, situándome en perspectiva cristiana. Así lo ha de poner de relieve el cristianismo, así lo ha de representar la Curia Vaticana, que sólo tiene sentido en “obediencia” (escucha) de la Palabra, y al servicio de ella, no para dominar la palabra (en línea de inquisición o de índice de libros/palabras prohibidas), sino para que todos puedan compartir la Palabra, como quiso Jesús.
El evangelio es ante todo una experiencia de creación personal (encuentro con Jesús) y una palabra de comunicación abierta hacia los otros. Por eso, cuando el cristiano cuenta la historia de Jesús (con su vida hecha testimonio o su palabra concreta de narración evangélica) está exponiendo y suscitando la verdad del humano nuevo: proclama su libertad, instituye su ciudadanía dentro de la historia.
Así dice: Se ha cumplido el tiempo, se acerca el reino de Dios (Mc 1, 15); los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados... (Mt 11, 2-3). Sólo para que estas palabras se puedan seguir proclamando de forma creíble y testimonial hay cristianos en el mundo. Por eso, la iglesia es ante todo una institución de la palabra: quiere ofrecer a los humanos la memoria histórica del Cristo como principio de existencia (cf. Jn 1, 1-18; Hebr 1; 2 Cor 4, 4; Col 1, 15).
La iglesia no es experta en ciencia o política de mundo, tampoco en cuestiones moralistas, sino en vida de Jesús. Por eso la transmite y cuenta. No es escuela de expertos en filosofía, ni secta de escribas legalistas, ni academia de científicos, sino comunidad que surge y se mantiene a través de la memoria de Jesús, hecha principio de creatividad para el ser humano:
‒ Los filósofos estudian y transmiten ideas que ellos han razonado o demostrado: hablan porque saben, porque a través del estudio y reflexión conocen la (una) verdad para expresarla en su discurso.
‒ Los cristianos hablan porque son testigos: no dicen lo que saben por teoría sino lo que han visto y vivido en su encuentro personal con Jesús, en su oración hecha forma de existencia.
Si Dios fuera una realidad de tipo científico, el lenguaje cristiano sería la demostración científica; si fuera un ente racional, la filosofía. Pero, si Dios ha fundado en Jesús y por Jesús nuestra historia, los cristianos han de ser expertos narradores de la gran palabra, haciendo así que los humanos la comparten, en gesto de comunicación transparente, igualitaria, mesiánica.
Al servicio de esa Palabra puede y debe haber en Roma, lugar de referencia del Cristianismo Católico, una “institución” (ministerio, servicio…) al servicio de la escucha y expansión de la Palabra, no para controlarla, sino para promoverla, en las nuevas circunstancias de los tiempos, de manera que todos los hombres y mujeres puedan escuchar, acoger y compartir la Palabra centrada en Jesús.
2. Iglesia para servir y compartir. “Ministerio” de la acción y comunión social.
La palabra que funda vida humana ha de volverse gesto de servicio. Son creyentes, aquellos que quieren convertirse en servidores de los otros y de un modo especial de los necesitados. Así lo ha resaltado Jesús y casi todas sus palabras (amor compasivo, entrega en favor de los demás, llamada a la justicia...) pueden encontrarse de manera gozosa y normal en otras religiones, incluso del oriente (budismo, confucionismo, ciertas formas de hinduismo). Esto significa que el servicio humano, la acción en favor de los demás (de la humanidad) forma parte de las raíces religiosas de la historia. La novedad cristiana está en la forma de fundarlo en Jesús, en el camino de su vida y de su pascua.
Jesús ha dicho a quien le llama: Vende lo que tienes, dáselo a los pobres, ven y sígueme (Mt 19, 21). Esa palabra destaca la ruptura creadora (vende lo que tienes, dáselo a los pobres) y el seguimiento cristológico (ven). En esa ruptura y seguimiento se funda el cristianismo como experiencia de vida compartida: cree en Dios el que se entrega, de manera libre y creadora, por los otros (cf. Mc 8, 31-35), formando así una comunión de liberados, es decir, de hombre y mujeres que viven en gesto de gracia, sin imposición ni esclavitudes mutuas.
Desde ese fondo de evangelio, los cristianos deben renunciar a la riqueza entendida como dominio (no quieren ganar el mundo por dinero) y al poder interpretado como posibilidad de coacción (no quieren ni pueden elevarse a sí mismo esclavizando o negando a los demás), para renacer al gozo de la vida compartida. Desde ese fondo puede y debe organizarse en la Iglesia (centrada en Roma) un gran “ministerio del amor que sirve”, es decir, de la justicia evangélica y humana.
Se dice unas veces que la iglesia de Jesús es incapaz de expresar esta vivencia comunitaria de acción no impositiva. Se añade otras que su misma estructura jerárquica lo impide. Pues bien, sin discutir el tema en plano de teoría, debemos afirmar que los cristianos deben ser por definición testigos del amor universal. Han renunciado al poder para crear una comunidad mesiánica, desde y con los pobres del mundo. Si los cristianos dejan de ser signo de amor-mutuo (de justicia fuerte y amorosa), si ellos no aparecen de verdad como “signo concreto” de la primacía del amor que redime y vincula a los hombres, en ofrecimiento abierto a todos, acaban convirtiéndose en pura maldición sobre la tierra (como sabe la tradición judeo-cristiana, desde Isaías a Jesús de Nazaret).
Los seguidores de Jesús, con los creyentes de otras religiones, han de volverse testigos la autoridad del amor mutuo, de la comunicación de bienes (cf. 1 Cor 9, 1-26; 2 Cor 10-12). No disponen de fuerza coactiva: no pueden fundar su acción en medios materiales, políticos, sociales, ni imponer con violencia el ideal de Jesús sobre la tierra. Pero (y precisamente por eso), tienen la más alta autoridad, pueden realizar la acción más poderosa: son testigos y creadores de una comunidad humana que se funda y establece como gracia, poniendo los bienes al servicio de todos los creyentes, y en el fondo, de todos los hombres.
Los cristianos son por tanto especialistas de una acción fraterna (no impositiva), pero eficaz para bien del conjunto de los humanos: renuncian a un tipo de vida egoísta (a defenderse a sí mismos, a imponerse sobre los demás, a utilizar métodos de engaño) para hacerse hermanos y servidores de los más necesitados. De esa forma, la iglesia puede y debe presentarse como sociedad escatológica, signo de resurrección, ciudad que se eleva sobre el monte (cf. Mt 5, 13-16) para abrir a todos los humanos un camino nuevo de existencia liberada. Para eso ha de existir o mostrarse con claridad un segundo “ministerio” o Congregación General al servicio del amor mutuo.
Este “ministerio del servicio mutuo”, es decir, de la comunicación no impositiva de bienes ha de centrar y organiza todas las obras sociales/humanas de la Iglesia de Roma, en comunión con todas las Iglesias. Éste es el lugar donde puede y debe expresarse la fe (la palabra) de Jesús, superando de raíz los escándalos de la IOR (Instituto para Obras de la Religión), y poniendo todos los bienes de la Iglesia (su capital financiero y cultura, artístico y moral…) al servicio de todos. Si no se logra abrir en esta línea un camino de comunión/comunicación económica, al servicio de los más pobres, el evangelio perderá su “sal” (se volverá insípido) y la Curia del Vaticano se convertirá en un lugar de muerte (no hará falta recordar aquí las profecías de Isaías o las amenazas de Jesús de Nazaret).
3. Iglesia para celebrar, “ministerio” de la fiesta.
La religión no sirve sólo para decir y hacer sino también para gozar. Como signo de resurrección hemos querido definirla. Como principio de celebración la presentamos ahora. La experiencia celebrativa, vinculada al recuerdo mítico y al rito, constituye un principio esencial de las religiones; pues bien, dando un paso más añadiremos que ella es plenitud del evangelio.
La misma historia de Jesús aparece como fiesta: tiempo peculiar, cualificado, internamente rico de alegría, de sorpresa de reino y esperanza. Así puede presentarse como día de victoria de la gracia (cf. Lc 1, 74), día en que Cristo confiesa que Dios le ha enviado para proclamar el año de la remisión y fiesta de la vida sobre el mundo (cf . Lc 4, 18). Esta es la fiesta de Jesús: el día de la plena remisión, el año eterno del perdón, de la hermandad, de la esperanza.
La novedad del evangelio está precisamente en la capacidad de entusiasmo que Jesús ha suscitado, en la admiración de las gentes, en el gozo de los pobres, en la alegría de los humanos antes contristados. Ofreciendo alegría a los humanos: de esa forma aparece Jesús como humanos religioso. Por eso, su camino se ha expandido como un rosario de fiestas, de victoria sobre el diablo, de alegría y saciedad en la esperanza (cf. Mt 14, 13ss; 15, 32ss).
De un modo muy significativo, a la fiesta de Jesús han acudido los más pobres y perdidos, aquellos que no hallaban cabida en otras fiestas de la tierra, los que estaban sin cimiento en la palabra de la ley, los rechazados, marginados de la historia, los leprosos y prostitutas, los tullidos y los publicanos... Para todos ofrece Jesús su camino como tiempo de fiesta, campo de ilusión y de plegaria, de sorpresa, gratuidad y esperanza.
La muerte de Jesús no ha destruido la fuerza y sentido de esa fiesta sino todo lo contrario. Asumida en su raíz, esa fiesta ha desbordado y culminado allí donde los humanos quisieron silenciarla por la fuerza. Por fidelidad a Dios y por fundar la nueva vida en plenitud de los humanos, se ha entregado Jesús a la muerte. Así lo ha establecido cuando, despidiendo a sus discípulos, pronuncia sobre el pan y vino compartido las palabras de su fiesta: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre, la sangre de la alianza derramada por vosotros (Mc 14, 22-6 par).
Estas palabras del pan y del vino arraigan la aventura de Jesús en la gran fiesta humana de la comida compartida, en el placer del encuentro, en el misterio de bodas de amor sobre la tierra. Surge así la eucaristía, el signo clave de la fiesta cristiana, actualizada de forma sacramental a lo largo de la historia. Precisamente en ella se explicita la más honda identidad del cristianismo: es la fiesta de la muerte salvadora de Jesús, la resurrección de la carne, el canto a la vida que nos hace empalmar con la experiencia de las religiones de la tierra. Los cristianos son ministros de esta fiesta de vida compartida y alabanza que se abre a todos los hombres y mujeres de la tierra.
El cristianismo (y toda religión) culmina de ese modo como fiesta. El hoy del reino de Dios, inaugurado por Jesús, se ha convertido en tiempo de victoria y de placer de vida. Superando las luchas y fracasos de la tierra, apenados por la amenaza del pecado y de la muerte, los cristianos saben que la vida es don de Dios, que la existencia es ante todo gracia y que ella puede convertirse en ámbito de encuentro gozoso y salvador para los creyentes.
La vida es por lo tanto institución celebrativa: los cristianos ya no tienen nada que hacer (en el sentido de conquistar) sobre la tierra, sino que han de vivir para ofrecer el testimonio de la gracia de Dios en Jesucristo, superando así la crítica de Nietzsche que decía: "Ellos, los cristianos, soñaron en vivir como cadáveres... Quien vive cerca de ellos vive al lado de negros estanques... Sería preciso que me cantaran mejores canciones para que aprendiera a creer en su Salvador. Sería preciso que sus discípulos tuvieran un aire más de redimidos" (Así habló Zaratrustra, Parte II, De los sacerdotes).
Pues bien, en contra de Nietzsche, el cristianismo y las más hondas religiones de la historia culminan en la fiesta, en el placer de la vida compartida, en la Esperanza de la Vida. Pero la celebración cristiana no se centra, como quería Nietzsche, en las figuras de Apolo y Dionisio (dioses griegos de belleza formal y ebriedad vital) sino en la vida entera y en la pascua de Jesús. Esta es la fiesta de la alianza, del amor definitivo con Dios, del encuentro liberador entre los humanos, de la unidad entre los pueblos, fiesta hecha de canto compartido, experiencia de comunión afectiva, placer de encuentro mutuo, como un matrimonio universal de gozo para todos los humanos.
Por eso, los cristianos han de presentarse sobre el mundo como expertos en celebración, situándose en el centro de la historia no para imponerse sobre los restantes hombres y mujeres, sino para animarles con el canto de la vida, con el gozo de la contemplación, con la belleza de una existencia compartida. El mundo no se pierde sólo por falta de conocimiento (de palabra) y carencia de justicia... Este mundo corre el riesgo de perderse porque falta fiesta: sobra mala religión de muerte, falta buena religión abierta al gozo fuerte de la vida.
Por eso ha de destacarse en Roma (si ella quiere seguir siendo signo y centro del cristianismo católico) una “tercera congregación”, centrada en la Fiesta de la Vida, que es la fiesta de Jesús. De esa gran congregación han de “beber” los ministerios más concretos dedicados al Culto de Dios (la fiesta humana por excelencia), con los sacramentos (signo de esa fiesta)… y los ministerios ordenados (el de los obispos y el de los presbíteros, expertos en la fiesta).
Conclusión
En esa línea se debe entender y planear, a mi juicio, la reforma de la Curia Vaticana, con sus tres “ministerios centrales”, que son de animación cristiana, en sus tres centros (fe, caridad, esperanza/fiesta). Tendrá que ser un cambio fuerte, que se vea y que ejerza su función.
Estas son, a mi entender, las tres grandes tareas de la religión y de una forma especial del cristianismo dentro de la historia: decir para vivir, hacer para compartir o convivir, celebrar para disfrutar y transcender. Desde ese fondo, debemos afirmar que la religión es ante todo una experiencia de fiesta: rito placentero de la vida que se acepta y canta a sí misma, en esperanza de resurrección. Por eso, los creyentes han de ser humanos gozosos, realizados, amigos de la fiesta de la vida, en humanidad abierta al misterio (a su propio misterio que es Dios, para nosotros cristianos: El Dios de Jesucristo).