«Y haremos morada en él»

Una Iglesia cuya imagen es la Ciudad Santa. Una Iglesia cuyo templo es Dios Todopoderoso. Una Iglesia, en fin, cuya lámpara es el Cordero. Pero Iglesia pascual en todo caso, llamada a servir de modelo a la que en este siglo XXI se esfuerza por romper lanzas a favor de la sinodalidad.

Con la oración crecemos en el amor de Dios y abrimos las puertas del alma para que la Santísima Trinidad venga a morar en nosotros, ilumine, caliente, guíe nuestra existencia.

Nos invita Jesús en esta solemnidad a no quedarnos mirando hacia lo alto, sino a estar juntos y unidos en la oración, para invocar el don del Espíritu, pues sólo a quien «nace de lo alto», o sea del Espíritu Santo, se le abre la entrada en el reino de los cielos (cf. Jn 3,3-5). 

«Bajó del cielo por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también con él por la gracia. No es que queramos confundir la dignidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de la cabeza.  La Resurrección del Señor es nuestra esperanza, su Ascensión, nuestra glorificación» (San Agustín, Sermón 261,1).

Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre

La Liturgia del VI Domingo de Pascua Ciclo C prepara a los fieles para la segunda parte del tiempo pascual: la primera ha insistido en Cristo resucitado y sus apariciones. En adelante, y hasta el final, todo va a ser misterios de la Ascensión y de Pentecostés.

El Evangelio del antedicho domingo recuerda que la paz de Cristo es indispensable para que su presencia sea efectiva. Dice asimismo que resultará imposible sin guardar su palabra y sin que las tres Personas de la Trinidad adorable moren, por exigencias del misterio, en el cristiano. Misterio del que tan a fondo se ocupa la asignatura de Ascética y Mística cuando trata de la inhabitación de la Santísima Trinidad.

El evangelista de la misericordia y autor de los Hechos de los Apóstoles, san Lucas,  pone de relieve en la primera lectura de la Misa que la Iglesia de primera hora viene a ser como una máquina en trance de echar a andar: los apóstoles tienen que solucionar  los primeros conflictos en una comunidad que, efectivamente, da, como quien dice, sus primeros pasos. Ellos cimientan la Iglesia pascual (la primera parte del tiempo pascual, para ser precisos), y la de comunión o koinonía que subsigue (la del Espíritu Santo). Se abre la Iglesia de lleno, en claro alarde de universalidad salvífica, a otras culturas: los apóstoles determinan aceptar las diferencias entre las comunidades.

Hasta hoy -seguimos en el ciclo pascual- ha predominado la unidad de la Iglesia.En adelante, será la pluralidad de la Iglesia la que haga camino al andar. Una Iglesia cuya imagen es la Ciudad Santa. Una Iglesia cuyo templo es Dios Todopoderoso. Una Iglesia, en fin, cuya lámpara es el Cordero. Pero Iglesia pascual en todo caso, llamada a servir de modelo a la que en este siglo XXI se esfuerza por romper lanzas a favor de la sinodalidad.

Con su acostumbrado acento lo aconsejó san Agustín: « Quita de tu corazón lo que veas en él que desagrada a Dios. Dios quiere venir a ti. Escucha al mismo Cristo el Señor: Yo y el Padre vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él (Jn 14,23). He aquí lo que te promete Dios […] Purifica, pues, tu corazón, en cuanto te sea posible; sea ésta tu tarea y tu trabajo. Ruégale, suplícale y humíllate para que limpie él su morada»  (Sermón  261,5-6).

Con la oración crecemos en el amor de Dios y abrimos las puertas del alma para que la Santísima Trinidad venga a morar en nosotros, ilumine, caliente, guíe nuestra existencia. «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23), dice Jesús, prometiendo a sus discípulos el don del Espíritu Santo, que enseñará todo. Explicaba Benedicto XVI en una de sus luminosas homilías que san Ireneo, flamante doctor de la unidad, dijo una vez que en la Encarnación el Espíritu Santo se ha habituado a estar en el hombre. En la oración, nosotros debemos habituarnos a estar con Dios […] así veremos lo hermoso que es estar con Él, que es la redención (20.6. 2012).

Solemnidad de la Ascensión del Señor

Cercana ya la solemnidad de Pentecostés, la sagrada Liturgia nos trae a la memoria de qué modo se invita a la Iglesia para que intensifique la invocación al Espíritu Santo. El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo:  «Me voy y volveré a vosotros»  (Jn 14, 28), dijo Jesús a los Apóstoles. Entre la «ida» y la «vuelta» de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo. Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo:

Él es el Maestro que forma a los discípulos: abre su corazón, ilumina su mente, fortalece su voluntadlos hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro; los configura con su humanidad bienaventurada, pobre de espíritu, afligida, mansa, sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón, pacífica, perseguida a causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-10).

Gracias a la acción del Espíritu Santo, Jesús se convierte así en el «camino» por donde avanza el discípulo […] Como Jesús transmite las palabras del Padre, así el Espíritu recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Y como el amor al Padre llevaba a Jesús a alimentarse de su voluntad, así nuestro amor a Jesús se demuestra en la obediencia a sus palabras.

La solemnidad de la Ascensión del Señor es prenda de nuestra victoria aquí en la tierra y estímulo para la esperanza de la dicha que nos aguarda allá en el cielo. Mucho insistió Jesús en su «regreso al Padre» coronando toda su misión. Este «éxodo» hacia la patria eterna, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó de lleno por nosotros. De modo que descendió y ascendió al cielo por nosotros, tras haberse humillado hasta la muerte de cruz, y luego de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios.

Por eso precisamente el Padre lo «exaltó» (Flp 2,9) restituyéndole la plenitud de su gloria, ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: nos invita Jesús a no quedarnos mirando hacia lo alto, sino a estar juntos y unidos en la oración, para invocar el don del Espíritu, pues sólo a quien «nace de lo alto», o sea del Espíritu Santo, se le abre la entrada en el reino de los cielos (cf. Jn 3,3-5). 

Vendremos a él y haremos morada en él

San Mateo cierra su Evangelio con la aparición de Jesús a sus Apóstoles y esta misión universal de la Iglesia apostólica: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20).

Tenemos a la vista, pues, la misión (Ite), la docencia (docete, enseñad a todas las gentes), y la sacramentalidad (bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo). Emergen en definitiva resumidos los tres grandes elementos de la evangelización: Misión-Palabra-Sacramento.

El Concilio Vaticano II afronta, por su parte, en la constitución Lumen Gentium esta cuestión, especialmente en el n.8, donde llega a decir que la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica, es la que nuestro Salvador encomendó a Pedro para que la apacentara (primado, pues), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf. 1 Tim 3,15)(LG, 8).

Con la escenificación literaria de la Ascensión se quiere expresar una teofanía bíblica, es a saber: que Cristo fue exaltado como Señor junto a la gloria del Padre. Un modo de representar, por un lado, la falta de presencia física y perceptible de Jesús en este mundo y, por otro, su elevación sobre todo lo mundano, su nueva existencia gloriosa y su total señorío. Ser elevado es señal de exaltación y de gloria. Jesús, además, está sentado a la derecha del Padre. La derecha es el lugar de honor, y el estar sentado es postura de majestad.

La Ascensión sólo marca el final de la cercanía especial que mostró el Resucitado con sus discípulos a lo largo de los cuarenta días después de su resurrección. Acabado ese tiempo, entró con toda su humanidad en la gloria de Dios. La Sagrada Escritura expresa esto mediante los símbolos de la «nube» y «el cielo». Significa, pues, la Ascensión que Jesús ya no está en la tierra en forma visible, pero está presente.

Es despedida (fin del tiempo pascual), elevación (misterio de glorificación) y promesa: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). No retorna, por tanto, Jesús al cielo sin más, sino que cumple una nueva misión: estar presente en la Iglesia por medio del Espíritu Santo y retornar al final de los tiempos. Entre Ascensión y retorno de Jesús está el tiempo de la Iglesia.

Expresa bellamente todo esto el prefacio - I del día, donde se dice: «Porque Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido [hoy] ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino».

Y en el Credo profesamos que Cristo «subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso». Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías. Estar sentado a la derecha del Padre es, como decía el catecismo de nuestra niñez, tener igual gloria que Él en cuanto Dios, y mayor que otro ninguno en cuanto hombre».

San León Magno, cantor de la cristología de Calcedonia, comenta que «La Ascensión de Cristo es nuestra elevación, porque el Cuerpo está llamado por la esperanza a estar allí donde nos precedió la gloria de la Cabeza. Exultemos con dignos sentimientos de júbilo, y alegrémonos con piadosas acciones de gracias. Hoy no sólo hemos sido confirmados como poseedores del Paraíso, sino que también hemos entrado con Cristo a lo más alto de los cielos» (Homilía 73, 4).

Precisamente Jesús intercede ahora por nosotros, como mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu. Resucitados, pues, con Cristo, busquemos las cosas de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios… y así como él ascendió sin alejarse de nosotros, nosotros estamos ya allí con él, aun cuando todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido.

«No se alejó del cielo cuando descendió hasta nosotros –puntualiza por su parte san Agustín-; ni de nosotros cuando regresó hasta él. Bajó del cielo por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también con él por la gracia. No es que queramos confundir la dignidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de la cabeza.  La Resurrección del Señor es nuestra esperanza, su Ascensión, nuestra glorificación» (Sermón 261,1).

Una Iglesia cuya lámpara es el Cordero

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