Acción de gracias – 44 Sembrar con lágrimas

“Mesas más largas y no muros más altos”

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Escribir sobre lo que desde su principio vengo sosteniendo en este blog me produce la inquietante impresión de que me toca el ingrato papel, conforme al salmo de la liturgia de hoy, de ir sembrando penosamente con lágrimas. La parcela que me ha caído en suerte labrar es árida y está desmineralizada, razón por la que lo más probable es que la mayor parte de la semilla (veneno, dirían quizá algunos) que pretendo sembrar se seque o se pudra sin ni siquiera arraigar y mucho menos germinar. Aunque los signos de los tiempos demuestren hasta la saciedad que lo que llamamos “Iglesia” camina al margen o de espaldas a la sociedad, el hecho de que sus prédicas hayan hecho de la fidelidad material el leitmotiv que alimenta su propio ser e inspira su proceder explica muy bien que casi nadie en ella esté dispuesto a remover a fondo o ni siquiera revisar sus creencias por miedo a quedarse suspendido en el vacío, sin cuerpo ni horizonte.

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¿Quién podrá cambiar esa mentalidad cuando se ha jurado fidelidad a un líder y a su credo? De todos es bien conocido el precio que tuvo que pagar Jesús por ello. Frente al Dios, padre misericordioso, predicado por él, se nos ha incrustado en la mente la imagen de un fantoche terrible, que nos espera al otro lado de la muerte con la espada levantada para asestarnos un terrible golpe tras un severísimo y minucioso juicio del que pocos saldrán ilesos y en el que muchos recibirán incluso un doloroso castigo eterno. Pero, ¿puede uno llegar a creer y a vivir con el atroz miedo de que haya un Dios predispuesto a castigarnos a nosotros que, a fin de cuentas, no somos más que niños indefensos y perdidos, aunque algo traviesos? Sin duda, se nos ha dotado de una entidad que tiene gran envergadura, pero, por muy engreídos que nos volvamos, nunca podremos cambiar el curso de un pequeño planeta, ni siquiera el de un minúsculo satélite. A fin de cuentas, somos realmente nada y, al decir de muchos, una “nada bien jodida”.

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Pero no, nuestro Dios no es un ídolo cruel ni una terrorífica efigie vengativa, sino un padre compasivo que revienta, tras llenarla de ser y de razón, nuestra soledad existencial, reuniéndonos a todos desde los confines de la tierra, sin fijarse siquiera en que unos seamos cojos y otros ciegos. Jeremías así lo intuye y canta en la primera lectura de la liturgia de este domingo. Lloramos desolados, pero él nos consuela. Su condición de padre dará al traste con nuestra orfandad. Nuestras acaloradas discusiones sobre su existencia, tan confusas y disparatadas por lo general al tratar de ensamblar el tiempo y la eternidad y de imaginar otra vida después de esta, se amansarán y aclararán cuando, en vez de mostrarnos tan diletantes, comencemos a hablar en serio de algo tan sencillo y reconfortante como de un amoroso padre que alimenta, mima y educa a sus hijos. Jeremías habla de un tiempo futuro, pero sus premoniciones se plasman en nuestro presente al alinearnos con un Mesías que vino a este mundo, pero no para pagar con su vida el justiprecio por nuestros pecados, sino para mostrarnos el camino de la peregrinación que nos lleva realmente de retorno a la casa paterna.

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En la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, Pablo realza la condición de sumo sacerdote de Jesús, a quien nos lo muestra tan cercano y tan identificado con nosotros mismos que incluso se ve obligado a “ofrecer sacrificios por sus propios pecados”. Posiblemente Pablo se extralimita una barbaridad en esa identificación al asegurarnos que “él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades” y al afirmar que su dignidad de sumo sacerdote no la tiene por sí mismo, sino que la ha recibido de quien un buen día le dijo: “tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”. Ya nos hemos referido en este blog a que Pablo tiene una concepción claramente comercial de la salvación que repugna a la mentalidad actual por ser esta precisamente omnímodamente mercantilista. A lo largo de toda su historia, la Iglesia ha venido defendiendo esa concepción con ardor en su culto, en su dogmática y en su pastoral, pero es una concepción que hoy comienza a parecernos indigesta porque, a pesar de la clara conciencia de que vivimos en un “mundo malo”, muchos de los creyentes actuales no comulgan fácilmente con la idea de un “Dios justiciero”, inclinados como están hacia el perdón como procedimiento y hacia la idea de un padre realmente misericordioso como entidad. Desde luego, hay gran diferencia entre que exista un “mal autónomo”, incluso personificado en un “mal bicho” que habita en los infiernos (sin duda, el volcán de La Palma, tan vivo todavía hoy, facilitaría una barbaridad la imaginación de los teólogos medievales al colocar el infierno en el centro de la tierra), el maldito “coco” que metía miedo a los niños que fuimos y seguimos siendo, y contemplar un “mundo bueno y hermoso” como corresponde a la primorosa obra de artesanía que ha salido de las manos de un Dios amoroso. Hay un abismo conceptual entre pensar que nuestra naturaleza está “corrompida” y concluir que lo que realmente nos pasa es que muchas veces nos “equivocamos”, favoreciendo el contravalor en detrimento del valor, por nuestra connatural cortedad de miras o por una incontrolable propensión al placer inmediato.

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Por ello, podemos entender a la perfección y aceptar sin objeciones que nosotros somos el ciego Bartimeo de que hoy habla el evangelio, tomado de San Marcos, evangelio que viene a demostrarnos una vez más, curiosamente, que “quien no llora, no mama”, porque, si el protagonista del relato no hubiera gritado a pesar de la reprimenda del público, Jesús no se habría fijado en él. Huelga por completo la pregunta que el relato pone en boca de Jesús, porque ¿qué otra cosa puede desear un ciego que no sea ver? Sus ojos regenerados son nuestra capacidad de discernimiento de lo que somos y del mundo en que vivimos, de quién nos ha colocado en el escenario en que actuamos y de lo que nuestro único dueño espera que hagamos. No hay nadie en sus cabales que no sienta que vive una vida prestada y que toda ella, mientras dura la comedia, clama por una continua mejora. Si fuéramos capaces de ahondar en el solo hecho de existir y de lo que significa estar vivos, nos sentiríamos muy afortunados y, a la vez, muy obligados a ensanchar y agrandar ambas certezas. Nuestros evidentes despilfarros demuestran claramente que hemos perdido la conciencia de lo que se nos ha regalado y también de nuestra identidad y dignidad.

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Al recobrar la vista, el cielo se puso a seguir a Jesús, a caminar tras sus pasos viviendo conforme a sus enseñanzas. Desde luego, no hay duda de que un taumaturgo ejerce una gran atracción sobre el auditorio que lo escucha y, más, sobre quienes son testigos de los prodigios que obra. Su predicación tiene el magnetismo de las palabras densas, las que conmueven y comunican vida. Hay poca diferencia, ciertamente, entre un fanático que, contraviniendo su destino, se lanza por los atajos que se le ofrecen, y el fiel convencido de que, lejos de ser engañarlo al seguir las directrices que se le marcan, alcanzará su auténtico destino. Sin duda, muchos fanáticos mueren a manos de líderes manipuladores, pero los mártires por la fe en Jesús lo hacen solo para esclarecer la verdad de lo que creen y preservar la vida que se les regala, misión a la que primero se había entregado por completo el mismo Jesús. Lamentablemente y por mucho que nos pese reconocerlo, los cristianos nos hemos entregado a una “religión de instrumentos”, pues, cuando hablamos de Iglesia, pensamos en papas, obispos, curas, templos, bautismos, misas, reglas, credos y cultos, cuando lo único procedente sería valorar nuestro cristianismo como una forma de vida que ensalza al que se humilla, da de comer al hambriento y rompe los esquemas humanos, pues comienza a contar por los últimos para ponerlos los primeros. Frente a un solo ser humano que hoy se muera de hambre no debería tener importancia alguna la gran crisis institucional, sobre todo clerical, que hoy sufre lo que hemos dado en llamar Iglesia. Lo que realmente debería importarnos es seguir de cerca al Jesús que quitaba hambres y enjuagaba lágrimas.  

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Buen momento el de nuestra reflexión para recordar que la Iglesia celebra hoy el Domund, cuyo propósito, como es bien sabido, consiste en promover el espíritu misionero de los cristianos. Creo que la mejor forma de hacerlo sería utilizar algo del poco o mucho dinero que tengamos para llevar vida a quienes mueren lejos o para echar una mano a quienes soportan, en torno nuestro, una forma de vida deteriorada o degradada. Seguro que, si vamos más allá del asco que producen los curas pederastas y nos despreocupamos del todo del sesgo político que puedan tener los papas y los obispos para adorar de verdad a Dios y charlar en serio con él, seremos auténticos misioneros cristianos en cualquier lugar del mundo en que nos encontremos. Los auténticos misioneros, lo mismo si están cerca que lejos de sus hogares, seducen a quienes viven a su alrededor y llevan esperanza a cuantos desesperados se cruzan en su camino. El cocinero mierense José Andrés, a través de los altavoces en que se han convertido los premios Princesa de Asturias, ha lanzado, grabada en oro, una consigna lapidaria que arroja mucha luz sobre cómo debemos comportarnos, especialmente los cristianos: “necesitamos mesas más largas y no muros más altos”. Potenciaríamos su contundencia si entendemos que necesitamos más mesas y menos muros, más comida y menos hambre, más amor y menos odio. Las mesas a que se refiere el mierense pueden traducirse cómodamente por “valor” y los muros, por “contravalor”, resultando que necesitamos más valores y menos contravalores, ser mucho más positivos de lo que realmente somos. Los cristianos deberíamos dar incluso un paso más al ver que esas mesas “largas” sirven a la “cena del Señor”, mesas con asiento para todos, sin ninguna excepción, mesas en las que se sirve un pan que da vida y una bebida que nos hermana y salva.

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