Navidad

Celebrar navidad se ha convertido en una fiesta cultural de la que casi todo el mundo participa sin entender muy bien su significado profundo. Los cristianos nos movemos en los dos ámbitos, queriendo vivir el misterio de la encarnación pero cayendo –muchas veces- en la sociedad de consumo que nos introduce en las compras desmedidas, en el comer y beber sin mucho control, en la multitud de saludos y felicidades sin prestar demasiada atención a las implicaciones profundas que eso debería tener. Por una parte, es bueno sentir un ambiente mucho más alegre y festivo que nos contagia más optimismo y sentido de vida. Pero, por otra, también caemos en esa ansiedad de comprar que solo traerá más dolores de cabeza cuando veamos las cuentas por pagar. Y, algunos, compaginan – tal vez con la mejor intención- el hacer regalos para los niños o personas más pobres que, sin embargo, pueden ser un tranquilizador de la conciencia para seguir acaparando en exceso. En este panorama, al igual que en tiempos de los primeros cristianos, nos vemos inmersos en una sociedad que marca un ritmo del que es muy difícil escapar pero, al mismo tiempo, el Espíritu nos invita a dar testimonio del sentido profundo de la fiesta religiosa que celebramos. ¿Cómo hacerlo? No hay recetas mágicas porque cada situación es distinta y lo que dice para algunos puede no ser significativo para otros. Conviene entonces discernir cómo encarnar mejor aquellas actitudes que más nos conecten con el misterio cristiano. El contemplar el nacimiento narrado por el evangelio de Lucas nos puede orientar el camino: allí no había consumo ni derroche pero había un niño pobre, nacido entre los pobres, desde donde nos mostraba el amor de Dios que se entrega para todos y todas. Celebrar la navidad pasa entonces por descubrir ese lugar desde donde Dios nos habla y desde allí anunciarlo a todos los que nos rodean.
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