Saborear la Buena Noticia que el Niño Jesús nos trae

Hablar de Navidad es siempre una reflexión que convoca porque es tiempo de alegría y encuentro, de fiesta y regocijo, de esperanza y nuevas oportunidades. Y la razón es el Niño Jesús nacido en un pesebre de la manera más sencilla que podemos imaginar pero produciendo un momento de corte y nuevo comienzo en la historia humana –a tal punto que nuestro tiempo cronológico se divide en antes y después de Cristo-, y para quienes se dejan tocar por este misterio, un antes y un después en la propia vida.
Y esto sucede porque contemplar el misterio de la encarnación no deja de ninguna manera indiferente. Dios hecho ser humano, niño frágil e indefenso, se hace presente entre nosotros y ese es el mayor regalo que podemos recibir. A partir de ahí, el encuentro con la divinidad toma las mediaciones humanas con total radicalidad y se comprenden las palabras del salmista “si subo a las alturas allí estás, si bajo a las profundidades allí te encuentro” (Sal 139). Con Jesús Niño, Dios entra de lleno en esta historia humana y ya nada queda sin ser asumido por él. Por eso mismo, ya no hay que subir a los cielos para encontrarle sino que basta vivir lo humano para reconocer lo divino, llenarnos de humanidad para abrazar la divinidad.
¿Habremos entendido, en verdad, esta cercanía de nuestro Dios? Es la pregunta que surge en cada navidad y la que tantas veces, mirando nuestros actos, tenemos que responder negativamente. Si lo hubiéramos entendido otra sería nuestra manera de vivir, otro nuestro compromiso cristiano.
Asumir con radicalidad la encarnación del Hijo de Dios implica no hacer dicotomías entre lo sagrado y lo profano, entre el amor a Dios y el amor al hermano. Las palabras del evangelio de Juan “Y el Verbo se hizo carne” (1,14) significan esa presencia de Dios en esta historia y en todo ser humano. Por eso Juan en su primera carta manifiesta esa identificación irrenunciable de Dios con cada persona, al punto de que “Nadie puede amar a Dios a quien no ve, si no ama al hermano a quien ve” (4,20). Todo varón y mujer es su presencia viva entre nosotros, de ahí que la acogida incondicional, el respeto por su vida, el cuidado que nos merece, la solidaridad que nos exige, son mediaciones de un seguimiento, de una vida que se llama cristiana y se dedica a la misión evangelizadora.
Pero además el pesebre nos habla de “dónde” el Niño Jesús se sitúa, de “quiénes” son sus primeros destinatarios, de “cómo” concreta su amor y ternura para con la humanidad. El pesebre -por mucho que la sociedad de consumo le haga perder su verdadero sentido al adornarlo con tantas cosas tan ajenas a aquel contexto- sigue siendo aquella cueva sin absolutamente nada “porque no hubo lugar para ellos en el mesón” (Lc 2,7), es decir, en las “periferias”, en las “márgenes”, en los “límites”, allí el Niño Jesús nace y desde allí él asume la humanidad y nos muestra como es su pedagogía de amor y entrega.
“Los pobres nos evangelizan” es una afirmación que surge también de ese pesebre histórico donde el Hijo de Dios decide nacer y desde donde continúa su misión a lo largo de su vida. Amigo de pecadores y publicanos, acogiendo a los que estaban en las márgenes de su tiempo -los excluidos por enfermedad, condición social o étnica o de género-, y haciendo de la mesa común con todos ellos -símbolo mesiánico del reino- (Mc 2, 16) el lugar donde Dios se hace presente. Es decir, mostrando con los hechos, que Dios reina entre los más pobres de cada momento histórico y desde allí nos convoca al seguimiento.
Que esta Navidad pueda ser tiempo de alegrarnos por la encarnación de nuestro Dios y nos decidamos a amarle allí donde él quiere que le amemos: en los hermanos, comenzando por los más necesitados. Ojala que el consumo y el derroche no se apoderen de nuestro corazón y podamos saborear la alegría que brota del Dios Niño que nace en la pequeña aldea de Belén donde todo es simplicidad y sólo unos pastores le reconocen descubriendo la buena noticia de la salvación, cuando se parte y se comparte lo que somos y tenemos (Lc 2, 8-20).
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