Coger víboras y beber venenos.

No les vendría mal a algunos una cura psicoterepéutica.

¿Cómo interpreta la teología el pasaje de Marcos donde habla de coger víboras y beber venenos sin que eso dañe al discípulo de Jesús que confía en Dios? Evidentemente que tal frase es metafórica y así hay que entenderla.

Una víbora, como animal que produce daño gratuito, viene a ser el enemigo escondido que lo mismo se esconde en el terreno ajeno al que pisa el ungido de Dios que en el terreno propio. Víboras las hay también en el propio estamento, como es normal.

Pues bien, “coger víboras” vendría a significar afrontar directa y frontalmente los problemas sin esconderlos, problemas escondidos que aparecen sin previo aviso. Problemas que pueden surgir en el propio psiquismo del elegido de Dios.

Por venenos podríamos entender todo aquello que nos ofrecen los demás con ánimo de envenenar nuestra existencia: maledicencias, calumnias, desprecios, tergiversaciones de lo que uno dice… También el discípulo de Dios puede enfrentarse a tales venenos sin que sufra daño.

O, en interpretación de la metáfora, el ungido de Dios, por gracia recibida, puede superar todo eso [lógicamente habremos de referirnos a escritos como los que aquí aparecen: al verdadero discípulo de Jesús nada de esto le puede afectar. Tiene la gracia suficiente para ello].

Sin embargo hay una víbora que difícilmente pueden coger los electos de Dios y vigorizados con su gracia: el día a día amortecido con la situación vital que esto genera; su soledad existencial; sus rupturas psicológicas interiores; su sexualidad y la relación con el sexo opuesto; la vivencia de la ilusión primera; el agostamiento del ímpetu inicial de la juventud; la quiebra de la vocación por la burocracia del rito; la vivencia comunitaria; la relación con los superiores, sea clero regular o secular.

No queremos decir que no haya individuos que superen todo este conglomerado de problemas, pero lo cierto es que hay muchísimos cuya fuente de conflictos proviene de no encontrar la forma de casar su propia personalidad con el entramado organizativo eclesial.

Hay una cierta confusión que la misma Iglesia mantiene con respecto a la relación del psiquismo personal en relación a lo sagrado. Lo sagrado –y aquí nos referimos a todo el conjunto de vivencias que “parecen” tener los consagrados a Dios cuando a la meditación, al rezo y a las prácticas se entregan—es algo tabú, es algo inviolable, es algo indiscutible. ¡Pero es la persona la que vive todo eso! Y puede que a muchos nada de eso les llene plenamente o consiga superar las inquietudes que les agobian.

Es normal, porque es lo fácil en situación de conflicto, recurrir a la represión de tales vivencias, evadirse con subterfugios, buscar una actividad frenética que les ocupe y llene o, incluso, recurrir de buena fe, al rezo continuo y a la ascesis.

Pero los conflictos seguirán ahí, latentes como la víbora. Y morderán cuando menos lo espere y más confiado se encuentre.

¿Qué tiene la Iglesia como medida precautoria? ¿Cómo ha obviado secularmente tales conflictos? ¿Qué medidas a la altura del psiquismo de la persona, que no del “ungido”, ha propiciado la organización eclesial? Podemos resumirlas todas en una: la represión. A los hechos tenemos que remitirnos, pero bien lo dice otro versículo evangélico: “El que mire hacia atrás…”

En el fondo y estrujando el asunto, si a la Iglesia se le priva de ese mecanismo --la represión que secularmente ha ejercido—no queda nada. Nada protege al religioso cuando ve que la gracia de Dios no tiene los efectos taumatúrgicos requeridos; cuando el sostén divino no llega o no se siente…

¿Serviría de algo una buena terapia psicológica? Mucho me temo que la respuesta oficial fuera “Vade retro Sátanas”.

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